domingo, 27 de diciembre de 2015

Miedos

Don Juan es hombre sensato y razonable; no sabe de todo, pero sabe que de todo hay quien sepa: por eso se fía de los especialistas. Quiero decir que, si tuviera que levantar una casa, recurriría a un arquitecto, y que, cuando necesita que le poden la viña, no echa mano del primero que pasa por la puerta, sino de alguien cuya solvencia esté bien acreditada. Ustedes me dirán que eso es lo que hace todo el mundo. Naturalmente; eso es lo que hace todo el mundo. Salvo cuando se tiene miedo.
—El miedo es uno de los sentimientos esenciales y más poderosos de los seres humanos, y también de los demás animales. Seguramente, la importancia evolutiva del miedo es enorme: gracias a él huimos de los peligros, conservamos la vida y podemos transmitirla a los descendientes. El miedo es, pues, una recurso biológico que nos acompañará siempre.
—Sin embargo, don Juan, los seres humanos, en todas las sociedades, desprecian el miedo y aprecian enormemente su contrario: la valentía; es decir, el valor por antonomasia, el valor ante el que palidecen los demás valores.
Dime de lo que presumes
Los que conocemos a don Juan —ustedes, por ejemplo, hipotéticos lectores— sabemos bien que su confianza en la humanidad no es ilimitada, y que hace un uso bastante frecuente de la gramática parda. Prosigue, ya en serio:
—En todas las sociedades algo complejas, el miedo y el valor están modelados —y modulados— por factores culturales cuyo estudio, aunque dificultoso, puede hacerse caso por caso. Otro día nos ocuparemos de ello. Lo evidente es que el miedo sigue existiendo: el miedo individual y los miedos colectivos. De los miedos individuales también nos ocuparemos otro día.
—Va dejando usted muchas cosas para otro día. ¡Como hiciéramos la lista…!
—Hay más días que longanizas —responde socarrón—. Los miedos colectivos son, a la vez, agregado y sublimación de miedos individuales. Y, aunque muchas sociedades modernas presuman de haberlos reducido y se jacten de la seguridad de que disfrutan los ciudadanos, los miedos gozan de muy buena salud y son esencialmente los mismos que en el Paleolítico. Todos ellos se pueden resumir en uno: el miedo a lo nuevo, es decir, a los extraños, a lo desconocido, a lo no previsto, a todo lo que amenace con perturbar las cosas que damos por ciertas y firmes.
—Se olvida usted, don Juan, de que siempre ha habido exploradores, aventureros, revolucionarios…
—Y en ninguna parte los han visto con buenos ojos… salvo que hayan tenido éxito: la gente prefiere casi siempre lo malo conocido.
—Por eso las sociedades tienden a la estabilidad, y todos los gobiernos se afanan en lograrla o en restablecerla.
—Efectivamente. Lo que más teme siempre cualquier gobierno es una catástrofe —sea natural o provocada— que amenace la estabilidad y desate los miedos. Casi ningún gobierno se maneja bien en estos casos. Pero hay individuos y grupos, pescadores a río revuelto, que sí se manejan bien: siempre hay beneficiarios del miedo.
—¿Está usted hablando de la amenaza terrorista, don Juan? ¿O de la incertidumbre política que tenemos en España?
—También, aunque ahora me quedo más cerca. Estoy hablando de una cosa que vi la otra tarde en Manzanares, y hace un par de años en Almagro. Saben ustedes que en Manzanares hay un brote de legionela que ha matado a dos personas y ha hospitalizado a muchas. Hubo un pleno extraordinario para tratar el asunto. Al pleno, claro, no acudió ningún especialista, pero no me detendré en ello. Lo que me llamó la atención es que en la plaza se congregó una multitud y que los ánimos estaban algo exaltados.
—Natural: la gente tenía miedo, se sentía insegura… en esos casos se trastorna un poco la razón…
—Y muy fácilmente puede prender la violencia —interrumpe don Juan bastante serio—. Si alguien hubiera dicho que la culpa de todo la tenían los mendigos, los rumanos, el alcalde, las monjas, los membrillatos, o cualquier otro, porque envenenan las fuentes, ofenden a Dios o han roto alguna tradición sagrada, ya hubiéramos visto...
—Don Juan, eso era antes.
—Antes y hoy, mientras la gente no aprenda a comportarse racionalmente y a hacer caso de los especialistas. Por eso me asombraron mucho las declaraciones de Vicente Tirado y de una responsable regional de Comisiones Obreras; ellos sí saben: deberían obrar responsablemente, no como beneficiarios del miedo ajeno.
—Ha dicho usted también algo de Almagro.
—Hace dos o tres años se instaló en Almagro un violador recién salido de la cárcel, o sea, un ciudadano que había saldado deudas con la justicia. La reacción de muchos vecinos y de ciertas autoridades no fue demasiado ejemplar.
—¿También en ese caso deberían haber recurrido a los especialistas?
—En efecto. Y no emular a los feroces individuos del Salvaje Oeste. Pero el miedo es libre, y el aprendizaje de la democracia, trabajoso. Sin quitarles culpa a los ciudadanos comunes, me pregunto qué hacían las autoridades en la manifestación.
No sé qué decir: en estas cosas yo soy gente común.


domingo, 20 de diciembre de 2015

Voto invernal

Don Juan está en Madrid. Esta mañana, después de votar en el colegio La Inmaculada, de la calle García de Paredes, me ha llamado por teléfono. Hemos hablado de las últimas entradas en el blog. No parece que le hayan gustado en exceso. Desliza una crítica velada: si fuera verdad todo lo que he dicho, tendría que habérmelo callado. Pero enseguida pasa a hablar de las elecciones. No nos hemos visto desde el puente de la Constitución, de modo que tampoco hemos comentado la campaña. Don Juan, tras lamentar algunas banalidades, ciertos excesos y el tratamiento que le han dado las televisiones —ya nadando todas en el fango del cotilleo—, dice:
—Esta es la tercera vez que voto en diciembre. Las dos primeras fueron el referéndum de la Ley para la Reforma Política y el de la Constitución. La Ley para la Reforma Política, que cabe en un folio, es un prodigio de eficacia, una maravilla legal. Los reformistas del franquismo —es decir, los más listos, los conscientes de que el franquismo no podía sobrevivir a Franco— aprovecharon los recursos franquistas para dinamitarlo, hasta las manipulaciones electorales: votaron los muertos, los padres por los hijos, los ausentes… y quizá en algunos pueblos hubiera pucherazos descarados. Yo, aunque la oposición —ya semiclandestina— pedía la abstención, voté a favor. Gracias a Dios y a la sensatez de los españoles —no de todos: estaba secuestrado Oriol, un mes después secuestrarían a Villaescusa, y se produciría la Matanza de Atocha— la cosa salió bien. El 15 de diciembre de 1976 comenzó oficialmente la Transición Española.
—De manera muy poco airosa —apunto.
—Usted era ya adolescente. Quizá se acuerde. Hubiera sido más gloriosa una Revolución de los Claveles —buena envidia nos dio a muchos españoles—, pero en cada momento se debe hacer lo que se puede. Y eso se hizo de manera irreprochable: vista desde ahora la transición española fue más prosaica, pero mejor que la portuguesa.
Yo tenía entonces dieciocho años. Vivía en Almagro. Si hago memoria, si pienso en lo que había entonces aquí, creo que don Juan lleva razón. Prosigue:
—La segunda fue el referéndum de la Constitución, el 6 de diciembre de 1978. En algo menos de dos años España se había convertido en una democracia completa, equiparable a las mejores del mundo. Las triquiñuelas de 1976 hubieran sido ya inconcebibles: había un buen sistema electoral, partidos —también el Partido Comunista—, sindicatos, libertad de prensa, se había concedido una amnistía completa para todos los delitos políticos, incluidos los de sangre… y unas Cortes Constituyentes, elegidas limpísima y libérrimamente el 15 de junio de 1977, habían redactado la Constitución que todavía está en vigor. Hoy no lo parece, pero entonces aquel proceso asombró al mundo —y hasta a los españoles, siempre tan tacaños con nuestros propios méritos—. Naturalmente, la Constitución se aprobó por muy amplia mayoría, a pesar de que a gentes como Aznar no les gustara demasiado. El 6 de diciembre del 78 se acabó la Transición: España pasó a ser un país normal, como los demás del Occidente europeo.
—¿Es casualidad que todo fuera en diciembre?
—Supongo que sí: sabe usted que no soy supersticioso, pero la historia está llena de casualidades. Algunos podrían pensar que hoy, como aquel 15 de diciembre de hace treinta y nueve años, estamos abriendo la puerta de una nueva etapa política. Si así fuera, yo solo les pediría a los jóvenes que aprendieran de los que entonces lo éramos. En unas circunstancias mucho peores que las actuales fuimos capaces de salir con bien y de fijar unas reglas de convivencia que han dado resultados excelentes: si ya no valen —si hoy se demuestra que ya no valen— hagamos otras sin romper la baraja.
Mientras me tomo un vermú en la plaza como si fuera el mes de abril, pienso en ello: seguramente es verdad. Lo que dice de la política y lo que me reprocha como escritor. Pero le doy más vueltas a esto último porque me pilla más cerca: el que publica nunca debe dar explicaciones sobre lo publicado; lo publicado ya no le pertenece: que el hipotético lector opine lo que le dé la gana o se quede sin opinar. La única disculpa que tengo es la inexperiencia. Lo dijo el rey viejo y lo repito yo: “me he equivocado; no volverá a ocurrir”.

jueves, 17 de diciembre de 2015

Y cien

Hoy jueves tocaba 'Lecturas'. Tengo, incluso, el texto que don Juan me ha mandado sobre los Diarios de Emilio Renzi de Ricardo Piglia —estupendo libro, que alaba sin reticencias—, pero me voy a saltar la norma: al fin y al cabo don Juan dice que esto es cosa mía y que haga lo que me dé la gana.
A saber por qué los seres humanos sentimos una rara atracción por las cifras redondas. Las cifras redondas vienen a ser como los hitos o mojones del camino: propicios para sentarse un rato, hacer balance de lo andado y planes sobre lo que nos queda por andar. De modo que aquí estoy: parado en la piedra de las cien entradas, pensando en cosas que no me habían llamado la atención, que hasta hace muy poco quedaban lejos de mis preocupaciones, y dándole vueltas a lo que hablamos el domingo pasado.
Les dije el domingo que yo estoy familiarizado con la prosa utilitaria, pero que a la literatura solo me he asomado como lector no demasiado exquisito. Por lo tanto, nunca me había hecho preguntas sobre asuntos que —ahora lo sé— traen de cabeza a los especialistas. Por ejemplo:
¿Por qué escribo? Jamás lo había pensado, esa es la verdad. Llevo un cuaderno en el que apunto —por entretenerme y para leerlo luego: lo mismo que se hacen fotos— cosas de las conversaciones con don Juan o de lo que venga al pelo. Nadie ha leído los cuadernos; a un amigo se lo comenté, y él tiene la culpa del blog. No me arrepiento: en este año he notado que hay considerables diferencias entre escribir para uno mismo, a mano, en el cuaderno de muelle, y escribir algo que otros pueden leer; esto último supone un reto, requiere aplicación, lleva tiempo… pero es como jugar: hay tensión e incertidumbre, apasiona. Así que podría decir que escribo como muchos se dan a la petanca, al bricolaje o a las cartas. Ahora bien, está el riesgo de enviciarse. Este año he cumplido escrupulosamente: todos los jueves a las siete de la mañana, y todos los domingos a las 23:58. De aquí en adelante me lo tomaré con calma, sin compromiso de puntualidad, sin ‘Lecturas’ los jueves: cuando salga escribiré de lo que salga.
¿Para quién escribo? Para los almagreños en primer lugar, indudablemente, porque la mayoría de los temas tienen que ver con Almagro. Pero agradezco muchísimo las demás visitas, y la fidelidad de los seguidores de Alemania, Francia, Reino Unido, Portugal, México… También, claro está, la de los cuarentaitantos almagreños que entran aquí dos veces a la semana. ¿Por qué lo harán?
¿Para qué escribo? Desde luego, no para cambiar la opinión ni los comportamientos de nadie; no para alcanzar notoriedad —en estos meses me he dado perfecta cuenta de qué temas gustan, no he caído en la tentación de agotarlos—: para entender yo mismo ciertas cosas, ordenarlas, digerirlas. Y para fijarme en asuntos de los que normalmente no se habla en Almagro. Si se hablara de ellos, quizá este blog no existiría.
¿Cómo escribo? Casi siempre de buen humor; bastantes veces con ironía. Y, dentro de la ironía, caben tres poses que he usado mucho: la solemnidad, la pedantería y la exageración. Yo quiero creer que cualquier lector avezado las habrá visto. Si no las ha visto, que no se culpe: será mi torpeza. También, con respeto a todas las personas; pero no con respeto a todas las ideas.
¿Por qué me oculto? En realidad, no me oculto: la prueba es que nadie ha reparado en mí. Yo he pretendido ser como el espejo que refleja lo que dice don Juan —destilando la libérrima palabra oral en letras de molde—. Si lo he hecho bien, ese es mi mérito; no quiero otro; y, menos que ninguno, el de la popularidad. En cuanto a don Juan, de él lo saben todo; aunque no lo sepan, está curado de espanto; es decir, quiere que sus opiniones se defiendan solas, que no estén tuteladas por ninguna autoridad. ¿No se aspira a eso hoy?
¿Y qué más? Que es un placer superar las 700 palabras de cada entrada. Y otro más grande durar un año.
¿El futuro? Mientras don Juan viva y venga, aquí estaremos. Pero ustedes no se sientan obligados a nada: lean tan solo cuando les apetezca. Y, si les gusta, convídennos a unos vinos.

domingo, 13 de diciembre de 2015

Noventa y nueve

Desde el 11 de diciembre de 2014 estamos aquí. Se lo recuerdo:
—Ya hace un año que empezamos esto del blog.
Como quien se espanta las moscas, don Juan contesta:
—¿Que empezamos? A mí no me meta: el blog es cosa suya.
Y lleva razón. Desde el primer día quedó claro: yo iba a apuntar aquí, a mi manera y bajo mi responsabilidad, lo que más me llamara la atención de las conversaciones con don Juan. Por su parte, muy pocas veces ha comentado las entradas —si las ha leído o no, eso no lo sé— o me ha dado alguna queja sobre ellas. El facebook es distinto; el facebook —que tenemos a medias— le ha gustado y se ha llegado a interesar mucho por él y a meter baza con bastante desparpajo, quizá porque se parece más a una charla de amigos. De todas formas, insisto:
—Pues está teniendo bastante éxito, y muchos me preguntan por usted.
—No sé qué se entiende por éxito.
—Que lo han visitado más de siete mil personas.
—No lo creo: el blog habrá tenido siete mil y pico de visitas, pero no lo han visto —y, desde luego, no lo han leído siete mil personas. La cuenta debe ser otra: divida usted las visitas entre las entradas; eso le dará una medida más justa del éxito.
—Setenta y tantas —digo, con la euforia bastante menguada.
—Eso está mejor. Si descuenta las visitas del extranjero y las del resto de España, ¿cuántos almagreños cree usted que siguen el blog?
—Muy pocos —reconozco—: cuarenta o por ahí.
—Los números son muy adecuados para bajar los humos. Pero, si le digo la verdad, no me disgusta.
—¿Por qué?
—Porque las conversaciones íntimas son mejores que las multitudinarias.
Supongo que don Juan emplea conmigo el procedimiento de la ducha escocesa: antes agua fría, ahora calentita. Yo bien sé que las conversaciones íntimas son mejores que las multitudinarias: lo sabe todo el mundo. Pero este no es el caso: en las charlas de viva voz el público, poco o mucho, está asegurado y casi siempre atento. Pero los textos escritos publicados —y hasta los no publicados— tienen que buscarse la parroquia: unos llaman al lector a voces y otros en voz baja; ninguno tiene garantizado que acuda: el hipotético lector está en otras cosas, hay mucho donde escoger o no le da la gana prestar atención. La culpa, claro, no la tiene el lector hipotético, sino el osado autor: ¿quién le dijo a él que habría público?
Don Juan, a su manera, saca el pañuelo de lágrimas:
—No se flagele. Usted se ha esforzado. Usted ha intentado dar forma literaria a charlas de bar que discurrían informes, como todas las charlas de bar: desordenadas, confusas, titubeantes, deslavazadas, intermitentes, errabundas… Bastante ha hecho. Quizá el único reproche con el que deba usted cargar es que no ha recogido la confusión y el desorden; se ha centrado en lo serio y trascendente; alguien habrá podido pensar que somos una tertulia de pedantes, y que yo soy el mayor de todos: no me ha hecho ningún favor.
—Pues ha intrigado usted a los pocos lectores que conozco: todos me piden noticias. ¿Quién es don Juan?, preguntan.
—¿Lo ve? No me ha retratado bien. Si el retrato hubiera sido fiel, me reconocerían, coincidiría con lo que los almagreños ven constantemente: me tienen delante, todos los fines de semana me pueden encontrar paseando por el pueblo o en los bares; usted ha escrito dónde y cuándo nací, dónde he vivido, qué he estudiado, a qué me he dedicado y me dedico, cuáles son mis gustos y aficiones… Soy transparente, como se dice ahora. En cambio, el lector no sabe nada de usted.
—¿De mí? ¿Qué tendrían que saber de mí? Yo no soy nadie: el oyente; si acaso, el secretario de actas.
Verdaderamente, nunca había pensado en esto. Y parece que los lectores tampoco: nadie se ha interesado por mí: ¿es para estar satisfecho o para lamentarlo? Dejando aparte lo impertinente de la comparación, ¿quién es más importante, Nuestro Señor Jesucristo o los evangelistas? ¿Johnson o Boswell? Creo que no hay duda. En sentido contrario, don Juan tampoco la tiene:
—Puesto que es usted el escritor, todo lo escrito es suyo exclusivamente. Los demás somos personajes, marionetas. Usted nos da la vida y sostiene nuestras opiniones. Sin usted no somos nadie, no existimos. ¿No se da cuenta?
Me hace pensar. Él es filólogo: está familiarizado con la literatura y sus artificios. Yo soy oficinista: solo entiendo de prosa utilitaria. Quizá lleve razón. Pero, si la lleva, ¿tendré fuerzas para cargar con tanta responsabilidad, una vez que soy consciente de ella? No lo sé.

jueves, 10 de diciembre de 2015

Lecturas de don Juan: Gómez Cabezas

Orden de búsqueda y captura para un ángel de la guarda
José Ramón Gómez Cabezas
Ledoira
Toledo, 2014

Don Juan llegó a Gómez Cabezas hace dos veranos, gracias a la recomendación de González Calero, ese formidable agitador cultural. ¿Por qué entonces, si ha pasado ya más de un año desde que leyó la novela, la trae hoy aquí? Por tres razones: la primera, porque el otro día se presentó en Almagro, en la biblioteca; don Juan no asistió se enteró tarde, pero le gusta que el pueblo se abra a estas cosas. La segunda porque Almagro está presente en el libro y, además, gracias a un hecho proverbial: el fiasco aquel del torero Cagancho. Y la tercera, porque es un buen libro: tampoco, por desgracia, hay muchas buenas novelas que tengan como escenario estas tierras...
Orden de búsqueda... —el título, demasiado largo, no es un buen anzuelo para pescar lectores— es la segunda obra del autor, dedicado a la novela negra y ya con cierto prestigio en este mundo —efectivamente: más que un género, es un mundo— tan característico, y, en principio, ajeno a sus ocupaciones profesionales. Los protagonistas —¡a ver! forman pareja y resuelven misterios, aunque no precisamente mediante depurados razonamientos, y sufren vicisitudes que los integran en la acción. No son, por tanto, estos rasgos los más interesantes. Lo que da valor a la novela de Gómez Cabezas es que la trama está bien ideada; los episodios, bien enganchados; el misterio y la acción, en dosis justas; los personajes, convincentes; y los temas, de actualidad —sí, de actualidad... Pero, sobre todo, hay tres cosas que a don Juan le gustaron especialmente: el "ambiente" de la Ciudad Real del primer tercio del siglo XX, perfectamente evocado; el estilo, muy rico, expresivo y eficaz —mucho mejor que "la media" de lo que se escribe por aquí, incluso de lo que se escribe con pretensiones "literarias"—; y la estructura: en un escenario verdadero, Gómez Cabezas es capaz de insertar unos personajes y una trama verosímiles y servirse de ellos para propósitos de conocimiento y crítica de aquel mundo que no está tan lejos del nuestro; es más: que vive todavía en gran medida. Quiere eso decir que rara vez da puntada sin hilo, que todo está estudiado y sirve a un propósito y que ese propósito tiene más trascendencia que la resolución del consabido misterio.
El libro es, pues, muy estimable, aun a pesar de ciertos deslices cúpula triangular de la catedral, archidiócesis de Ciudad Real, "afectuosa diatriba sobre las múltiples virtudes", derecho canónigo, un hujier con hache y un ostias sin ella ...— y de dos dudas que a don Juan le rondan por la cabeza: en el primer tercio del siglo XX ¿alguien en Ciudad Real llamaba bebés a los recién nacidos, alguien decía género donde hasta hace nada se decía sexo?
Fuera de estas minucias, la novela merece la pena; así que léanla ustedes; cuesta catorce euros y pasarán un buen rato.

domingo, 6 de diciembre de 2015

Día de la Constitución

El año pasado don Juan no quiso tratar el asunto; hoy empieza con ganas:
—De todos los regímenes políticos que surgieron en Europa Occidental —lo de Europa Oriental es otra cosa— a finales de la primera mitad del siglo XX, el único que no hizo nada por integrar a los perdedores, y los machacó y humilló de todas las formas posibles, fue el franquismo. La perfidia del franquismo —primero muy sangrienta y, luego, principalmente administrativa— no tiene igual en Europa. Y su ruindad tampoco: López Camarena la describe muy bien —supongo que sin darse cuenta— en el prólogo al primer volumen de las Efemérides manchegas.
—Pues Franco se murió en la cama.
—Tenía muchos partidarios; a menudo el mal tiene muchos partidarios, no nos preguntemos por qué. Pero, si hubiera sido por los alemanes, los italianos o los franceses, Hitler, Mussolini y Pétain también habrían acabado los días plácidamente. Lo impidieron soviéticos, norteamericanos y británicos.
—Sin embargo, en Italia, en Alemania y, más todavía, en Francia, se dice lo contrario: que la mayoría de los ciudadanos se opuso a los fascismos.
—Autoengaño comprensible y muy práctico. No digamos nada de la oposición a Hitler en Alemania: inexistente; no hablemos tampoco de los partisanos de Italia: tres docenas; fijémonos en la heroica Resistencia Francesa —¡Mayúsculas Mayúsculas!—: lean ustedes a Chaves Nogales, reparen en que los primeros tanques que liberaron París se llamaban Teruel o Guadalajara e iban llenos de españoles. La resistencia francesa fueron cuatro gatos, y la retórica eficacísima de De Gaulle en los micrófonos de la BBC.
—Cuando rompe usted a exagerar, don Juan…
—No exagero. Quienes exageraron, endulzando un poquillo la historia, fueron los nuevos regímenes que se impusieron tras la Segunda Guerra Mundial. Muy razonablemente, pensaron: si difundimos el mito de la resistencia casi unánime, no hace falta cargar la mano en las depuraciones y pronto todos viviremos en armonía dentro del mismo país. Añádanle a eso el Plan Marshall, mucha prudencia de los gobernantes, bastante misericordia de los ciudadanos, generosidad para mirar hacia adelante, unos tragos de olvido… y ahí tienen: los mejores setenta y cinco años de la historia de Europa.
—Edificados sobre la mentira.
—No tanto; más bien, sobre la utilidad. La política no es el terreno de lo bueno y lo malo en abstracto, sino de lo práctico: lo bueno es lo útil; la Verdad —¡Mayúsulas Mayúsculas!—, sobre todo si se predica con énfasis, casi nunca es útil. Para que hubiera convivencia tuvo que haber olvido… porque la alternativa era tremenda: matar o excluir a más de la mitad de la población.
—¿Y en España?
—Ya les he dicho: el franquismo no lo hizo; la mezquindad congénita se lo impedía. Hubo que hacerlo, con treinta y tantos años de retraso, en la Transición. Los primeros que se dieron cuenta de la necesidad de la reconciliación racional fueron los comunistas. Producido el hecho biológico —el franquismo era maestro en eufemismos: la muerte de Franco—, todos confluyeron en que la reconciliación era inevitable para eludir males mayores. Cualquier reconciliación implica olvido. Y se olvidó. De aquel esfuerzo de generosidad y desmemoria, y de la correlación de fuerzas existente —es decir, del análisis racional de lo que había, no de las ilusiones y ensueños— nació la Constitución de 1978. Nunca los españoles han tenido tanto sentido práctico, nunca tanta sensatez —la sensatez es preferir el pájaro en mano a los ciento volando: descartar el heroísmo teatral—. El resultado ha sido excelente, dentro de lo que cupo, que es la única manera de medir la excelencia en la vida.
—Pues ahora no lo parece.
—La Constitución está vieja y renquea, pero los problemas que tiene son achaques de la edad y vicios de ejercicio —hablaremos de ambos algún día, no de origen.
—Los jóvenes no opinan eso.
—¿Cuántos y cuáles? Los jóvenes que usted dice son bastante cómodos y poltrones. Les gustaría que nosotros les hubiéramos dejado el mundo apañado para siempre, es decir, querrían vivir en el paraíso. Pero eso no es posible. Hicimos lo que pudimos con la mejor voluntad. Que hagan ellos ahora lo mismo: que se procuren un sistema político para otra larga temporada de libertades, convivencia pacífica y progreso económico. Que mejoren lo que les dejamos y corrijan sus faltas. Si son capaces, que nos juzguen a los de entonces; si no lo son...
—Qué duro es usted.
—No. Me fastidia el poco conocimiento de la realidad que tienen algunos. Los marxistas sí lo tenían. Pero ya no hay marxistas. Muchos jóvenes —signifique la palabra lo que signifique— son una especie de anarquistas light que se comportan como niños caprichosos. O como cristianos auténticos. No sabe uno qué es peor.
Creo que don Juan se parece hoy a los viejos gruñones que tanto detesta. Pero no se lo digo.

jueves, 3 de diciembre de 2015

Lecturas de don Juan: García Baena

Mientras cantan los pájaros
Antología poética (1946-2015)
Pablo García Baena
Cátedra
Madrid, 2015


Hablaba don Juan el otro día de la importancia de las editoriales. Sigue insistiendo: ¿Cuánto le debemos a Cátedra? ¿Cuánto le debemos a la colección Letras Hispánicas? Desde hace ya muchos años, con pocos altibajos, Letras Hispánicas ha puesto a disposición de los estudiantes y del público culto no especialista las obras fundamentales de nuestra literatura desde el comienzo hasta la actualidad, en unos ejemplares manejables, duraderos, bien anotados y con estudios introductorios, aunque desiguales, de muy buen nivel. Y a un precio más que asequible. ¿Qué más se puede pedir? Que continúen mucho tiempo.
Por otra parte, aparecer en Letras Hispánicas es algo así como una consagración, tener garantizado el pasaporte a la posteridad, convertirse en clásico. Y quizá otros no tanto, pero el autor cuyo libro comenta hoy don Juan lo merece plenamente.
Pablo García Baena, que nació en Córdoba el día de San Pedro y San Pablo de 1921 —en bastantes sitios, incluida la Wikipedia, se dice que fue en 1923, pero el propio poeta le confesaba a Rodríguez Marcos en El País hace unos meses que nació en el 21—,  es tal vez el más importante poeta del llamado Grupo Cántico, en el que también se incluyen Ricardo Molina, Juan Bernier, Julio Aumente, Mario López... Los poetas de Cántico, tanto por sus obra como por sus biografías, fueron un fenómeno absolutamente extraordinario en la España de la época.
La poesía de García Baena es barroca, sensual, delicada, atenta a los misterios del mundo, introspectiva, a veces decadente y siempre muy consciente de la importancia del lenguaje, que el poeta maneja con virtuosismo. Por diecisiete euros se puede comprobar.
Aquí va una muestra, que tiene ecos obvios de Góngora:
            EL RINCÓN NATIVO
      Hermosa sí lo eras pero ruin y turbia.
      Y te invoqué de lejos cuando me preguntaron,
       llorándote perdida y te rogué, sumiso
       amante que ya teme leteos en la noche,
       y espera el abandono y es el ascua del celo
       como garra de cólera, adunco sacre torvo
       que el corazón rasgara goteante en balajes.
       Bella sí y deseada. Pero yo te hice mía
       y te muré en diamante, lapidario que talla
       en boato palabras para aderezo tuyo,
       sabiendo de tus urnas caducas de soberbia,
       de tus lúbricas ovas ahogando linfas claras.
       Mas en el duro jaspe se inscriben nuestros nombres
       para siempre, nupciales, los vínculos esdrújulos,
       mientras te yergues fría y desnuda en la almena
       de aquel excelso muro.








domingo, 29 de noviembre de 2015

Todavía París

Colean aún los atentados de París y sus secuelas. A don Juan le está decepcionando la reacción francesa:
—Me entristece que el parlamento haya aprobado con urgencia y casi por unanimidad un recorte drástico de libertades y que los ciudadanos lo acepten mansamente. Esperaba otra cosa de la patria de las libertades.
Me atrevo a justificarlo:
—Marine Lepen tiene muchos partidarios.
—Demasiados —constata don Juan—. Pero es ridículo e inútil que los adversarios quieran arrebatárselos pareciéndose a ella.
—Entienda usted, don Juan, que todos estamos desorientados. En estos casos es normal dar palos de ciego y hasta fanfarronear un poco: así se disimulan las inseguridades.
—Lo entiendo perfectamente. Y creo que, para no perdernos del todo, deberíamos balizar el terreno: marcar los límites entre lo que se puede hacer y lo que no.
—¿Los conoce usted?
Ironiza:
—Si los conociera con absoluta certeza no estaría charlando con ustedes: me habrían llamado al Elíseo.
Enseguida cambia de tono:
—Pero soy viejo y he visto muchas cosas. Sé que la libertad es arriesgada, pero que recortar libertades no trae más seguridad. Sé que los políticos sobreactúan —¡esa tonta exhibición militar en Bélgica!— cuando están confusos; y, cuando no tienen talla de estadistas, manipulan en su propio beneficio las emociones ciudadanas. Sé también que no es posible borrar la historia, ni cambiar la realidad por arte de magia, ni eludir las leyes de la geopolítica. Y sé, como todo el mundo, que muchas veces lo mejor es enemigo de lo bueno.
—Concrete un poco, don Juan.
—En primer lugar, del terrorismo interior —e interior quiere decir ya europeo— han de ocuparse los servicios de inteligencia, la policía —los soldados no saben de esto— y los jueces, adaptando las leyes, pero sin tocar las libertades: si esto es una guerra, se libra por ahí afuera —en Oriente Próximo, en el norte de África—; lo de dentro es, como mucho, la quinta columna, o sea, terrorismo, y como tal debe atacarse. En segundo lugar, el terrorismo no puede tener atractivo para los jóvenes: si los condenamos a la pobreza, a la ignorancia y a la discriminación, el terrorismo quizá sea una salida para los más vehementes; por lo tanto, los jóvenes deben saber que estudiar merece la pena porque servirá para escapar de la pobreza y de la exclusión. En tercer lugar, hemos de considerar que las sociedades monoétnicas no han existido casi nunca y, probablemente, no existirán ya más; por tanto, el islam es una religión europea; ahora bien, eso no tiene ninguna importancia siempre que las creencias, las costumbres alimentarias o la manera de vestir sean tan solo caprichos o manías personales que no amenacen la convivencia.
—No lo veo muy fácil.
—Lo de las libertades sí lo es; lo de la integración puede serlo a medio plazo si aprendemos de los errores y actuamos con prudencia y decisión; lo tercero, en cambio, aunque imprescindible, parece complicado: resulta cómodo dividir el mundo en nosotros y ellos. Durante siglos, en Europa —en España casi más que en ningún sitio— nosotros hemos sido los cristianos, y ellos los musulmanes. Va a ser trabajoso construir un nosotros nuevo que abarque a los dos. Pero, definiendo bien y claramente el espacio público de convivencia regido por las normas democráticas del estado laico y relegando la religión y la etnia al ámbito de lo privado, quizá se pueda lograr, aunque hará falta tiempo y gobernantes menos mezquinos y más hábiles.
—La religión y los rasgos étnicos, después de muchos siglos, han configurado maneras tan distintas de entender el mundo y de estar en él que muchos estudiosos consideran incompatibles el cristianismo y el islam. Recuerde a Huntington.
—¿Huntington? Creía que estaba enterrado con Fukuyama. Las civilizaciones existen, obviamente, pero lo mismo que no conviene descartarlas tampoco es necesario sobrevalorarlas y constituirlas en destinos implacables. Además, no se trata tanto de civilizaciones como de individuos, pocos o muchos, originarios de una determinada civilización que se han trasladado al ámbito de otra. ¿Qué hacemos con ellos?
—Alguien lo sabrá. ¿Y lo de la historia y la geopolítica?
—Aquí sí hay que tener en cuenta las civilizaciones. Las potencias europeas armaron un buen cisco en el mundo árabe cuando se desmoronó el imperio otomano. Aquello ya está hecho; podemos lamentarlo, pero no ganaremos nada. Lo prudente es manejarlo ahora con tacto: no humillar a la población, procurar el desarrollo económico, promover cautelosamente las libertades y la democracia, solucionar la cuestión palestina, cuidar la estabilidad política —lo de Irak y Libia debe pasar a la historia como modelo de insensatez que no se debe repetir—… Otro día hablaremos más despacio.
Cuando nos retiramos es de noche. Ojalá los dirigentes europeos vieran en la oscuridad.


jueves, 26 de noviembre de 2015

Lecturas de don Juan: Almud

Disidencia religiosa en Castilla la Nueva en el siglo XVI
Ignacio J. García Pinilla (Coordinador)
Almud
Toledo, 2013


En la cadena más o menos larga que va del autor al lector, las editoriales constituyen un eslabón principalísimo, aunque muchos lectores —y, lo que es peor, muchos autores— lo desconozcan. El editor no es solo un intermediario manufacturero y mercantil; es, sobre todo, un motor que incentiva, cuida, pule y difunde el producto cultural por excelencia: el libro. Cualquier lector puede hacer, sin esforzarse mucho, una lista agradecida de editoriales con las que está en deuda.
Entre las editoriales, como es natural, se encuentra de todo: desde las que tienen objetivos principalmente crematísticos a las que, sin olvidarlos, ponen el acento en la difusión cultural. De estas hay bastantes —pequeñas, abnegadas, marginales, casi clandestinas— que contribuyen decisivamente a la bibliodiversidad, o sea, a que lleguen al lector, en condiciones dignas, libros que de otra manera no llegarían. Es el caso de la que edita el que hoy lee don Juan: Almud, Ediciones de Castilla-La Mancha.
Alfonso González-Calero es el alma de Almud y de otras meritorias y nobles iniciativas culturales —desde la remotísima y pionera revista Almud hasta Añil, por ejemplo— por las que no siempre ha recibido el reconocimiento que merece. Pero él persevera incansable, con unos cuantos secuaces igualmente animosos, en la tarea de hacer región a fuerza de libros, y tienen ya un catálogo amplio, variado y de notable calidad. Ojalá aguanten mucho.
Uno de los libros que se incluyen en el catálogo de Almud y que representa muy bien las virtudes de la editorial y del editor es Disidencia religiosa en Castilla la Nueva en el Siglo XVI, que don Juan ha leído estos días de atrás. Se trata de una colección de artículos de muy buen nivel —aunque alguno quizá lo hayamos leído en otra parte, y otro tenga más paja que grano y este traído muy por los pelos— sobre un fenómeno ya bien conocido por los especialistas, pero no tanto por el gran público. Y es una lástima, porque la España de hoy —los españoles de hoy— es fruto, en gran parte, de aquellas controversias y tribulaciones.
Como habrán visto, si han mirado el catálogo, cuesta 20 euros.

domingo, 22 de noviembre de 2015

"Urco" Domínguez

Urco se llamaba el perro de Marta Domínguez. En los siniestros apuntes de un médico capaz de mejorar el rendimiento de los atletas por métodos no convencionales, Urco es Marta Domínguez, juguete roto.
Pronosticaban un día siberiano, pero la mañana ha venido soleada, tibia, transparente. Don Juan me llamó antes de las nueve y hemos dado un paseo en el campo. Por el camino de Ciudad Real, cinco o seis kilómetros hasta la hoya de Nandín, y otros tantos de vuelta por el camino de los Carros. Muchos ciclistas, con buenas monturas y equipados de competición, nos adelantan o se cruzan con nosotros; también algunos atletas de zancada elástica, quizá entrenándose para pruebas exigentes.
Naturalmente, han salido en la conversación los atentados de París y de Bamako, pero la suspensión de partidos en Bélgica —con histérica exhibición militar— y las medidas de seguridad, mucho más proporcionadas, del llamado —a don Juan le gustaría saber por qué, por quién y desde cuándo— Clásico, nos llevan al deporte. Ya habrá tiempo —este asunto, desgraciadamente, no será moda pasajera— de volver al terrorismo y a la guerra —¿se le podría llamar cruzada?— contra la guerra santa.
Saben ustedes que a don Juan el deporte le interesa muy poco: desde la infancia remota, cuando jugaban rudimentarios y eternos partidos de fútbol en las eras, no lo ha practicado jamás, y ahora sigue, sin entusiasmo, las grandes competiciones tan solo para que nadie lo acuse de vivir en otro mundo.
—El deporte es la religión de nuestro tiempo, la que más fieles tiene: cientos de millones lo practican y miles de millones lo siguen. Como todas las religiones, para algunos es un negocio fabuloso.
—Don Juan, siempre se ha jugado. Ya sabe usted que Huizinga nos llamó homo ludens. Y nuestros parientes animales juegan también.
—Pero el deporte hoy casi nunca es juego; más bien es todo lo contrario del juego, aunque se diga, con evidente inexactitud, que los futbolistas juegan al fútbol. El juego es una actividad placentera que carece de cualquier fin que no sea el juego mismo; las reglas del juego, aun existiendo, son difusas, acordadas por los jugadores, y susceptibles de cambios según el tiempo, el lugar o el humor de quienes juegan. Y, desde luego, nadie se entrena para jugar: las destrezas o habilidades de cada jugador se perfeccionan jugando. En cambio, el deporte es una ocupación férreamente reglada, muchas veces trabajosa y ardua, y con fines utilitarios, ajenos al propio deporte. El deporte exige sacrificios que el juego no toleraría: entrenamientos monótonos y constantes, dietas y normas de vida monacales, equipamientos carísimos, instalaciones sofisticadas, organización burocrática… Si quiere apreciar las diferencias entre juego y deporte, mire a los niños jugar espontáneamente en el parque y luego obsérvelos, cualquier sábado por la mañana, en los partidos del deporte escolar. Y, sobre todo, mire a los padres.
—Los padres quieren lo mejor para los hijos: que no anden en malos pasos y que se hagan ricos.
—Que no anden en malos pasos… Me cuesta mucho trabajo creer que el deporte sea educativo. Lo cree sinceramente la mayoría de la población; lo creen las autoridades políticas, sanitarias, docentes; lo creen los medios de comunicación… Lo cree todo el mundo y, como lo cree todo el mundo, se destinan al deporte ingentes cantidades de dinero. Pero a mí me cuesta mucho trabajo creerlo. Me cuesta, incluso, creer que el deporte sea bueno. Al menos, la obsesión por el deporte.
—Siempre exagera, don Juan.
—En este caso, no. El juego y el ejercicio físico moderado son imprescindibles para la buena salud mental y física. El deporte, mucho menos. Entre el juego y el deporte hay la misma diferencia que entre la religión popular y las iglesias jerárquicas. Mire, si no, cómo aceptan los deportistas las reglas que se les imponen, sin crítica ninguna, con un entusiasmo bastante irracional.
—Como lo oyeran…
—Esto no saldrá de aquí. Y están los fanáticos. Los fanáticos religiosos se ponen cilicios; los fanáticos deportivos se dopan.
—Se dopan muy pocos. El dopaje cada vez está peor visto y más perseguido.
—Ojalá. Pero mire a Marta Domínguez: un trasto viejo. Quienes la jalearon —y fueron muchos en la prensa de la caverna— ahora no quieren saber nada de ella. Pobre mujer.
Don Juan tiene estas cosas: no hace nunca leña del árbol caído. Los árboles caídos le dan mucha lástima.

jueves, 19 de noviembre de 2015

Lecturas de don Juan: 'Historia natural de la felicidad'

Historia natural de la felicidad
Antología esencial 1981-2014
Juan Carlos Mestre
Fondo de Cultura Económica de España
Madrid, 2014


Parece que las cosas son ya de otra manera, pero durante demasiados años la poesía española ha tenido una sola cara y unos pocos dueños que todo lo abarcaban sin dejar sitio para lo que no fuera el retrato ramplón de lo trivial mediante un lenguaje oficinesco y algunas gotas de humor autoindulgente perfectamente previsibles. Se trata, claro, de la poesía de la experiencia, cuyo principal representante, ahora lo sabemos bien, es Joaquín Sabina.
Esta cofradía poética, de pretensiones monopolísticas, ha empujado a los arrabales de la marginación a un buen grupo de poetas que no estaban dispuestos a comulgar con ruedas de molino. Algunos de ellos se acercan peligrosamente a los sesenta años sin el reconocimiento que merecen.
Por ejemplo Juan Carlos Mestre, que nació en 1957 en Villafranca del Bierzo. Es poeta y artista plástico, ha ganado bastantes premios, ha vivido en América —la cercanía a ciertos poetas chilenos es bastante evidente— y, sin embargo, no es tan conocido como debería.
La antología que lee don Juan puede contribuir a acercarlo a un público más amplio. Quien lo lea ahora se encontrará con una voz original, surrealista, expresionista, crítica con lo que hay, reveladora de lo que es, llena de símbolos y agarrada a cierta estirpe de poetas muy firmes que, empezando en los presocráticos, llega a Gonzalo Rojas, a Pérez Estrada o a Gamoneda. ¿La felicidad? Por supuesto no está donde nos quieren hacer creer los anuncios de la televisión.
Mestre tiene una página web que merece visita.
El libro cuesta dieciocho euros.
He aquí dos muestras:
Parménides
La verdad es una diosa que enseña el camino a los errantes. Si debe ser necesaria la luz, antes ha de no ser la noche. El olvido es la presencia aparente de lo que no existe. La diosa habita el círculo de la benevolencia, es piadosa. Lo femenino es la rueda de un carro, lo masculino la otra. Yo soy dos semejanzas paralelas de amor, dos infinitos. No sé si las yeguas piensan o padecen, dudo entonces. ¿Es más justo el que nace o el que no pudo ser? Cuando me muera regresaré al todo de la nada. Estoy contento.

ESPANTAPÁJAROS
Como
un
espantapájaros
en medio de los sembrados de la muerte
deletrea
el amante loco
la presencia
de
alguien
que
no
vino


domingo, 15 de noviembre de 2015

Gala de La Tribuna

No me pregunten por qué: lo desconozco; pero don Juan acudió la otra tarde a la gala de La Tribuna; aparece en las fotos: traje oscuro —lo pedía la invitación—, copa en la mano y aspecto satisfecho. Se lo cuento a los amigos; cuando llega don Juan le tiran pullas cariñosas. Él no se molesta.
—Al venir a Ciudad Real escribí unas cuantas veces en La Tribuna, recién fundada. Nada del otro jueves: comentarios de libros, de alguna exposición, cosas que pasaban en Almagro. Pocos se acordarán.
—Pero lo han invitado.
—Y lo agradezco. De todas formas, tenían que llenar el Paraninfo: no se habrán puesto exquisitos. Estábamos todos, menos las autoridades eclesiásticas. Civiles y militares, muchas; las fuerzas vivas, al completo. Y los de relleno: me incluyo. De no ser por los adelantos técnicos, por los vestidos audaces de ciertas señoras y por la estola episcopal cañizaresca— del alcalde de Valdepeñas, se creería que celebrábamos el nacimiento del periódico, el nacimiento del Lanza.
—¿Tan rancio fue?
—Un poco. Y previsible. Allí se hallaban, en perfecto estado de revista, sin faltar ni uno, los tópicos que quieran sobre la Mancha, hasta los más cursis; chistes bobos y gastadísimos destinados a la capatatio benevolentiæ; lugares comunes —alguno bastante averiado por venir de quien venía— ensalzando la importancia de la prensa y de la libertad de expresión en las sociedades modernas; todas las formas posibles de autobombo, y etcétera y etcétera. Nadie parecía ruborizarse.
—¿Por qué no se volvió a casa?
—Porque se habría notado mucho, porque estaba en mitad de una fila, porque tenía ganas de probar el jamón y el vino que dieron al final… y porque me divierte observar estas cosas: me devuelven a la juventud. Nihil novum sub sole. Día de la marmota. No diga aburrimiento: diga gala. Pero dos cosas sí me gustaron: las actuaciones musicales y el discurso de Cristina García Rodero.
—El otro día tan generoso con Almágora y hoy tan ácido con La Tribuna: no hay quien lo entienda, don Juan.
—Es fácil entenderme: los de Almágora fueron originales y altruistas; los de La Tribuna absolutamente rutinarios e interesados.
—¿Interesados?
—Claro. Asistimos a una operación publicitaria, a un anuncio interminable.
—La prensa está en crisis: ha de esforzarse en vender.
—Es cierto: la prensa está en crisis. Esta semana lo hemos notado mucho: el reportaje del New York Times, Miguel Ángel Aguilar, el comunicado algo teatral de los editores. La gente no compra los periódicos.
—¿Por qué?
—Porque no los necesita, porque son caros, porque son malos, porque hay alternativas mejores o más baratas para informarse… No lo sé. Pero decían en mi pueblo que todos los cojos le echan la culpa al empedrado.
—Qué brutos los de su pueblo.
—Y muy precisos. Quiero decir que los que viven de vender periódicos deberían hacer autocrítica. La prensa en general es mala. Miren cómo titula La Tribuna la noticia de la gala del jueves: “Puesta de largo por los 25 años”. ¿Sabrán qué es —qué era— la puesta de largo? ¿Sabrán que el titular es ridículo porque nadie se pone —se ponía— de largo a los veinticinco años?
—Eso es una anécdota sin importancia: el redactor será joven.
—No es una anécdota; es un síntoma, un botón de muestra. Los que están dispuestos a pagar prensa escrita quieren buena prensa; si no, no la compran: se van a leer prensa mala, pero gratuita, en internet. El círculo vicioso —cada vez menos lectores, cada vez menos ingresos, cada vez menos calidad, cada vez menos lectores…— se cierra inexorablemente. Quien padece —aparte del bolsillo de los editores y las condiciones laborales de los periodistas— es la libertad de expresión. Nadie —las mujeres lo saben perfectamente— es libre si carece de independencia económica; como los periódicos no la tienen, porque no hay lectores, se echan en manos de las corporaciones —que pagan alabanzas o silencios con publicidad— o de los gobiernos —bien para adularlos, bien para chantajearlos—. Es decir, el diagnóstico del New York Times resulta plenamente acertado. En esta provincia lo sabemos muy bien.
Podríamos —y deberíamos— seguir hablando de la libertad de prensa, podríamos estudiar un ejemplo formidable de uso espurio de la libertad de prensa en el trato que dieron los medios de la provincia al aeropuerto de Ciudad Real; podríamos despreciar los periódicos que se fundan no para ganar dinero sino para ganar influencia… Otro día lo haremos. Ahora vamos a callarnos por respeto a las víctimas de los atentados de París.

jueves, 12 de noviembre de 2015

Lecturas de don Juan: Iñaki Uriarte

Diarios
(Segundo volumen: 2004-2007)
Iñaki Uriarte
Pepitas de Calabaza
Logroño, 2011


Don Juan tiene esa costumbre: si un acontecimiento o situación actuales le recuerdan a otros del pasado, busca a ver qué hicieron y qué dijeron los que estaban allí. La declaración de independencia del parlamento catalán le ha recordado al Plan Ibarretxe. ¿Se sitúan? Parece que fue hace un siglo. Gracias a Dios, no se ha cumplido ninguna de las sombrías premoniciones que muchos auguraban solemnemente. Todos los exaltados —y fueron plaga: en el ABC, en La Razón, en El Mundo, en La Gaceta, en la COPE...— se equivocaron. Tal vez porque no les hicimos caso estamos ahora bastante mejor que entonces. Pero don Juan no quiere ponerse hoy trascendente: dejémoslo para otro día.
El caso es que, buscando reacciones al Plan Ibarretxe, don Juan dio con el segundo volumen de los Diarios de Uriarte. Ya no buscó más: empezó a leer, el libro lo atrapó y se le fue la tarde en terminarlo; al día siguiente tomó el primer volumen y también lo volvió a leer entero. Y ya ha encargado el tercer volumen que, por unas cosas o por otras, no había comprado aún. Ya ven ustedes que la independencia catalana ha sido una bendición para don Juan.
Los Diarios de Uriarte se llaman así porque, seguramente, alguna vez lo fueron; es decir, en alguna época de la vida, Uriarte así parece que se comportan convencionalmente los diaristas— se sentaba todos los días —o casi— delante del ordenador o del cuaderno, ponía la fecha y escribía, un poco al tuntún, sobre lo que había hecho, lo que había visto, lo que había leído... Pero el resultado no es ese. En el proceso de conversión del diario íntimo en libro publicado, Uriarte ha cumplido una concienzuda tarea de selección y poda, de criba inmisericorde con harnero finísimo, que deja para el lector solo unos pocos fragmentos, despojados incluso del anclaje cronológico, pues ha desaparecido hasta lo único que hace que los diarios sean diarios: la fecha. Es decir, si hubo un collar ya solo quedan unas pocas cuentas, sin hilo que las junte.
Pero las cuentas son preciosas en su simplicidad, en la ausencia de énfasis, en la naturalidad de la prosa —tan transparente que no se ve, tan fresca que alivia— y muestran una cultura amplísima, horas de lectura, dominio —muy bien disimulado— del oficio de escribir, agudeza, ironía, comprensión y horror a cualquier dogmatismo. O sea, todo lo contrario de la oratoria y de la predicación.
Naturalmente, por razones que cualquiera puede imaginar, don Juan se ha acordado de los pecios de Ferlosio. Ferlosio no es ya el mejor escritor en lengua castellana: es Uriarte.
El primer tomo de los diarios abarca de 1999 a 2003; el segundo de 2004 a 2007; y el tercero —¡ojo: parece que no habrá más!—, de 2008 a 2010. El último cuesta catorce euros; los otros dos, quince cada uno.

domingo, 8 de noviembre de 2015

Almágora

No pude acudir el viernes a la presentación de Almágora porque tenía un compromiso social ineludible —la cena de jubilación de un amigo—. Don Juan sí estuvo: hoy viene contento. El aprecio de don Juan por la especie humana experimenta altibajos: unas veces —ahora, por ejemplo— se encumbra a las alturas de la admiración, otras se arrastra por los suelos cenagosos del desdén.
—Don Juan, ni lo uno ni lo otro: ya sabe aquello de “la virtud, en el punto medio”.
—Ojalá fuera fácil la sensatez de Aristóteles. Por lo común, la humanidad es borreguil, mezquina, ignorante, pérfida, olvidadiza…
—Parece usted el fariseo de la parábola.
—Con una diferencia: yo no me creo mejor que los demás. Ocasionalmente, sin embargo, la humanidad es libre, generosa, inteligente, buena, agradecida…
—¿Por qué esos vaivenes?
—No lo sé, amigos. Los seres humanos, de uno en uno, son cada cual de su manera, y lo son desde muy chicos: desde que terminan el bachillerato; luego cambiarán poco, de modo que casi todas las vidas individuales se nos muestran coherentes y previsibles: conversiones como la de San Pablo no abundan. Por contra, las sociedades me parecen plásticas y moldeables: si alguien las seduce y las entusiasma las puede llevar adonde quiera y, si no hay nadie que las despierte, se estancan en la ramplonería rutinaria y va cada uno a su avío.
—Entonces, lo de Almágora…
No me deja terminar. Le sale el entusiasmo a borbotones:
—Lo de Almágora es un pequeño milagro desde el mismo nombre. Querer reavivar el alma de Almagro y convertirlo en ágora donde todos tengan cabida y voz, y todo se pueda argumentar es un propósito estupendo. ¿No se han dado cuenta ustedes de que muchas veces Almagro parece estar mudo? ¿De que las cosas que ocurren, buenas o malas, no alcanzan repercusión ni para bien ni para mal? En algún momento he llegado a pensar que esta mudez estruendosa se debe a la sordera: los almagreños no hablan —civilizadamente, quiero decir; otra cosa es el balbuceo inarticulado, el griterío primitivo de la maledicencia y la murmuración, los lloriqueos pueriles— porque ni oyen ni atienden. Y si les llega en sueños, como un rumor distante, / clamor de mercaderes de muelles de Levante, / no acudirán siquiera a preguntar qué pasa.
—Exagera usted, don Juan.
—Exagero aposta. Quiero resaltar que estos muchachos —para don Juan todo el que tenga menos de sesenta años es un muchacho: yo mismo casi— de Almágora, con solo el entusiasmo, han conseguido crear una máquina que sacuda y despierte a los almagreños, que los seduzca, que les haga ver que lo que tienen es muy importante —porque es casi único— y que bien conocido y gestionado puede convertirse en mina inagotable. Y lo han hecho altruistamente. ¿Está justificado el entusiasmo?
—Habrá que ver cómo se desenvuelven.
—Habrá que verlo, sí. Pero, por lo pronto, llenaron la iglesia de Nuestra Señora del Rosario; la gente estuvo atenta y maravillada; el montaje fue espectacular; los objetivos quedaron clarísimos; la lección de historia que nos dio Hidalgo, inmejorable; hubo patrocinadores para el convite final y para cuidar de los niños mientras el acto; las autoridades prometieron apoyo; los comentarios que oí al salir, además de admiración, expresaban confianza…
—¿Nada le disgustó? Usted suele ser crítico.
—No. No me disgustó nada. Yo también salí entusiasmado. Los viejos, que acostumbramos a ser bastante escépticos, necesitamos cosas así: nos revitalizan. A mí lo de Almágora me reconcilió con la humanidad almagreña, no ya por los organizadores, sino por el público: Almagro estaba muerto y ha resucitado; estaba perdido y lo hemos encontrado.
—A ver si la sobredosis de entusiasmo le ha producido alucinaciones…
—Pudiera ser; no lo descarto. Tampoco lo lamento: si este arbolillo que plantaron anteanoche recibe los cuidados que merece, dentro de unos años podremos descansar bajo su sombra frondosa. Yo espero verlo. Espero ver restaurado el magnífico edificio de la iglesia que nos cobijó el otro día y espero ver cómo los almagreños, todos a una, conocen, protegen y mejoran el patrimonio. Y también que lo explotan bien y le sacan rendimiento.
—¿Qué cuidados hacen falta?
—Que muchos se sumen a este empeño, cada uno con lo que tenga: imaginación, conocimientos… o dinero. El que tenga dinero que ponga dinero —los empresarios, a cambio de publicidad; los hosteleros, a cambio de clientes—. Y que nadie atraviese obstáculos. Estos muchachos —vuelve a decir muchachos y la palabra rezuma esperanza— no se pueden desanimar.
El entusiasmo es contagioso pero volátil. Para espantar los pajarracos de la volatilidad pienso en la parábola del grano de mostaza. Decido también que mañana mismo me haré socio: solo son veinte euros al año.


jueves, 5 de noviembre de 2015

Lecturas de don Juan: 'La puerta de la infamia'

La puerta de la infamia
Crónicas del caso Marey
Antonio Muñoz Molina
Fundación Huerta de San Antonio
Úbeda, 2015


Este que hoy lee don Juan es un libro extraordinario desde muchos puntos de vista.
Primero, por el contenido: Muñoz Molina fue publicando las crónicas del juicio por el Caso Marey en El País diariamente. Y el resultado es espléndido —desde el mismo título, que se debe a Barrionuevo, por cierto: la visión de aquel sórdido episodio de nuestra democracia que fueron los GAL está aquí recogida con toda la exactitud que exige la crónica periodística y, además, con la potencia de conmoción que tiene la buena literatura.
Luego, por el asunto. Quizá a los jóvenes —¿incluso a algunos viejos?— eso de los GAL les suene lejanísimo. Sin embargo, sería bueno tenerlo siempre en la memoria, no ya en su turbia faceta delictiva, sino principalmente para recordar que la democracia no es troceable, que no tiene excepciones, y que, como dijo el clásico, la ruina de muchos comenzó por un pequeño asesinato al que no dieron importancia en su momento. Es decir, las reglas de la democracia se deben respetar siempre, y los buenos —o sea, los demócratas— no tienen nunca derecho a comportarse como los malos. Ni siquiera en el caso de que tal comportamiento fuera eficaz —ya sabemos que no lo es—: el fin no justifica los medios.
Y, sobre todo, por el propósito que persigue esta edición: el libro, materialmente, es precario, casero; pero los beneficios de la venta tienen un objetivo altísimo: allegar fondos para la Fundación Huerta de San Antonio, que tiene entre manos la restauración y recuperación de la iglesia de San Lorenzo de Úbeda. Toda la gente que interviene en la operación lo hace de manera altruista. A don Juan estas iniciativas le parecen dignas de elogio y le dan algo de envidia: en Almagro hay muchos monumentos que, literalmente, se hunden: ¿no cabría hacer una cosa así? Mañana, a las ocho y media de la tarde, se presenta Almágora en la iglesia de Santo Domingo, formidable y envilecida: ¿no bulle ahí el embrión de algo parecido? Ojalá.
El libro cuesta 16,60 €. Se puede comprar en

domingo, 1 de noviembre de 2015

Memoria del Terremoto de Lisboa

Se acordarán ustedes, generosos lectores: en el cumpleaños de don Juan hablamos de religión, del problema del mal en el mundo, de las fuerzas sobrenaturales que nos zarandean… Durante el barullo deshilachado de la despedida le dije a don Juan algo de la Misa del Voto: se desentendió de los adioses; me pidió detalles.
—Todos los años, el día 1 de noviembre, se celebra en Almagro una misa de acción de gracias a la Virgen de las Nieves porque las consecuencias del terremoto de 1755, aunque grandes, no fueran mayores, y para pedirle que nos evite otro trance igual. Acuden las autoridades y el pueblo llano; es una ceremonia solemne, de mucha devoción.
Luego le mandé la referencia del artículo que Arcadio Calvo, infatigable y benemérito buceador de archivos, publicó en El Cronista con motivo de los doscientos cincuenta años del seísmo. En él don Arcadio reproduce el acta del cabildo almagreño donde se cuenta lo que pasó y las medidas que se tomaron.
Pues bien, parece que a don Juan —cómo no— le picó la curiosidad, ha hecho algunas averiguaciones, y hoy vuelve al asunto como si todavía estuviéramos en la sobremesa de Navaltizón:
—Resulta difícil desprenderse de las creencias tradicionales porque el ser humano no es solo cerebro que piensa; también es pobre animal desvalido que necesita el calor de la comunidad. Si uno rechaza las convenciones y los ritos del grupo, se arriesga a convertirse en paria arrojado a las tinieblas exteriores.
—Y eso ¿qué tiene que ver con el terremoto?
—A mediados del siglo XVIII, las mejores cabezas de Europa habían descartado ya, por inconsistentes, los laberintos teológicos; pero, indecisos ante el abismo del desamparo y la incomprensión, se demoraban en el sucedáneo de la teodicea. El terremoto de Lisboa los empujó definitivamente al ateísmo: ¿cómo va a existir un Dios tan cruel que mate a los hijos más fieles y arruine hasta los templos donde se le rinde culto? E inmediatamente, una consecuencia positiva: si la causa del terremoto no es sobrenatural, habrá que esforzarse por encontrarle explicación natural. Es decir, la ciencia sustituyó a la creencia en la tarea de ir alumbrando lo que está oscuro.
—Parece que en Almagro no fue así.
—No. Almagro no era entonces la vanguardia europea del pensamiento: qué le vamos a hacer. Pero las autoridades, por lo menos algunas, le dieron a la gente la preceptiva dosis de narcótico religioso sabiendo muy bien lo que hacían. Además del documento que publicó el señor Calvo, hay un informe del conde de Benagiar, intendente de la Mancha —Almagro, como sabe todo el mundo, era entonces la capital de la intendencia o provincia— dirigido al conde de Valdeparaíso y del que luego mandó copia al obispo de Cartagena, gobernador del Consejo de Castilla, que, coincidiendo con el cabildo en la narración de los hechos, introduce algunos matices curiosos.
—Cuéntenos.
—La primera diferencia está en la prosa. La del escribano del cabildo es plana y burocrática; la del conde de Benagiar tiene muchos perifollos e ínfulas literarias. Pero, además, refiere anécdotas significativas: curas que se dejaron la misa a medias, un fraile que se arrojó por la ventana de la celda…
—¡Ahí se iban a estar!
—También cuenta las razones por las que trajo a la Virgen desde el santuario a la parroquia. Estas —saca un folio del bolsillo y lee:
Acordé también inmediatamente con la villa (atendiendo a la gran devoción del pueblo) para su consuelo desde su ermita traer a la Milagrosísima Imagen de Nuestra Señora de las Nieves, el día siguiente por la mañana, no solo a fin de que Su Majestad nos preservare del trabajo, sí también con la reflexión que reserva de tener el pueblo divertido en la campiña hasta que pasare la crisis de las 24 horas, deteniendo la solemnidad de la procesión todo lo posible para que no se entendiese el motivo flemático, que seguí a fin de no contristar más los ánimos que, algo quietos, sosiegan ya a la presencia de tan gran Patrona, a la que sigue el novenario en el templo de Madre de Dios; alternando las religiones con repetidas gracias, y continuadas misiones.
—Eso no significa que el intendente fuera un cínico.
—Claro que no. Pero parece que era hombre sensato y con buen sentido de la realidad.
—¿Y de dónde ha sacado usted el documento?
—De un libro estupendo disponible en internet. Pero los lectores de la comarca pueden consultarlo también en El Cronista, en un artículo exelente referido a Bolaños de don Julián Aranda, al que le debemos muy buenas investigaciones, y muy precisas, sobre Almagro y alrededores.
Cuando me vuelvo a casa, aún sopla un violento aire del nordeste como en aquel día fatídico de 1755.