domingo, 24 de noviembre de 2019

Revelasti ea parvulis

Hemos comido en el Patiejo, un restaurante cuyo nombre —solo el nombre— no acaba de gustarnos. La sobremesa y el día tan corto nos llevan, perezosos, a los brazos de la melancolía. Uno quisiera adormecerse en la tibieza del bar, arrullado por el ruido cada vez más lejano de los que juegan al dominó o, pasados de copas, disputan tercamente en la barra; echar un trago de cuando en cuando sin avidez y sin desfallecimiento; añorar dulcemente lo perdido, lo que pronto se perderá… Alguien, más joven o más inoportuno, interrumpe el sopor:
—Íbamos a hablar hoy del populismo y los Santos Evangelios, don Juan...
—¿A quién le importa?
—A nosotros: en ascuas nos tiene.
Varios lo miran entre asombrados e irónicos. Don Juan, consciente de que estamos en los amenes, acepta la invitación.
Confiteor tibi, Pater, Domini cæli et terræ, quia abscondisti hæc a sapientibus et prudentibus et revelasti ea parvulis.
—No es hora de sermones, don Juan.
—Usted lo ha querido.
—Adelante entonces.
—Si los cristianos fuéramos capaces de leer los Santos Evangelios libres de prejuicios…
—¿Es usted cristiano?
—Naturalmente. Católico, por precisar. Y usted.
—¿No se declara ateo?
—Ateo tibio. Pero la existencia o inexistencia de Dios es, a estos efectos, irrelevante: somos católicos porque, desde antes de nacer, vivimos empapados de catolicismo. No podemos escapar de la cápsula por más nos esforcemos. En consecuencia, entramos a los Santos Evangelios mediatizados por las antojeras del catolicismo.
—Desprendiéndonos de ellas…
—Veríamos que los Santos Evangelios constituyen un centón abigarrado de anécdotas más o menos interesantes de las que se extraen mensajes estrafalarios e incoherentes, paradójicos.
El conservador refuta:
—Mensajes sensatos y elevados: el amor al prójimo…
Non veni pacem mittere sed gladium.
—La predilección por los pobres.
Qui enim habet dabitur illi, et qui non habet, etiam quod habet, auferetur ab illo.
El conservador recula:
—No es posible hablar con usted, don Juan: siempre lleva el agua al mismo molino.
Don Juan le sonríe; prosigue:
—Si los Santos Evangelios parecen optar por los pobres no es tanto porque sean pobres, sino por ignorantes. A los pobres ignorantes —tómese la expresión en sentido literal: pobres, sustantivo; ignorantes, adjetivo especificativo— les traen una buena nueva sumamente consoladora: los sabios sabrán mucho, pero saben tonterías deleznables; vosotros, que sabéis poco, sabéis lo único que vale la pena saber.
—¿Qué consecuencias saca?
—Una fundamental: el antielitismo. Es decir, la prevención contra cualquier clase de saber racional y contra toda forma de cultura humanista, que uno se labra poco a poco, trabajosa, inacabable e imperfectamente; la exaltación de la fe —que se da revelada, de una sola vez, completa, gratuita y sin esfuerzo—, o sea, de la ignorancia, acaso también del fanatismo; y la certeza absoluta de que por tal camino iremos de cabeza al paraíso.
—Hombre, don Juan, que la iglesia es una sociedad jerárquica y elitista.
—Lleva usted razón: cuando el papa Francisco propugna pastores que huelan a oveja, aunque esté reconviniendo a sus pastores, está sobre todo recordando que en la iglesia hay pastores y ovejas. No le es preciso añadir que las ovejas nunca se alzarán a pastores; y que los pastores, por malos que sean, nunca descenderán a ovejas.
—¿Entonces?
—Eso no es cosa de los Santos Evangelios: vino luego; y, a partir de Constantino, se convirtió en una maravillosa maquinaria que todavía funciona admirablemente. La iglesia, mater et magistra en esos —¡en tantos!— asuntos, usa la doctrina evangélica como mejor conviene en favor de los que mandan. Dejando claro, eso sí, que es por el bien de los que obedecen y por el bien del mundo en general. Todas las organizaciones demagogas y populistas posteriores se han mirado en este espejo.
—Hoy está usted especialmente demagogo y populista —retintinea el escéptico.
—No lo creo. ¿Qué fue la Santa Inquisición, por ejemplo? ¿Para qué se creó el Index librorum prohibitorum?
—Para garantizar la pureza de la fe.
—Para garantizar la pureza de la fe, en efecto. O, dicho de otra forma, para espantar de los fieles la tentación de huir de la ignorancia mediante la lectura y el estudio.
—Pues ahora bien que se ocupan de la educación.
—De la educación, no de la enseñanza.
—¿Hay diferencia?
—A la iglesia le interesan los colegios privados sostenidos con fondos públicos —¡no les repugna la contradicción!— solo para el afianzamiento de las jerarquías sociales y su fundamento ideológico entre quienes aún no han ascendido a los peldaños más altos quienes ya están allí acomodados no precisan financiación púbica: la rechazan con asco. Y los padres que llevan a sus hijos a tales colegios lo hacen por idéntico motivo: aspiran a ascender de clase siquiera sea simbólicamente. El resto es secundario.

domingo, 17 de noviembre de 2019

Abrazos

—Llevaba usted razón, don Juan: han perdido el tiempo y nos lo han hecho perder.
—Y el dinero.
—Esa es, en efecto, la impresión de cualquiera: quizá estemos equivocados.
—No hay quien lo entienda, don Juan.
—Si leyéramos…
—Sabríamos. ¿Y qué?
—La literatura universal —en cualquiera de sus formas: mitología, épica, los cuentos infantiles, leyendas populares, la novela moderna, el cine— está plagada de héroes que deben concluir larguísimos viajes para averiguar que su destino estaba en el punto de partida. Sánchez e Iglesias serán héroes de esos.
—Don Juan…
—O zorras que esperaban conseguir uvas muy apetitosas de parra excesivamente alta: al ver que no alcanzaban, se resignan, ceden, incluso dirán que nunca les apetecieron. Así es la vida, así somos, de modo que no hagan sangre: bien está lo que bien acaba.
—¿Acaba?
—Confiemos en que acabe: lo han anunciado solemnemente y con abrazos emocionados —pensando acaso: «él sabe que le quiero, / que le odio con afecto y me es, en suma, indiferente...»—, luego tendrán todo atado y bien atado.
—No miente la soga en casa del ahorcado.
—¿Qué soga? ¿Quién es el ahorcado?
—Se burla usted, don Juan.
—Y peca de optimista.
—Si me burlo, no es de ustedes. Si peco de optimista, será porque deseo fervientemente lo que la inmensa mayoría de los españoles del montón: ojalá haya gobierno de una vez.
—A otros les ha escocido.
—Que se aguanten… o que propongan alternativas.
—Dijo usted el domingo pasado que hablaríamos de las provincias.
—Se me han quitado las ganas: lo provinciano cansa.
—Tómese un jerez más, que siempre ayuda.
—Las provincias —estas provincias de España— no han cumplido los dos siglos. Se concibieron, desde el punto de vista meramente administrativo, como herramienta del estado liberal para modernizar y mejorar el gobierno del territorio, acabar con estructuras arcaicas, controlar eficazmente a la población e ir extendiendo una nueva —completamente nueva— conciencia nacional.
—Y, sin embargo…
—El invento ha logrado éxitos sorprendentes y, al menos, un efecto secundario lamentable.
—¿Cuál?
—En principio por inocente metonimia, después con intención clara y tácita: ahí está el quid de manifestar la sumisión de los pueblos y pueblerinos a las élites que viven en la capital, se ha venido a confundir esta con la provincia entera; de modo que uno de Horcajo y otro de Albaladejo dicen, sin dudarlo, que son de Ciudad Real: no se dan cuenta de que le están vendiendo el alma al diablo.
—Exagera.
—Nada. Tomelloso, Villarrubia, La Solana, Valdepeñas, Malagón o Herencia son lo que son —poco o mucho— gracias a sus habitantes. Ciudad Real es lo poco que es gracias a la condición de capital exclusivamente. Pero tiene coartada, aunque falsa, eficacísima: ¿Que llega el AVE? Beneficia a la provincia. ¿Que traen universidad? Beneficia a la provincia. ¿Que montamos el aeropuerto más inútil del mundo? Beneficia a la provincia… Así andando, la provincia adelgaza —a Almagro le queda únicamente el papel de casco histórico de Ciudad Real—, la capital engorda… y todos contentos. Es decir, cada vez menos, cada vez más viejos, cada vez más ignorados e ignorantes, cada vez más alicortos: cada vez más dependientes.
—Don Juan…
—¿Les pongo ejemplo? Hace pocos días cierta amiga del Facebook replicó las novelas que, a juicio de Verne en noviembre del año pasado: cosas de internet donde nada muere ni se olvida mejor identificaban a cada provincia: entretenimiento bobo pero inocuo. ¿Adivinan cuál representa a la provincia de Ciudad Real? El puente de los soldados. ¿La conocen? Yo la leí en su momento —me interesó porque el primer personaje que sale es almagreño: le falta un hervor—; la recuerdo insignificante, tosca, mal editada… 
—Don Juan…
—Los de Verne, por supuesto, no leyeron la novela: se fiarían de alguien o dispararían al tuntún. Como dicen ahora, es lo que hay: la provincia no merece más.
—¿De haber buscado, hubieran encontrado?
—Eso no importa: no han buscado porque no es preciso buscar.
—Aun así…
El esplendor y la ira es cien veces mejor, o Asuntos internos, que comentamos aquí. Y ambas más recientes. Pero, repito, no importa. Importa constatar que la provincia y el provincianismo son malos: instrumentos de dominación —¿me permiten decir de alienación?—. Por eso las exalta Abascal: ¡ojalá en España hubiera trescientas provincias mansas y simples a las que engatusar con espejitos o cuentas de vidrio!
—Una se revela: Teruel Existe.
—Cuando la capital —pobrecita ella— se siente amenazada buscan un candidato en Valencia. Teruel, Soria, Cuenca… existirán. Albacete, Guadalajara o Ciudad Real, pongo por caso, todavía no: la capital prospera.
—¿Del populismo y de los Santos Evangelios no hablamos?
La semana que viene, si Dios quiere.

domingo, 10 de noviembre de 2019

Mientras se vota

Cuando se convocaron —automáticamente, por imperativo legal: es bueno que la ley mitigue la ineptitud humana— las elecciones, don Juan aseguró que no hablaría de ellas con nadie salvo con nosotros. Pero ni con nosotros ha hablado de las elecciones: se ve que el asunto —¡y a tantos!— le incomoda.
Hoy él ha votado temprano en Argamasilla; el resto, temprano igualmente, en Almagro; luego hemos quedado a comer en Manzanares, que está a la mitad del camino. Hemos tomado copas en un sitio húmedo y destartalado, detrás de la iglesia, entre ruidos de billares y música que no merece el nombre. Y ahí, en el lugar menos propicio, entre jóvenes abstinentes, la conversación sí ha venido al asunto del día:
—¿Qué pasará don Juan?
—No lo sé; me temo que habremos perdido el tiempo. O sea, los resultados copiarán poco más o menos los del 28 de abril; pero bastantes ciudadanos sentirán que estamos peor.
—¿Por qué?
—Porque el bloqueo se prologa, la confianza en los dirigentes mengua, y el futuro se oscurece. No es extraño que prosperen quienes desconfían de la democracia, tan engorrosa; los partidarios de sistemas simples y expeditivos: gobiernos fuertes de hombres fuertes.
—¿Vox, por ejemplo?
—Por ejemplo. En la campaña actual, además, han pulido y mejorado el mensaje: lo mismo que Le Pen, el nacionalismo que venden no es mera patriotería, sino escudo protector de los desamparados.
—Frente a enemigos que no lo son o que no están bien identificados. Y Le Pen es mujer —matiza el rojo.
—¿Qué importa eso? Ella es la mujer fuerte de la Biblia, longe super gemmas pretium eius. Y el que se siente desvalido o frustrado se echa en brazos del primero que le ofrezca salvación, aunque mienta. Mire dónde están los votantes franceses de la extrema derecha: verá.
—Entre tanto, los demócratas sin enterarse.
—O permitiendo que les siegue la yerba bajo los pies.
—¿Eso es lo más notable de las elecciones?
—Creo que sí. Pero a mí me han llamado la atención tres cosas.
—Cuente.
—La primera, que en Almagro no haya carteles de Unidas Podemos.
—Ellas se manejas en las redes.
—Quizá. Pero ¿qué trabajo les hubiera costado a Mariángela La Piana y sus secuaces venir a pegar un cartel o dos? ¿No vinieron en mayo a sisarles votos a los cismáticos? Por dignidad, para que sepamos que se acuerdan de los almagreños, deberían haber vuelto ahora.
—Con lo lejos que estamos —se burla uno.
—¿Qué votarán los cismáticos, don Juan?
—Me gustaría saberlo.
—¿La segunda?
—Que uno de los abajo firmantes, científicos sociales de universidades y organismos de investigación, del manifiesto contra determinadas prácticas de Vox sea Ramiro Ledesma Ramos.
—¿Quién es ese?
—Un fascista revolucionario de primer nivel, fundador de las JONS con Onésimo Redondo —¿se acuerdan? Aznar inauguraba el curso político en Quintanilla de Onésimo jugando al dominó con los lugareños: campechano que era el hombre—; lo expulsaron de la Falange en 1935; murió fusilado contra las tapias de un cementerio en 1936.
—¿Entonces?
—Que o los responsables del manifiesto no revisan las firmas o no saben quién fue Ramiro Ledesma.
—Hombre, don Juan: son académicos.
—Por supuesto; es decir, gente: unos más rigurosos y otros menos; unos cultos y otros de una amplia incultura general, si se exceptúa el estrecho campo de su materia. La academia —al menos, algunas academias— está hecha del mismo barro que este bar aproximadamente.
—¿Y la tercera, don Juan?
—Que Abascal defendiera en el debate a cinco tan enfáticamente las provincias y las diputaciones.
—¿Por qué?
—El provincianismo es un nacionalismo menor que no discute al nacionalismo mayor: que cabe muy cómodamente en él. Reivindicar las provincias frente a las comunidades autónomas es, pues, no solo inocuo para Abascal, sino tal vez provechoso: un gesto de complicidad hacia los provincianos, que sienten en el cosmopolitismo una amenaza incomprensible.
—Nosotros somos provincianos.
—Peor para ustedes. Pero de este asunto, complejo y matizable, que herirá susceptibilidades, que linda con la demagogia populista y, en consecuencia, con los Santos Evangelios, podemos hablar el domingo que viene.
—¿Habrá domingo que viene?
—Habrá aún cuatro o cinco domingos más, si Dios quiere.
La tarde se ha cerrado en agua: ya está oscuro. Es hora de volver a casa, de esperar a ver qué sale de las urnas: ojalá nos acostemos contentos. En la despedida alguien comenta que cierto amigo muy querido lleva tres o cuatro días hospitalizado por un percance doloroso. A medida que nos reponemos del sobresalto, va brotando en el grupo un sentimiento unánime: el deseo de que se recupere pronto. Por su bien y por el de toda la región. Ánimo, amigo.

domingo, 3 de noviembre de 2019

Blablacar

—Que nos vamos haciendo viejos, que ya lo somos, se nota a todas horas en multitud de detalles: solo pasan inadvertidos para el ciego que no quiere ver. Los más obvios se refieren, claro está, al cuerpo y la mente del interesado, y a su ubicación en el mundo acogedor —o no tanto — de los afectos y relaciones.
—Naturalmente, don Juan. Al que más y al que menos le duele algo, ve mal, es duro de oído, olvida las cosas, pierde amigos, lo llevan a una residencia…
—Eso es. Sin embargo, tan catastrófica riada —que acabará en la mar—, con ser muy deplorable, no es lo peor.
—¿Cómo que no? Termina en la muerte…
—Mueren también los animales y, antes, muchos sufren deterioro e invalidez.
—Vaya consuelo.
—Quiero decir que la muerte y sus trámites previos se dan por supuestos: grosso modo son naturales, meramente biológicos.
—Lo peor ¿qué es?
—Sin precisar demasiado, lo que concierne a ese territorio vasto y heteróclito que podemos llamar cultura.
—Precise, don Juan, precise.
—Se habla estos días de los daños que, por el cambio climático, causará la subida del mar.
—No veo la relación.
—Cosas similares han ocurrido a lo largo de la historia. Las marismas del Guadalquivir eran mar hace dos mil años; Cádiz, una isla, Ostia, el puerto de Roma…
—La tierra crecía, ahora mengua.
—Menguó en los periodos glaciales: a saber cuántas culturas se haya tragado el mar en los interglaciares.
—Insisto: ¿dónde está la semejanza?
—En que muy pocas veces los cambios han sido tan veloces que se percibieran en el curso de una generación. Por ejemplo, la manera de cultivar la tierra que nosotros conocimos había sobrevivido siglos y siglos con mínimas adaptaciones: en diez o doce años colapsó y se vio remplazada. Quienes en los años sesenta tenían la edad que tenemos vivieron aquello como una catástrofe: perdieron el mundo que daban por supuesto. Nos está pasando lo mismo.
—Exagera usted.
—Ni una pizca. A nosotros, que nos creemos integrados porque usamos la banca electrónica, sacamos entradas por internet o nos asomamos al Facebook, acaso nos engañe la apariencia de continuar dominando el mundo. Es un espejismo. Prueba: la timidez y desconfianza —inconfesables, por supuesto— que arrastramos en él. Conque los no integrados
—Todos nos vamos haciendo poco a poco a los cambios.
—No. Si los cambios anduvieran a nuestro andar, poco a poco nos haríamos; con la velocidad que llevan y las mermas que padecemos, no es posible. Piensen en la lengua. La lengua entiende y explica el mundo, y actúa eficazmente sobre él: dominar una lengua es poseer un mundo. ¿Comprenden ustedes la lengua actual? No me refiero al latín técnico de los especialistas y los pánfilos: ¿comprenden, es decir, usan cómodamente el cabifay, el erbiembí, el blablacar…?
—Hombre…
—Nuestra cultura muere.
—Hombre…
—Miren lo que dice el periódico: «Dimite otro diputado andaluz por cobrar viajes en blablacar». ¿Se les hubiera ocurrido a ustedes? Cuando hacían autostop, ¿alguien les cobraba? Cuando pudieron ustedes llevar autostopistas, ¿les cobraban? Si a ustedes los pillaran en un renuncio, ¿se excusarían diciendo que «así se reducen las emisiones de CO2»? ¿Dirían que «es necesario un debate público al respecto»?
—Hombre…
—Hombre, repito yo: nuestra cultura muere; otra viene arrasando: nos echa. Solo me consuela constatar que los seres humanos permanecen idénticos: hay listos y tontos, ruines y generosos. Aunque no lo parezca, el futuro premiará a los listos generosos y rechazará a los tontos ruines.
—No lo parece, en efecto: los tontos ruines del blablacar militan —o están inscritos, comprometa eso a lo que comprometa—  en los partidos nuevos.
—El tiempo recompensa el entrenamiento.
—¿Quién entrena aquí?
—Los partidos viejos. En un partido viejo nadie hubiera dado muestras tan ridículas de tacañería y estupidez: los cuadros pasan por las Nuevas Generaciones o por las Juventudes Socialistas, que algo enseñan: a ocultar los propios defectos y hasta las propias ambiciones.
—¿Es buena la hipocresía?
—Mientras impida cometer sandeces...
—Habría que discutirlo despacio.
—Otro día. Si lo hay…
El corro, que lleva tiempo notando en don Juan una sombra de abatimiento y desánimo, se alarma. Cada uno lo manifiesta a su manera. Alguien trata de espantar malos augurios.
—Lo habrá, don Juan. ¿Por qué no iba a haberlo?
—Mi hija se va; ha pedido el traslado. Ya saben: los hijos, las oportunidades…
—¿Y usted?
—Viviré en Navaltizón todavía.
—¿Cuándo la trasladan?
—En mes o mes y medio: antes de que acabe el año.
—¿Entonces?
—Iremos viendo.
Día de los Santos Finados —¿recordará alguien este nombre?— ayer, pienso entre mí que don Juan acierta: el mundo nuestro mundo: el que importa fenece. No se lo diré a nadie.