—Llevaba usted razón, don Juan: han perdido el tiempo y nos
lo han hecho perder.
—Y el dinero.
—Esa es, en efecto, la impresión de cualquiera: quizá
estemos equivocados.
—No hay quien lo entienda, don Juan.
—Si leyéramos…
—Sabríamos. ¿Y qué?
—La literatura universal —en cualquiera de sus formas: mitología, épica, los cuentos infantiles, leyendas populares,
la novela moderna, el cine— está plagada de héroes que deben concluir larguísimos viajes para averiguar que su destino estaba en el punto de partida. Sánchez e
Iglesias serán héroes de esos.
—Don Juan…
—O zorras que esperaban conseguir uvas muy apetitosas de parra excesivamente alta: al ver que no alcanzaban, se resignan, ceden,
incluso dirán que nunca les apetecieron. Así es la vida, así somos, de modo que
no hagan sangre: bien está lo que bien acaba.
—¿Acaba?
—Confiemos en que acabe: lo han anunciado solemnemente y con
abrazos emocionados —pensando acaso: «él
sabe que le quiero, / que le odio con afecto y me es, en suma, indiferente...»—,
luego tendrán todo atado y bien atado.
—No
miente la soga en casa del ahorcado.
—¿Qué
soga? ¿Quién es el ahorcado?
—Se
burla usted, don Juan.
—Y peca
de optimista.
—Si me
burlo, no es de ustedes. Si peco de optimista, será porque deseo fervientemente
lo que la inmensa mayoría de los españoles del montón: ojalá haya gobierno
de una vez.
—A
otros les ha escocido.
—Que se
aguanten… o que propongan alternativas.
—Dijo usted el domingo pasado que hablaríamos de las
provincias.
—Se me han quitado las ganas: lo provinciano cansa.
—Tómese un jerez más, que siempre ayuda.
—Las provincias —estas provincias de España— no han cumplido los dos siglos. Se concibieron, desde el punto de vista meramente
administrativo, como herramienta del estado liberal para modernizar y mejorar
el gobierno del territorio, acabar con estructuras arcaicas, controlar
eficazmente a la población e ir extendiendo una nueva
—completamente nueva— conciencia nacional.
—Y, sin embargo…
—El invento ha logrado éxitos sorprendentes y, al menos, un
efecto secundario lamentable.
—¿Cuál?
—En principio por inocente metonimia, después con intención clara —y tácita: ahí está el quid— de manifestar la sumisión de los pueblos y pueblerinos a las élites que
viven en la capital, se ha venido a confundir esta con la provincia entera; de modo que uno de Horcajo y otro de Albaladejo dicen,
sin dudarlo, que son de Ciudad Real: no se dan cuenta de que le están vendiendo el
alma al diablo.
—Exagera.
—Nada. Tomelloso, Villarrubia, La Solana, Valdepeñas, Malagón o Herencia son lo que son —poco o mucho— gracias a sus habitantes.
Ciudad Real es lo poco que es gracias a la condición de capital
exclusivamente. Pero tiene coartada, aunque falsa, eficacísima: ¿Que llega el
AVE? Beneficia a la provincia. ¿Que traen universidad? Beneficia a la
provincia. ¿Que montamos el aeropuerto más inútil del mundo? Beneficia a la
provincia… Así andando, la provincia adelgaza —a Almagro le queda únicamente el
papel de casco histórico de Ciudad
Real—, la capital engorda… y todos contentos. Es decir, cada vez menos, cada
vez más viejos, cada vez más ignorados e ignorantes, cada vez más alicortos:
cada vez más dependientes.
—Don Juan…
—¿Les pongo ejemplo? Hace pocos días cierta amiga del
Facebook replicó las novelas que, a juicio de Verne —en noviembre del año pasado: cosas de internet donde nada muere ni se olvida— mejor identificaban a cada provincia: entretenimiento bobo pero inocuo. ¿Adivinan cuál representa a la provincia de Ciudad
Real? El puente de los soldados. ¿La conocen? Yo la leí en su momento —me interesó porque el primer personaje que sale es almagreño: le falta un hervor—; la recuerdo insignificante, tosca, mal editada…
—Don Juan…
—Los de Verne, por supuesto,
no leyeron la novela: se fiarían de alguien o dispararían al tuntún.
Como dicen ahora, es lo que hay: la provincia no merece más.
—¿De haber buscado, hubieran encontrado?
—Eso no importa: no han buscado porque no es preciso buscar.
—Aun así…
—El esplendor y la ira
es cien veces mejor, o Asuntos internos,
que comentamos aquí. Y ambas más recientes. Pero, repito, no importa. Importa constatar que la provincia y el provincianismo son malos: instrumentos de
dominación —¿me permiten decir de
alienación?—. Por eso las exalta Abascal: ¡ojalá en España hubiera
trescientas provincias mansas y simples a las que engatusar con espejitos o
cuentas de vidrio!
—Una se revela: Teruel Existe.
—Cuando la capital —pobrecita ella— se siente amenazada buscan un candidato en Valencia. Teruel, Soria, Cuenca… existirán. Albacete,
Guadalajara o Ciudad Real, pongo por caso, todavía no: la capital prospera.
—¿Del populismo y de los Santos Evangelios no hablamos?
—La semana que viene,
si Dios quiere.
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