domingo, 25 de marzo de 2018

Cifuentes y don Juan Manuel

—¿Qué opina de Cifuentes, don Juan?
—Es muy bonito.
En la tarde aborrascada del Domingo de Ramos, entre los insaciables bebedores de botellines que aún infestan la plaza convertida en muladar, la respuesta de don Juan, aunque no debería, sorprende a los amigos. Lo miran expectantes; él sigue a lo suyo:
—Cifuentes es un pueblo de la Alcarria que conserva formidable castillo del siglo XIV mandado levantar por don Juan Manuel, aquel noble orgulloso y levantisco, nieto de rey, sobrino de rey, yerno de rey, suegro de reyes, abuelo de reyes, casi rey él mismo, poderosísimo, que fue también persona muy instruida y escritor excelente. El topónimo del pueblo es exacto y simbólico: a los pies del castillo y por los alrededores brota multitud de fuentes —cien— cuyas aguas confluyen hasta formar un río que desemboca en al Tajo.
—Don Juan, no se vaya por los cerros de Úbeda…
—No estaría mal ir ahora por los cerros de Úbeda, o por Úbeda misma, estupenda ciudad.
Algunos amigos desesperan:
—¿No lee usted los periódicos? Hablamos de la presidenta de Madrid.
—¿Doña María Cristina Cifuentes Cuencas?
—La misma.
Don Juan ha dedicado la vida a la docencia; ha procurado —no está seguro de haberlo conseguido— el máximo rigor científico; ha puesto en ella toda la decencia de que ha sido capaz: por eso este asunto le entristece; por eso querría eludirlo.
—Su caso me interesa poco; me interesa más la universidad.
—¿Por qué?
—Cifuentes no es la primera profesional de la política que hincha el currículo de manera heterodoxa. Limitándonos a la Democracia, desde Roldán a hoy no son pocos los que afirman haber cursado, por decir algo, estudios de ingeniería mecánica —dando a entender que obtuvieron el título— cuando quizá ni llegaran a matricularse.
—Cifuentes sí ha obtenido el título.
—Por eso me preocupa la universidad. Que un estudiante copie, falsifique notas, recurra a triquiñuelas para salir adelante… no es ejemplar, pero resulta comprensible: ha pasado siempre, pasa en todos los sitios, seguirá pasando mientras los seres humanos estemos hechos de barro. Ahora bien: que la universidad haya, como mínimo, mirado para otro lado decepciona mucho.
—También la universidad está compuesta de personas hechas de barro.
—Naturalmente. Sin embargo, deberían ser mejores que los demás puesto que, suponemos, han pasado filtros rigurosos hasta llegar a ella. Además, como toda institución, la universidad, consciente de la fragilidad de sus miembros, tendrá sistemas internos de control y vigilancia que dificulten los chanchullos. Y, en caso de que los controles y vigilancias fallen, habrá alguna manera de castigar ejemplarmente a los tramposos en cuanto sean descubiertos.
—Es muy optimista, don Juan —dice el cínico—. Parece que desconociera usted la plaga de clientelismos, endogamias, favores, colusiones, las plazas previamente asignadas, los tribunales de amigos; parece que ignorara las ocultaciones de tesis, los plagios, la explotación de becarios, los negros que investigan para el jefe; parece que habitara usted en otro planeta: ¡que es la Rey Juan Carlos, hombre!
Don Juan se sale por la tangente:
—Pues habrá que hacer algo.
—¿Por ejemplo?
—Lo ignoro; alguien con autoridad habrá que lo sepa y quiera ponerlo por obra. Mientras tanto, me permitiría aconsejar a Cifuentes que dimita, y que, una vez dimitida, mate sus ocios leyendo a don Juan Manuel: no obtendrá título, pero aprenderá.
—¿Leer?
—Leer no es pecado. Leer a don Juan Manuel es también útil y entretenido.
—¿Qué debería leer?
—Que empiece por el exemplo XXVI del Conde Lucanor que trata de lo que le pasó al árbol de la mentira; que siga con el XXXVII donde se cuenta el caso de un hombre que iba cargado de piedras preciosas y se ahogó en un río; que descanse un poco, medite, y continúe con uno muy gracioso, el XLVI, cuyo protagonista es un filósofo que “por ocasión entró en una calle do moraban malas mujeres”…
Don Juan toma un sorbo del jerez. Prosigue.
—Tampoco le estorbará el L: habla de Saladino y la vergüenza, madre y cabeza de todas las bondades. La vergüenza nos impide, por nuestro bien y honra, cometer ciertos actos aunque nos gusten mucho; por el contrario, no hay cosa tan mala y tan dañosa y tan fea como perder la vergüenza… Tal vez sea verdad.
—A lo mejor no está acostumbrada a darse estos atracones de leer, don Juan.
—Para el trabajo de fin de máster leería. De todas formas, por si se confirmaran los rumores del fuego amigo, al menos que no deje de echarle un vistazo al exemplo XIII: cuenta la historia de un hombre que cazaba perdices. Le viene al pelo.


domingo, 18 de marzo de 2018

¿Justicia o venganza? ¿Civilización o barbarie?

Una de las parábolas que más le gustan a don Juan es la del fariseo y el publicano que cuenta el evangelio de san Lucas: Duo homines ascenderunt in templum
—Conmueve la actitud del publicano, pero a menudo somos fariseos —dice don Juan.
—O sea, que creemos ser buenos y, ya puestos, mejores que los demás.
—Exactamente.
—¿Y es verdad?
—A veces. Si todo el que se cree bueno hiciera siempre el bien, la tierra sería un paraíso.
—¿De qué hablamos? —pregunta el despistado.
—De que, lógicamente, damos por hecha la maldad de los malos, pero nos desconcierta e incomoda la maldad de los buenos.
El despistado pide clemencia:
—Don Juan…
—Un ejemplo: mucha gente buena está pidiendo a voces la muerte de Ana Julia Quezada —pronuncien [kesáda], por favor—.
—La muerte no; la prisión permanente revisable —matiza el conservador.
—El sintagma ‘prisión permanente’ es sinónimo estricto de ‘cadena perpetua’; el adjetivo ‘revisable’ parece un mero añadido cosmético, vergonzante quizá, para tranquilizar a los buenos cuya conciencia acaso se remueva ante la pena de muerte.
—¿Pena de muerte?
—Sí; ¿qué es más inhumano: condenar a uno a muerte o condenarlo a que se muera —a que se pudra, les gusta decir a los buenos— en la cárcel?
—No se trata de humanidad; se trata de justicia: el que comete un delito cruel que pague una pena cruel —insiste el conservador.
—Cuando éramos animales pasaba así; a medida que progresa, con retrocesos y parones, la humanización —la civilización: remplazo de naturaleza por cultura—, pasa cada vez menos, gracias a Dios. Al principio se estilaba la venganza espontánea, cruda y terrible, con el propósito de infligir no un daño proporcional, sino el mayor daño. Más tarde, las religiones y los poderes políticos regularon la venganza, la institucionalizaron convertida en ley del talión: el código de Hammurabi o el Antiguo Testamento son buenos ejemplos; dice el Deuteronomio: Non misereberis eius, sed animam pro anima, oculum pro oculo, dentem pro dente, manum pro manu, pedem pro pede exiges. Los hititas, más prácticos, sustituyen —casi— venganza por compensación. Hoy, al menos en ciertos países, la venganza está descartada; en lugar de ello se refuerza la compensación a la víctima, y se procura la redención, reeducación y reinserción del victimario.
—Rara vez se logra: hay delincuentes cuya reinserción es sumamente improbable. Además, la pena debe, para ser justa, incluir castigo; y, para ser eficaz, servir de ejemplo. Por otra parte, en ocasiones, el dolor de las víctimas, porque es tremendo, no admite otra compensación sino la venganza —insiste el conservador.
Muchos asienten con la cabeza; miran a don Juan con interrogante reproche.
—Tiene que haber castigo —responde don Juan pausadamente—, claro; el castigo debe cumplir funciones disuasorias, cierto —aunque, a la vista está que la función disuasoria de las penas es poca: de lo contrario, delitos y delincuentes habrían pasado a la historia—. No obstante, la civilización impone que el castigo venga modulado por la proporción y la compasión, y limitado por la propia dignidad humana que ni el delincuente más abyecto pierde jamás.
—¿La compasión, la dignidad? ¡Como si Quezada hubiera tenido compasión o dignidad! —salta un ofendido.
—Ella es mala; nosotros buenos: recuérdelo. Si los buenos obramos lo mismo que los malos…
—¡Se hace justicia! —continúa el ofendido cargado de razón.
—O se retrocede a la barbarie.
—¿Y las víctimas?
—Hemos hablado aquí de las víctimas: un asunto peliagudo. Sabemos que el dolor de las víctimas de crímenes atroces es tan atroz que se hace inefable: no se puede entender ni comunicar. En consecuencia, de algún modo, las víctimas se tornan sobrehumanas, sagradas: a nadie, diga lo que diga, le es dado ponerse en su lugar. De modo que, en realidad, compensarlas es, como decía usted, imposible; y tratar de compensarlas con la venganza, aparte de imposible, bárbaro e inmoral. Ahora bien: les debemos respeto, consuelo, honor, acompañamiento en el duelo, dinero, lo que precisen.
—Y conviene aprovechar su experiencia.
—En absoluto. La experiencia de las víctimas, por extraordinaria e incomunicable, no sirve para nada: como su dolor es inmenso y las sitúa al margen de las experiencias comunes, seguir los consejos que pudieran darnos sería absurdo, inútil y probablemente pernicioso.
—Pues bien que las llevaron al Congreso el otro día, y hoy a Huelva —mete malilla el rojo.
—Hicieron mal quienes las llevaron e hicieron mal ellas por dejarse llevar. A las víctimas podemos perdonárselo todo: desde la ofuscación al deseo de venganza; quienes las pastorean, en cambio, merecen el reproche de que, siendo buenos, pretendan alentar la maldad atávica, biológica, del ciudadano corriente en beneficio propio. Espero que fracasen: significará que los españoles son mejores que ellos.
—¿Y el referéndum?
—La civilización no se somete a referéndum.

domingo, 11 de marzo de 2018

Heteropatriarcado

Dura —en todo el mundo, en toda España: miren cómo reculan quienes trataron de desacreditarlo— la resaca del formidable, acaso histórico, Día de la Mujer, y dura en la tertulia nuestra —ínsula extraña y mínima de viejos que ni damos lecciones ni queremos ruido— el eco de las últimas palabras de don Juan el domingo pasado: que abomina del heteropatriarcado, pero que no acaba de gustarle la etiqueta.
—¿Por qué, don Juan? —pregunta alguien como si no hubiera pasado una semana.
—Por dos razones principalmente: la primera, que, existiendo desde hace tiempo la palabra ‘patriarcado’ y estando bien estudiado y definido el concepto que designa, añadirle el elemento compositivo hetero- o es prescindible por redundante o encierra intenciones que hasta emborronan y perjudican lo que aparentan aclarar.
—Explíquenos eso, por favor.
—Sin entrar en precisiones científicas, llamamos patriarcado al sistema de organización social en que el poder está en manos de los varones, mientras que las mujeres desempeñan, a tal efecto, papeles subalternos. Durante la historia conocida de la humanidad, en nuestros días también, la inmensa mayoría de las sociedades han sido patriarcales aunque hayan existido diferencias de grado entre unas y otras en cuanto a la contundencia del poder masculino y, consiguientemente, de la opresión femenina: la sociedad española actual es más benigna que la de hace sesenta años —cuando las españolas, por ejemplo, iban aún tapadas como afganas—, pero nadie negará que los varones seguimos teniendo la sartén por el mango.
—El reparto de papeles entre varones y mujeres es natural, biológico: en los demás primates pasa lo mismo —dice el católico.
—Es posible. Pero si algo caracteriza a la historia humana es la capacidad de sobreponerse a los dictados de la biología. Se ha dicho innumerables veces: lo específicamente humano es la cultura, no la naturaleza. Por eso hemos aprendido a curar enfermedades incurables o bebemos vino en vez de agua.
—La naturaleza, o sea, el Creador establece límites infranqueables: las mujeres paren, por ejemplo —insiste el católico.
—Antes, con dolor; ahora, con la epidural —deja caer el rojo maliciosamente.
Don Juan responde al católico:
—Tales límites —unos más infranqueables que otros— se pueden manejar mediante pautas culturales: las mujeres paren, en efecto, pero ello no significa que estén destinadas exclusivamente a cuidar de los niños, los ancianos, los enfermos, los maridos, la casa.
Creo que la charla va camino de precipitarse en divagación. Lo advierto:
—Volvamos al hetero-, don Juan.
—Volvamos. Decía que es prescindible porque, obviamente, da poca información: la mayoría de los varones son heterosexuales, luego se usa para señalar otras cosas menos obvias.
—¿Por ejemplo?
—Para convertir las preferencias sexuales de los ciudadanos en elemento central de la organización social. Y, a partir de ahí, culpar a los varones heterosexuales, uno a uno y en conjunto, de todos los males del mundo. Se trata, como poco, de una exageración restrictiva: sobra lo de heterosexuales.
—Pero los varones homosexuales, las mujeres lesbianas, los transexuales, etc. padecen discriminaciones evidentes.
—Y los gitanos, los sordos, los albinos en África, los zurdos… Piense en los zurdos —un diez por ciento de la población humana, poco más o menos— y en la pareja de antónimos ‘diestro’ y ‘siniestro’: verá.
—Habrá que eliminar las discriminaciones.
—Naturalmente, pero no metiéndolas todas en el mismo saco: la discriminación femenina es universal, afecta a la mitad de la humanidad, a todas las clases sociales y grupos donde haya mujeres y varones… Ninguna otra desigualdad es comparable ni cuantitativamente ni por su repercusión en todos los asuntos de la vida, desde las mentalidades a la distribución de espacios en los restaurantes. Y, además, es previa e independiente de los sistemas económicos o políticos.
—¿Qué quiere decir?
—Que no es consecuencia del sistema capitalista ni de la democracia liberal burguesa: acabar con el capitalismo no acabaría automáticamente con la discriminación femenina, la democracia liberal ha sido el sistema político en el que se ha alcanzado el más alto grado de igualdad hasta ahora. Da algo de vergüenza insistir en lo evidente.
—Pues muchas —y muchos— piensan que sí es consecuencia del capitalismo y de la democracia liberal.
—Y se equivocan: la condición femenina no impide los errores ni vacuna contra la estupidez; el extremismo político tampoco.
—¿Insulta usted a las feministas?
—Dios me libre: la humanidad actual les debe mucho. Sin embargo, creo que en ocasiones ponen el acento en donde no debieran: se ha de lograr que todas las mujeres —todas: las listas y las tontas, las pobres y las ricas, las gitanas y las payas— puedan hacer, con absoluta naturalidad, cualquier cosa que hagan los hombres con absoluta naturalidad. Cuando hayamos logrado eso, ya iremos viendo.
—¿Y la otra razón, don Juan?
—Se me hace tarde. Quédese para mañana.

  

domingo, 4 de marzo de 2018

El amor y la huelga feminista

La tertulia está partida en tres: los amigos incultos atienden al fútbol de la tele y, absortos, se exaltan o se abaten alternativamente sin solución de continuidad; los cultos lamentan las muertes de Forges y de Wagensberg como lamenta uno que se vaya la luz cuando más falta hace; el resto habla del tiempo esperando la lluvia. Las charlas serpentean desganadas, rozan la desafección creciente hacia los catalanes —que se me antoja imprudente y peligrosa—, la marcha de la Virgen a su retiro de verano, o la lástima —eso dicen algunos a quienes acaso les gustaría enmendarle la plana al Creador— de que tanta agua fluya desperdiciada al mar; y hay pausas y silencios en los que solo se oyen los suspiros e interjecciones de los futboleros. Pero la cosa cambia en cuanto sale la Huelga Feminista del jueves que viene: entonces la tertulia se convierte en una olla de grillos en la que ya no hay lluvia, ni muerte, ni fútbol, ni Virgen de las Nieves ni nada de nada.
—¡Es una huelga contra el amor! —clama el católico.
—Será contra el sexo —responde irónico el rojo.
—Contra el amor, contra el sexo y contra el orden natural de las cosas: contra los hombres —replica el católico.
—Eso es. ¡Si hasta Lola Cabezudo, que es una anciana apacible, dice que las mujeres deben infundir miedo…! Miedo ¿a quién? A nosotros, naturalmente: ¡dónde iremos a parar? —apoya el conservador.
—Y, encima, una huelga elitista… —se burla el rojo.
—Claro que es una huelga elitista; de actrices, pintoras y gente así: desocupadas.
El rojo, copa en mano, derrocha sorna:
—Por eso las señoras y señoritas del Partido Popular, de tan populares que son, no la apoyan: ese día tendrán que acudir al tajo si quieren comer.
Don Juan, que ha estado pendiente de la discusión sin entrar en ella, interviene por fin cuando los ánimos amenazan con salirse de madre:
—Hablemos del amor —dice plagiando a Raphael.
Se hace el silencio; lo miramos con interrogante asombro; tememos que empiece a chochear:
—Aquí hemos hablado a menudo del amor —continúa impasible—: del amor literario y del amor como fuego que inflama la vida de gozo y acerca a la tapia del paraíso. Pero hay otro tipo de amor, por lo menos: el sentimiento que impulsa a muchos a postergar las propias preferencias e intereses en beneficio de los demás.
Sin saber muy bien adónde querrá ir, el católico arrima el ascua a su sardina:
—El amor al prójimo que predicaba Nuestro Señor Jesucristo: la manifestación del amor que debemos a Dios.
Don Juan no hace mucho caso. Prosigue:
—Quizá. Pero ¿se han parado ustedes a pensar que esa forma de amor tal vez pudiera ser una construcción cultural al servicio de los varones?
El asombro evoluciona a estupor; el católico se remueve en el asiento; continúa don Juan:
—Educadas en la abnegación, las mujeres —por amor a los demás; o sea, padres, hijos, esposos, Dios— han sido a lo largo de la historia poco más que servidoras de intereses ajenos, dejando los suyos de lado: papel meramente ancilar, aunque imprescindible, eso sí, para que la sociedad —esta sociedad, quiero decir— sobreviviera.
—Hombre, don Juan, exagera usted: nosotros queremos y respetamos a las madres, a las hijas, a las esposas; no las consideramos siervas. Y, a lo largo de la historia, los hombres, han procurado sustento y protección a las mujeres.
—Ahí está la trampa: en la división de papeles donde unos ponen poco y mandan, mientras las otras ponen mucho y obedecen. Nosotros amamos y respetamos a nuestras madres, esposas e hijas, precisamente porque son nuestras madres, esposas e hijas. Veríamos lo que pasaba si no se resignaran a eso.
Algunos piensan ya a estas alturas que don Juan desvaría. Él remacha:
—Salvo excepciones —reinas, monjas, mujeres de talento excepcional— las mujeres que en el pasado no aceptaban el papel subalterno han padecido amargas represalias. En el último siglo, desde las sufragistas hasta hoy, las cosas han cambiado mucho y muy rápido en Occidente, pero no hemos llegado al final: quedan los coletazos agrios del machismo en forma de violencia sexual o de brecha salarial, cada vez más visibles y odiosos por anacrónicos. Y quedan, mucho menos visibles, las trampas del amor.
—O sea, que apoya usted la huelga.
—Sí.
—Y que abomina del heteropatriarcado.
—Naturalmente, aunque no me guste la etiqueta. Pero de esto deberíamos tratar más despacio: de las exageraciones, inconsistencias, simplificaciones, arribismos, hipocresías, generalizaciones, modas y frivolidades que se esconden bajo esa tan amplia capa que ahora todo lo tapa. Luego.