domingo, 28 de mayo de 2017

Por fin se acabaron las 'primarias'

Les prometí hace tiempo, misericordiosos lectores, que no escribiría nunca más de terrorismo; tan solo, si alguna vez oyera algo original del asunto, lo recogería aquí con suma prudencia; pero es muy difícil: la maldad inútil que causa dolor ajeno sin provecho propio, la cobardía de pillar al enemigo descuidado, la falta absoluta de justificación, la estupidez de matar por la patria, por la religión, por lo que sea, la locura de matarse a sí mismo para alcanzar el paraíso… las reacciones desmesuradas o insensatas, los exabruptos, las muestras sensibleras y cursis de pésame, el aprovechamiento político, la ignorancia periodística que llama ‘inmolación’ a lo que es mero suicidio por intoxicación de fanatismo… Todo está dicho y repartidas las culpas más o menos arbitrariamente por el colegio de especialistas en la equidistancia, que, de no estar creado, debería crearse. De modo que, digan lo que quieran —y hoy dicen de Mánchester—, me salgo de la conversación.
También me saldré de aquí en adelante si soban de nuevo las primarias socialistas: qué pesadez. Hoy ya iba a estrenar el propósito, pero lo que expone don Juan acaso interese:
—De las primarias del PSOE se pueden sacar innumerables conclusiones, unas mejor fundadas que otras; quizá deberíamos resaltar una cosa tan obvia que pocos reparan en ella.
—Díganos.
—Que en la política no cuentan los hechos sino las opiniones, y que para forjar opiniones es más útil y rápido apelar a los sentimientos o a los impulsos primitivos que al prudente uso de la razón.
—Lo sabíamos: Trump, Le Pen y otros populistas lo han demostrado con creces. Incluso han tratado de vestirlo con ropajes dignos: eso de los hechos alternativos, por ejemplo.
—No es preciso llegar a tanto, porque los extremos siempre parecen caricaturas.
—¿En qué nos fijamos entonces?
—En Pedro Sánchez. Muchos de quienes hoy lo adoran abominaban de él hace un año.
—Naturalmente: lo echaron abajo de mala manera.
—He ahí la clave: aparecer como víctima. Ahora bien: si Sánchez era en septiembre torpe, inculto, flojo, cándido, autoritario, ahora no puede ser diestro, culto, firme, sagaz, demócrata…
—Pentecostés está próximo —ironiza el descreído.
—Los militantes socialistas no han esperado a que llegue para creer en la milagrosa transformación: simplemente, de una forma muy humana aunque irreflexiva, se han puesto del lado de la víctima frente a los verdugos.
—Bien hecho —tercia el vehemente.
—Si se tratara de justicia, tal vez; pero se trata de utilidad. En las primarias los socialistas han juzgado con rectitud el pasado; no sé si han mirado al futuro.
—¿Cuánto durará el idilio de las bases con el líder? —pregunta alguien.
—Eso no importa todavía. Importará cuando llegue el otoño: una vez concluidos los congresos y agotada la tregua veraniega, vendrá la terca realidad a imponer sus razones. ¿Estará Sánchez a la altura? Si conserva las cualidades que tenía hasta septiembre, no; si se ha trasmutado en un personaje nuevo, quizá sí. Me alegraría mucho lo segundo.
—Ya sabemos que no le gusta Sánchez, don Juan. Sin embargo, ¿eran mejores los otros?
—De ninguna manera. El Partido Socialista nos ha propuesto un trío nada atractivo. Acaso López, y solo por contraste, superaba un listón que no se erguía hasta las nubes, sino que rozaba la yerba. ¿Es que no hay nadie en el PSOE con más enjundia? ¿Tampoco con más valor? Quiero creer que los habrá, pero por timidez u otras causas no se nos han mostrado.
—A veces me asombra su ingenuidad, don Juan.
Él sonríe; pone cara de inocente:
—La ingenuidad es un potente somnífero; si se adoba con algo de resentimiento, es también un alucinógeno estupendo.
—Don Juan, explíquese.
—Los socialistas llevan un ramalazo levantisco que viene desde el instante de la fundación del partido: por eso no han congeniado nunca con los comunistas, obedientes y disciplinados. En la elección del secretario general se ha podido observar: todos los militantes estaban al cabo de la calle de que ganaría Sánchez, porque se trataba más de fastidiar al aparato que de elegir a un líder capacitado. Como a muchos eso no les parece una actitud muy inteligente, se han tomado con gusto el brebaje que mezcla resentimiento e ingenuidad y la alucinación inmediata les ha hecho ver en Sánchez una antología de virtudes. Por eso, y porque no había mucho donde elegir, lo han votado: no por méritos ni cualidades —escasos, salvo que se cuente en ellos la tozudez— ni por ideología —tan insustancial como la del resto—.
—¿Es usted pesimista?
—Sí; pero daría algo valioso por equivocarme.


domingo, 21 de mayo de 2017

Lanza digital

Ya sabemos que a don Juan lo invitan —y él acude— a muchos sitios que para los demás contertulios son inaccesibles. ¿Por qué lo invitan? Lo ignoro. ¿Por qué acude? Nos lo explica:
—Porque tengo tiempo, por saludar a antiguos amigos, porque nada me resulta más interesante que observar la reunión de un buen grupo tribal de seres humanos…
—¿Qué es eso de tribal? —pregunta el despistado.
—Grupos cuyos miembros, como los de una tribu, tienen algo en común: oficio, extracción social, aspiraciones, afición, ideología… Da lo mismo que sean científicos en un congreso, amigos en una fiesta o socios de la peña barcelonista: el comportamiento se parece siempre al de una horda de chimpancés.
—Claro: somos parientes; pero explíquenos el parecido.
—En estas reuniones, una vez cumplidas las formalidades del ritual, los participantes se dedican al acicalamiento mutuo; y, mediante maniobras de aproximación, saludos, gestos, risas, conversaciones, se establecen jerarquías, centros y periferias, grupos y subgrupos, quedan elementos marginados…  
—Si es siempre lo mismo, ¿por qué le interesa?
—Porque cambian los individuos.
—Entonces, lo que llama usted observación se parece bastante a lo que el resto de la gente llamamos cotilleo.
—No. El cotilleo, si acaso, vendría luego: cuando yo les contara a ustedes maliciosamente el resultado de la observación.
—¿Nos lo va a contar?
—¿Qué nos tiene que contar? ¿De qué hablamos? —pregunta otra vez el despistado.
—Don Juan estuvo el otro día en el acto del Lanza —le digo por lo bajo.
—Sí: estuve en la presentación del nuevo Lanza digital.
—O sea, en el entierro del Lanza de papel —apunta el conservador.
—En efecto. Por desgracia, pero acaso inevitablemente, el diario Lanza ha dejado de publicarse en papel. Algunos intervinientes dijeron que, pronto o tarde, les va a pasar a todos los periódicos.
—Mal de muchos…
—Es una enfermedad generalizada —don Juan elude el refrán— de la que ya hemos hablado aquí otras veces. Los periódicos en papel tienen un futuro oscuro y tormentoso, y no serán pocos los que desaparezcan. Para mí es triste, pero eso carece de importancia: a los jóvenes, que se nutren de información digital, les da lo mismo. El Lanza, además, era una anomalía.
—¿Una anomalía?
—Durante años el Lanza ha sido el único y el último periódico convencional cuya propietaria era una institución pública: la Diputación de Ciudad Real. Y de esta anomalía se han derivado varias de las dolencias que lo han llevado a la defunción: ya las analizaremos más adelante.
—¿Está usted en contra de los medios públicos?
—No: los medios privados están en contra de los medios públicos; yo, en cambio, no tengo nada contra ellos siempre que se desempeñen con criterios profesionales. Es decir, que no sean la voz de su amo, ni cuenten con una plantilla de mentalidad funcionarial.
—¿El Lanza ha funcionado así?
—Les he dicho que lo analizaremos más adelante. Lo que sí ha hecho el Lanza es llevar información y darla de lugares adonde los demás no llegaban: no está mal.
—¿Y la edición digital?
—No me gustan los periódicos digitales: la única virtud que tienen es la inmediatez, que, menos en caso de catástrofe, emergencia o acontecimiento extraordinario, no es ninguna necesidad. Y, en general, están hechos a la ligera e irreflexivamente. Ahora bien, si esta es la moda… Confío en que el Lanza digital no sea peor que otros.
—Don Juan, cuéntenos el acto.
—Sin pretensiones. Hubo demasiados discursos, como siempre, y demasiado largos: de la diputada responsable, de la directora, de la alcaldesa de Ciudad Real —¿por qué?, del portavoz del gobierno de la Junta y del presidente de la Diputación. Nada del otro jueves, salvo el del portavoz.
—¿Bueno?
—Impertinente, confuso, pedante, tópico, propagandístico, interminable… Que Dios se lo perdone.
—Es usted duro.
—Él no tuvo compasión de los sufridos asistentes, que ya llevábamos un buen rato de pie. Encima, empezó con una de esas frases que Internet atribuye tan pronto a Buda como a Cristo, a Einstein o al papa Francisco. A partir de ella mezcló la universidad —y su magnífico rector— con el cambio climático, lo urgente con lo importante, el gobierno de García Page con las nuevas tecnologías… me pregunté si no se estaría confundiendo de acto.
—¿Quiénes eran los asistentes?
—Las autoridades civiles y militares —o sea, los mismos que asistieron a la gala de La Tribuna—, políticos en activo o amortizados, algunos intelectuales, periodistas… faltó el Partido Popular, mezquino como siempre en esta provincia de ustedes.
—¿Y luego?
—Dieron buen vino, se formaron corros, a algunos se les soltó la lengua… Ya les contaré.
Y nos deja con la miel en los labios.


domingo, 14 de mayo de 2017

'Ida y vuelta'

Don Juan deja en la mesa el último libro de Alfonso González-Calero. Mientras pide el café me atrevo a hojearlo: menos de cien páginas, toda la franciscana sencillez de la Biblioteca Añil, y —eso no lo esperaba— un manojo de poemas.
—Me lo ha hecho llegar el autor —dice don Juan—; bien que se lo agradezco. Yo tampoco sabía que fuera poeta.
—¿Qué le parece?
—Una sorpresa, una lección y un libro excelente.
—Concrete, don Juan.
—La sorpresa mayor es que, a estas alturas de la vida —la suya y la nuestra—, nos hayamos enterado de que Alfonso González-Calero es poeta, y de los buenos. Pero hay otras: por ejemplo, que firme el libro con los dos apellidos.
—Tiene madre Alfonso; todos la tenemos: ¿cuál es la sorpresa? —suelta alguien por lo bajo.
Don Juan se hace el sordo:
—Acaso la presencia del apellido materno —un García como hay tantos— sea el homenaje agradecido, pudoroso, a la persona que le inculcó las aficiones literarias: le preguntaremos.
—¿La lección?
—González-Calero es modesto: no habrá querido dar lecciones; sin embargo, en el libro hay una implícita que sirve para bastantes poetas: la poesía debe ser una actividad paciente y reflexiva. La inspiración ha de ir seguida del trabajo; el trabajo no siempre producirá de inmediato los frutos deseados: será preciso esperar, tachar, reescribir y, numerosas veces, desistir, o sea, romper lo escrito y tirarlo a la papelera. El buen poeta es buen lector de poesía; por lo tanto, leerá sus poemas como lee los ajenos; pero, si en la lectura de los demás le está permitida la indulgencia, en la lectura de lo propio no cabe ninguna. El poeta es —ojalá— antólogo de sí mismo: selecciona, desecha y nos muestra únicamente lo mejor. Así, González-Calero, que ya disfruta de la jubilación, publica ahora la cosecha escasa y sustanciosa de treinta años de labor poética: apenas sesenta poemas. 
—Hombre, don Juan, ¿hace falta llegar a viejo para publicar poesía?
—No: hace falta ser autocrítico.
—¿Por qué es un buen libro?
—Quedándonos en las meramente técnicas, por muchas razones. Una es consecuencia de la autocrítica: contiene poemas mejores y peores, pero ninguno malo. Otra: la estructura del libro y la disposición de los poemas está muy bien pensada y responde a criterios que conseguiríamos averiguar a poco que nos pusiéramos a ello, es decir, no se trata de una mera colección ni, como se ha dicho algo a la ligera, de un diario poético aunque casi todos los poemas estén datados. Tres: el sistema de puntuación y de mayúsculas no es caprichoso: tiene que ver con las intenciones expresivas, que cambian a lo largo del libro. Una más: tampoco son decorativos los epígrafes ni obedecen al exhibicionismo lector por más que se detecten muchas lecturas y ecos —de Ángel Crespo o Valente, por ejemplo— conscientes y selectos. Otra: los poemas rehúyen las modas dominantes en la poesía española de cada momento, y no encontramos rastro de los tópicos omnipresentes en la poesía manchega: mérito enorme que le agradezco como lector ahíto —ironiza don Juan—. ¿Quieren más?
—Diga.
—Esta de regalo: hay algún poema político y apenas se nota. En resumen: un libro importante —merecería estudio detenido—, entre los mejores que se han publicado últimamente en estas tierras. Y, desde luego, a partir de ahora cuenten a Alfonso González-Calero García en la nómina de los poetas y sitúenlo en la parte de arriba del escalafón.
—¿No le pone ningún pero?
—Pocos y de poca importancia: me chocan las distintas maneras de fechar, que superponga cursivas y comillas, y la tilde en Espriú...
Hace una pausa:
—El prólogo no está a la altura.
—¡Es de Corredor Matheos!
—Sí, pero pertenece a la especie de prólogos parafrásticos.
—¿Qué es eso?
—Un recurso —plaga, en realidad— muy usado y cómodo para salir del paso: no se estudia el libro ni se explica ni se aclara, tal vez se lea a la ligera; se entresacan algunos versos y se traducen en prosa ampulosamente: cualquier alumno de la ESO espabilado llegaría a lo mismo.
—¿Algo más?
—Una anécdota. Amazon ilustra nuestro libro con la foto de otro Ida y vuelta: el del falangista Antonio José Hernández Navarro, que cuenta sus andanzas en la División Azul. Hernández Navarro —algún viejo se acordará— fue de los pocos procuradores en Cortes que votó contra la Ley para la Reforma Política. Del tal libro hay edición reciente —en Actas: dónde mejor— a cargo de Carlos Caballero Jurado, comprovinciano de ustedes bien conocido en determinado círculo. No sé yo si es buena compañía.


(Alfonso González-Calero García. Ida y vuelta (Poemas 1985-2015). Almud, Ediciones de Castilla-La Mancha. Toledo. 2017. Quince euros)

domingo, 7 de mayo de 2017

El Cristo

Don Juan tiene un concepto deportivo de la discusión; acepta y se somete escrupulosamente a las normas de la dialéctica; respeta al rival: procura entenderlo; nunca desea hacer sangre. Don Juan evita a los tramposos, a los brutos, a los necios; no terquea, no pontifica, no habla de lo que ignora; rechaza las porfías arrabaleras en donde los argumentos son garrotazos y las palabras puñaladas… Don Juan no querría arrimarse al avispero del Cristo de los dominicos.
—Don Juan, la polémica está en la calle. Díganos algo.
A regañadientes, responde:
—De la polémica sé lo mismo que ustedes: que ojalá no se envenene. Del fondo del asunto, muy poco.
—¿Cuál es el fondo?
—La propiedad del Cristo. Resulta evidente que los dominicos no cuentan con documentos que se la adjudiquen: si dispusieran de ellos, ya los habrían enseñado. Pueden acreditar —eso sí, y solo eso la posesión continuada e indiscutida del Cristo los últimos sesenta y dos años. Almagro —signifique aquí la palabra lo que signifique— tampoco cuenta con documento ninguno; es más, bastantes almagreños se enteran ahora de que el Cristo existe: desde hace casi dos siglos apenas ha estado a la vista y no cabe argumentar que la imagen sea objeto de devoción especialmente arraigada…
—Quizá los historiadores nos alumbren: algo habrá escrito —supone un optimista.
—Que yo sepa, nadie se ha ocupado del Cristo, nadie lo ha estudiado. Tan solo Maldonado padre se refiere a él en dos ocasiones. En el libro Almagro, Cabeza de la Orden y Campo de Calatrava dice que pertenecía a las monjas franciscas; que estas, al abandonar el convento cuando la desamortización, se lo “entregaron” a la familia Aparicio; y que la familia “lo conservó en su casa del Arco de Valenzuela” hasta que se llevó al convento de los dominicos en 1955. En el programa de la feria de 1979 precisa que “un miembro de la familia y fraile dominico, el padre Ramón Fernández Aparicio, lo llevó a su convento de la Asunción Calatrava, donde recibe culto actualmente”; y añade que “esta verdadera historia” se la contó don Manuel Aparicio Huertas y que le dio “los detalles de todo ello por escrito”.
—Luego es de los dominicos…
—Habría que ver el escrito de don Manuel Aparicio; quizá Maldonado hijo lo conserve.
—Maldonado hijo contradice a su padre —nos ilustra un asiduo visitante de las redes sociales—. El otro día escribió en Facebook que el Cristo estuvo en el Arco de Valenzuela hasta la Guerra, que de allí fue retirado por la familia del padre Ramón Fernández —“nadie se opuso ni presentó título alguno de propiedad”—, que Ramón Fernández lo heredó legítimamente —recalca legítimamente— de sus padres y, como fraile, lo entregó a la orden, su legítima heredera.
—Mucho insiste en la legitimidad —observa el descreído.
Don Juan elude la observación:
—Ellos sabrán, pero en estas cosas me fío más del padre que del hijo, cuya versión, encima, es menos favorable a los frailes: “retirar” el Cristo de su sitio quizá estuviera justificado por la Guerra, pero no devolverlo al acabar…
—De la Guerra también habla Galán.
—Y no muy atinadamente. Galán saca a colación un asunto por completo extemporáneo —el de la iconoclasia roja durante la Guerra Civil— que, sin embargo, señala el terreno cenagoso en que acaso embarranque la cuestión: reyerta a navajazos entre católicos fervientes y ateos fervientes revestidos ambos de sus peores ropajes.
—¿Qué ropajes?
—Los de clericales y anticlericales, o sea, los de la adhesión irracional a posturas mutuamente excluyentes y con idéntica y recíproca voluntad de exterminio. Que se llegara hasta aquí era previsible, pero que fuera por culpa de un responsable político no me lo esperaba.
—Galán parece hombre impetuoso y de razonamientos nada sutiles.
—¿Qué gana sobrepasando al Partido Popular por la extrema derecha, echando sal en heridas abiertas todavía? Durante los primeros meses de la Guerra se destruyó abundante material religioso y se asesinó concienzudamente a numerosos católicos; ahora bien: ¿determinan tales salvajadas la propiedad del Cristo?
—No. Tampoco mentar a quienes reposan aún en las cunetas.
—Pues entonces Galán nos ha mostrado a las claras su verdadera posición política: después, que venga a pedir votos moderados.
—¿En qué parará esto, don Juan?
—A saber. La inmensa mayoría de los almagreños es gente sensata; los dominicos lo serán igualmente; no estorbarían unos gramos de mesura, delicadeza y generosidad. Pero si los ultras acuerdan embestirse…