domingo, 29 de abril de 2018

Sentencia la manada

Llamo a don Juan para comentar la sentencia de la Manada —no sabe uno si de cerdos o de hienas—, que a mí, pobre ignorante en cosas de leyes, me choca. Don Juan, de puente en Madrid, primero corrige:
—En las democracias no se juzga a grupos, sean bandas u orquestas; se juzga a ciudadanos individuales, libres, cada uno responsable de sus propios actos.
—Es el nombre que se dan a sí mismos los sujetos estos, don Juan.
—Qué importa cómo se nombren y cómo se sientan. Para nosotros son ciudadanos que no pierden la dignidad ni aunque se empeñen; como ciudadanos, se les ha de juzgar con garantías, respetando sus derechos; y, tras la condena —no venganza—, se les ha de procurar la reeducación y reinserción social.
—Ya lo sé, don Juan, pero en caliente…
Don Juan no insiste; pregunta:
—¿Por qué le choca la sentencia?
—Porque la comparo con otras, y porque los propios jueces reconocen que la mujer sintió agobio y desasosiego y que por eso adoptó una actitud de sometimiento.
—Los jueces —lo hemos comentado aquí— viven en otro mundo.
—Pero tendrán madres, hermanas, mujeres, hijas…
—Las cuales llevarán vida morigerada y no estarán expuestas a esta clase de contingencias.
—¿Qué quiere usted decir?
—Lo que le he dicho: que los jueces viven en otro mundo.
—Explíquemelo.
—La mayoría de los jueces vive en un mundo de jueces al que se accede tras superar filtros que no son meramente técnicos, sino que conllevan la asunción de determinados valores a los que, en conjunto y sin afinar demasiado, podríamos calificar de tradicionales.
—¿El machismo, por ejemplo?
—Claro. El machismo implica dos cosas; la primera es obvia: los machistas creen que la mujer está sometida al varón y desempeña en la sociedad papeles subalternos; la segunda deriva de la anterior: los machistas creen que la mujer tiene vedados ciertos comportamientos, sobre todo en el terreno de la moral sexual. Por eso, aunque la conducta de quienes integran la Manada les repugne, les repugnará más —les resultará inconcebible— que una mujer se suelte el pelo en los sanfermines: si lo hace sabe a lo que se expone.
—Hay juezas también.
—En este tribunal, una de tres. Pero es cuestión menor: muchas juezas en cuanto se visten la toga se convierten en jueces: es decir, asumen el conjunto de valores arcaicos asociados al cargo.
—No me convence, don Juan: ¿sordos los jueces al sentir de la sociedad?
—Unas veces están sordos y otras oyen demasiado. Están sordos a la gente común, nos miran por encima del hombro; quizás eso explique, en parte, el contenido de la sentencia. Sin embargo, en lo que respecta a los de su clase, abren los oídos de par en par.
—¿Por ejemplo?
—Por ejemplo, cuando se ofenden sus creencias religiosas: tiéntese usted la ropa antes de decir nada inconveniente de cofradías, santos, dogmas, etc. Por ejemplo, cuando se ofenden sus creencias políticas: la unidad de la patria y eso. Por ejemplo, cuando se juzgan delitos que la mayoría de la gente no puede cometer: prevaricación, cohecho, tráfico de influencias, financiación irregular, apropiación indebida. Por ejemplo, cuando hay jueces pillados en algo turbio…
—Tiene usted poca fe en la justicia.
—En absoluto. Sé, simplemente, que los jueces son seres humanos cuyas decisiones vienen moduladas por los mismos condicionantes que modulan las decisiones de los demás: como usted y como yo, cada juez lleva a cuestas un buen saco de prejuicios; ahora bien, no son los mismos que los nuestros, porque su mundo —su visión del mundo— no es el mismo que el nuestro.
—Pero existen las leyes, don Juan.
—Las leyes constituyen solo uno de los factores —no siempre el más importante— que influyen en las decisiones de los jueces. Por otra parte, las leyes son, por propia naturaleza, interpretables, y de interpretarlas vive en España una multitud de individuos más o menos capaces, más o menos íntegros, más o menos rigurosos. Además, no siempre será fácil ajustar la realidad a los moldes de la ley, lo que añadirá complicación al asunto.
—Poco hueco deja usted al optimismo.
—No me chupo el dedo. No debería chupárselo la sociedad. Por supuesto, los jueces de Pamplona han decidido en conciencia, según su leal saber y entender, ejerciendo la independencia —quizá incluso exagerándola, para sustraerse a la voluble y evanescente opinión pública— que les reconocen la Constitución y las leyes… Por supuesto, la sociedad debería ocuparse de que los jueces se parecieran más a ella.
—¿Cómo?
—Otros sabrán. Pero las manifestaciones de estos días quizá signifiquen que la sociedad está dejando de chuparse el dedo.


domingo, 22 de abril de 2018

Día del Libro (y de la infamia)

Qué inútil hacer previsiones. Esperaba yo una tarde plácida y culta hablando del Día del Libro; me doy cuenta enseguida de que la conversación discurrirá por cauces menos sosegados: puede que se desmadre en agitadas torrenteras que acaso produzcan daños o desentierren olvidados cadáveres. Nada más sentarnos, sin dejar que se aposen las menudencias del saludo, alguien pregunta:
—Don Juan, ¿qué le parece lo de ETA?
—Nada.
—¿Nada?
—Para la sociedad española ETA lleva muerta y enterrada muchos años. La pantomima que representarán dentro de unos días carece de importancia. Pero me preocupan tres cosas: que la prensa sí le esté dando importancia, de modo que un hecho banal y ridículo…
—La prensa es miope, don Juan: ve bien de cerca; de lejos, ni gota —apunta el escéptico.
—Lleva usted razón: no insistiremos. La segunda cosa es que, por disolverse y pedir perdón de forma más o menos sincera, ETA —el conglomerado progresivamente difuso de patriotas vascos— se gane las simpatías de la gente como si nos estuviera haciendo un favor, y de la derrota militar pase a la victoria sentimental e ideológica; es decir, que se imponga en el País Vasco —y en ciertos españoles buenos: UGT y Comisiones, por ejemplo— la vía catalana, mucho más sutil, ya que la brutalidad cruda ha fracasado. Los mismos objetivos con distintos métodos: se aprecian síntomas.
—¿Cuáles?
—Los señores obispos vascos, sin ir más lejos. Ellos, los buenos por antonomasia, son clara señal de la que se avecina.
—A los obispos nadie les hace caso —dice un ingenuo.
—Ojalá fuera cierto; por desgracia, no lo es. La actitud de la jerarquía católica —y de muchos feligreses rasos— respecto al terrorismo ha sido calculadamente ambigua. El comunicado de anteayer, melifluo y equívoco, indica que vuelve la burra al trigo: pedirán reconciliación, pero querrán decir excarcelación y supremacía.
Nos quedamos pensando. Uno al que el País Vasco y Cataluña le pillan lejos nos devuelve a la tierra:
—Del aeropuerto sí nos dirá algo.
—El aeropuerto, aunque cansa, colea todavía. Una nube de ineptos, de aprovechados, de crédulos, de catetos, de prudentes se abatió sobre nosotros: los efectos de la granizada persisten. Qué hartura.
—Identifíquelos.
—Ineptos, sobre todo los políticos, a los que engañaron brillos de oropel, y los que pusieron el dinero —nuestro dinero: aún lo estamos pagando—: ¿se acuerdan de alguno? Yo sí.
—Era un aeropuerto privado: el primer aeropuerto privado de España, decían.
—Ahora hablaremos de los crédulos: inclúyase usted. Inepta, la prensa, por cuyo papel en este asunto debería pedirnos perdón con el mismo dolor de los pecados que ETA: ¿se acuerdan de periodistas, periódicos, radios entusiastas? Yo sí. Aprovechados, los promotores e inversores que sin poner ni un euro propio promovieron e invirtieron el dinero del ciudadano de a pie; ¿se acuerdan de alguno? Yo sí. Aprovechados, los que se beneficiaron de conexiones turbias para ocupar puestos de relumbrón excelentemente remunerados: ¿se acuerdan de alguno? Yo sí. Aprovechados, los políticos que salieron en todas las fotos y se escabulleron en cuanto vinieron mal dadas: ¿se acuerdan de alguno? Yo sí. Crédulos, los concejales y alcaldes de los pueblos, que vieron maná donde había farfolla; ¿se acuerdan de alguno? Yo sí. Catetos, los que acudieron en procesión a ver el milagro y se embobaron con cierta cabalgata de Reyes; ¿se acuerdan de alguno? Yo sí. Prudentes, los que sabían que aquella era una idea insensata que no podía acabar bien y se callaron; ¿se acuerdan de alguno? Yo sí. En fin: una tristeza perdurable, porque quedan ineptos y aprovechados; ¿conocen a alguno? Yo sí.
—Hombre, don Juan, habría quien se portara bien.
—Que recuerde, tan solo los ecologistas —así los llamaban despectivamente. Los pobres recibieron palos abundantes, pero salvaron la dignidad de los demás: yo se lo agradezco.
—¿Qué se podría hacer?
—Se me ocurren dos maneras de terminar esto sin avergonzarnos: una, dinamitar el engendro, llevarse lejos los escombros, dejar que allí críen en paz las avutardas; la otra, cubrirlo de cemento igual que Chernobil —pues es un Chernobil extremadamente tóxico y declararlo Monumento Nacional a la Estupidez y la Codicia y Memorial de los Ominosos Tiempos en que nos Creímos Ricos. No vendría mal incorporarle una lista de estúpidos y codiciosos: sería larga.
—¿No hablamos de libros?
—El otro día estuvo por aquí don Juan Manuel. Lean ustedes el exemplo XXXII del Conde Lucanor.
—¿De qué va?
De lo que contesçio a un rey con los burladores que fizieron el paño. No olviden que nosotros éramos el rey y que no tuvimos ningún negro para advertirnos que andábamos desnudos. A los burladores pónganles el nombre que mejor les cuadre.

domingo, 15 de abril de 2018

14 de Abril

Desde que nos recuerdo en la tertulia el rojo siempre llama Puente de la República al fin de semana de mediados de abril. Hay quien todavía se solivianta —pero acepta de buen grado que nos convide— y quien participa encantado. Al rojo le da hoy por la historia virtual:
—Si la República hubiera corrido mejor suerte, por estas fechas habría un puente largo. Los españoles celebrarían la fiesta en la playa o en la feria de Sevilla, y las autoridades —banda tricolor terciada— presidirían desfiles y echarían discursos. ¿No es preferible la fiesta nacional en primavera que en diciembre?
El culto precisa:
—La Fiesta Nacional se celebra el 12 de octubre; con la República lo celebraríamos también; en diciembre, igual que ahora, celebraríamos el Día de la Constitución, aunque no el 6: el 9.
El escéptico baja los humos:
—Quienes denuestan el régimen del 78 denostarían el régimen del 31: clamarían por la Tercera o Cuarta República; nosotros estaríamos aquí bebiendo y denostando el máster de Cifuentes… Y las tres fiestas quedarían demasiado cerca de otras religiosas —la Semana Santa, el Pilar, la Inmaculada— como para sobresalir.
El rojo no se rinde:
—Con la República la religión —un asunto privado— se estaría en las iglesias; la educación sería una cosa seria. De modo que nadie sacaría títulos fraudulentos, y por estas fechas —se corrige— no habría un puente largo, sino las vacaciones escolares de la República o de la Primavera, en vez de las vacaciones de Semana Santa.
—¿No saldrían las procesiones? —pregunta sonriente el católico.
—Habiendo obtenido la autorización correspondiente, es posible, porque el artículo 27 de la Constitución las seguiría permitiendo; pero es más probable que a estas alturas, pasados casi noventa años, de las procesiones no se acordara nadie.
—La religión es el alma del pueblo: dijera lo que dijera Azaña, los españoles perseveraríamos firmes en la fe.
Primero el rojo se aplica al sarcasmo; luego al matiz; por último, a la exageración y el Macallan:
—¡Tal que ahora! Además, Azaña no habló de los españoles: habló de España, o sea, de las instituciones. Y en nuestros días asombra la llamativa paradoja de que los españoles hayan dejado de ser católicos mientras ciertos ministros y ministerios aún lo son al modo tridentino.
Don Juan entra en la conversación prudente y apaciguador:
—Desde luego, la democracia española actual no es peor que la republicana, si estuviera vigente.
—¿Cómo lo sabe?
—Porque no es peor que las democracias europeas contemporáneas. Ahora bien, acaso la educación —la “instrucción pública”, que se decía entonces de forma modesta y práctica— se apreciara, acaso los españoles fuéramos más cultos, acaso tuviéramos universidades prestigiosas… Por supuesto, la influencia de la iglesia sería poca, no habría centros concertados, el Tribunal de Garantías Constitucionales nunca se hubiera revolcado en el ridículo teniendo que decidir sobre la segregación de sexos en las escuelas…
—Luego la democracia sería mejor.
—Otros defectos tendría, y bastantes de los problemas que tenemos. De todas formas, en la vida de las personas como en la de los pueblos, no hay que perder mucho tiempo fantaseando melancólicamente sobre lo que pudo haber sido y no fue. Bastaría con que esta democracia del 78 reconociera como suya a la del 31: no sería locura ni extravagancia festejar oficialmente el 14 de abril, porque fue el día más luminoso, alegre y esperanzado de la historia española.
—Hasta que se torció.
—Se torció la República como sistema político, no como ilusión y anhelo de libertad, paz, igualdad, justicia, cultura… Mírenos celebrándola.
—Una ilusión ilusa —se burla el conservador.
—Una ilusión alta y noble de cualquiera que aspire a la felicidad propia y ajena: las ilusiones no se cumplen nunca del todo, pero orientan la vida, le dan sentido.
—La República acabó en un baño de sangre.
—La República fue liquidada mediante un baño de sangre. Sin embargo, es cierto que la República democrática, liberal, reformista e integradora tuvo pocos entusiastas: la sensatez no despierta entusiasmos. Acabaron siendo mayoría los extremistas, que sí entusiasman.
—Entonces ¿celebramos el 14 de abril y olvidamos lo que hubo después?
—No. Lo que hubo después lo explicamos: convendría establecer y explicar ciertas “fechas de la memoria” de las que pudiéramos aprender algo; convendría enterrar dignamente a los que yacen indignamente esturreados; convendría honrar a todos los que murieron o penaron por sus ideas, y abominar de quienes los mataron o les hicieron penar por sus ideas... Pero esa es otra historia: hoy limitémonos a festejar el limpio júbilo del 14 de abril.
Y brindamos. Brinden ustedes con nosotros, amigos lectores: están invitados.

domingo, 8 de abril de 2018

Massiel, los negros y los gitanos

Por viejos, en la tertulia miramos con frecuencia al pasado. Este año, al cumplirse medio siglo de otro rodeado ya de una aureola mítica, lo haremos más aún. Hoy, en el prólogo perezoso y deslavazado, mientras vamos sentándonos y pidiendo el café y las copas, alguien se acuerda de Massiel, que el 6 de abril de 1968 ganó Eurovisión con una canción del Dúo Dinámico, de música sofisticada, letra sesuda y puesta en escena alegre y faldicorta:
—Aquello, no lo negaréis, fue una inyección de autoestima: por fin, desde el gol de Marcelino, teníamos algo de que presumir.
—¡Mira de lo que presumíamos! —viene el escéptico con el cubo de agua.
—Pero tuvo su gracia —concede don Juan—. España cabalgaba eufórica en la cresta del desarrollismo, abrazada a los brillos de la modernidad —la emigración, el turismo, la construcción desaforada, los seiscientos, la televisión—, enterrando apresuradamente y sin lágrimas una cultura rural vieja de siglos, pero sintiéndose distinta todavía —Spain is different, ¿recuerdan?—; de modo que lo de Massiel fue un gran éxito. Y, encima, obtenido democráticamente: mediante votos, aunque fueran points. Nos querían los europeos por fin.
—Votos acaso no tan limpios; letra que no se pudo interpretar en catalán; cantante escogida de rebote…
—Claro. La realidad es compleja y variada: dos días antes de Eurovisión mataron a Luther King —dice inopinadamente alguien.
Lo miramos asombrados; hay un momento de silencio; interviene don Juan:
—Casi todos los españoles se entusiasmaron con Massiel, pero muchos se quedaron atónitos y tristes con la muerte de Luther King.
—¿No pillaba demasiado lejos?
—Las grandes figuras de la historia —Martin Luther King lo fue— nos interpelan siempre y nos seducen a menudo: un hombre valiente, un orador formidable, una causa justa, un movimiento pacífico y multitudinario, un asesino improbable, marginal, chapucero… ¿Quién no llora a un héroe?
—También tenía defectos.
—¿Que pecaba de gula y de lujuria? Qui sine peccato est
—Los españoles de entonces, viendo las discriminaciones que padecían los negros en América, presumían mucho de estar libres del pecado de racismo.
—¿Y les tiraban piedras a los americanos?
—Los despreciaban por racistas.
—Con la boca chica sería: aquí había negros que no vivían precisamente en la opulencia.
El conservador se sobresalta un poco:
—¿Negros?
—Los gitanos, por ejemplo. Hoy es el Día Internacional del Pueblo Gitano: quizás no hayáis reparado en ello —el rojo habla con sorna.
—Había y hay gitanos —interviene don Juan—, que padecían y padecen discriminaciones abundantes: nosotros tampoco estamos libres de pecado, pero siempre cabe matizar.
—Matice usted.
—Los gitanos españoles son apenas el uno por ciento de la población; los negros americanos se acercarán al quince. Entre los blancos y los negros de América ha habido desde el principio una relación de dominio obvio y feroz, la cual ha implicado un contacto asiduo. En España, gitanos y payos han formado grupos separados que, en general, solo ocasionalmente entablaban una relación epidérmica, a veces simbiótica, a veces parasitaria. Las cosas no han cambiado mucho.
—¿En España o en América?
—En ninguno de los dos sitios. En ambos, la situación es mejor en muchos aspectos, pero sin acercarse al ideal. En América la discriminación persiste, pese a haber desaparecido las leyes que la consagraban y aunque haya habido un presidente negro. En España continúa la vida en mundos separados, los recelos e incomprensiones mutuos, y es impensable que vayamos a ver un gitano en la Moncloa: ni de jardinero.
El conservador se atufa:
—Para jardineros no valen: los gitanos son unos delincuentes que no quieren integrarse. Mire lo que pasó aquí en el centro de salud el otro día, mire lo de Madrid.
Afortunadamente, pocos le prestan atención.
—Es posible que no valgan para jardineros. Los gitanos han llevado vida nómada y libre; han proporcionado a los payos cosas que los payos no sabían o no querían hacer: les lañaban lebrillos y orzas, les vendían canastas o borricos, pero no trabajaban para ellos a cambio de salario. Ya no lañan, tapizan; no venden canastas, sino calzoncillos; y se avienen mal a los horarios y actividades regladas: son creativos, artistas.
—Ahora se hacen médicos y abogados —el rojo ve la botella medio llena.
—Muy pocos; las mujeres, menos aún. Sin embargo, a la escuela van. Teniendo en cuenta que hace cincuenta años ni estaban empadronados, es un avance.
—¿Qué hacemos?
—Pregúntenles a los reformadores sociales —se sacude las moscas—. Quizá, esforzarse en derribar prejuicios; respetar los rasgos culturales, respetar la realidad; huir del optimismo; aprender de la historia; y, mirando a los Estados Unidos, copiarles lo bueno y evitar los errores.

domingo, 1 de abril de 2018

Iglesias peronistas (del séptimo día)

Don Juan ha pasado la Semana Santa en Madrid, adonde no había vuelto desde enero. Aunque ya no viva en ella y la visite de tarde en tarde, Madrid sigue siendo la ciudad que más le gusta de todas las que conoce: no es monumental ni bella, pero es cómoda; se puede ir a todas partes andando y, si no, dispone de una red de transporte público impecable; tiene alguno de los mejores museos del mundo; buenos cines y teatros, buenas librerías y bibliotecas; parques excelentes, bares, restaurantes…
—Casinos, gimnasios, chinos por legión, aceras alfombradas de heces perrunas, tascas fétidas, los ministros y ministerios del reino, glamur manchego... —deja caer el cínico por lo bajo.
Luego, ya en voz alta, pregunta con retintín:
—¿Esta publicidad la paga el ayuntamiento, don Juan?
Don Juan mira por encima de las gafas. Sonríe. Prosigue:
—Pero, sobre todo, es una ciudad variada y tolerante: allí conviven, sin excesivos conflictos, gentes diversas, y se pone poco interés en indicarle a nadie lo que debe hacer o con qué se ha de identificar.
—¿Carece de identidad?
—No: tiene bastantes, y casi ninguna excluyente.
—Pues no faltan banderas en los balcones —apunta el rojo.
—En muchos barrios no hay ninguna; y, en donde más hay, hay menos que en Lisboa, Nueva York, Londres o Barcelona, por ejemplo.
El rojo insiste:
—Lo de la convivencia sin conflictos habría de precisarse.
—Naturalmente. Ahora bien, no he negado que existan conflictos: he dicho que no son excesivos en comparación con lo que se ve en París o Roma, sin ir más lejos. ¿Quiere una prueba? La muerte del mantero de Lavapiés, a pesar de las innumerables torpezas, se ha digerido más que aceptablemente.
—¿Qué ha hecho en Madrid, don Juan? —pregunta alguien que no tiene el cuerpo para debates.
—He ido de librerías, he paseado, he visto a los amigos… El jueves quedé con uno cerca de las Ventas, crucé andando el barrio de Salamanca —vacío: estarán en los yates— hasta Manuel Becerra; como llevaba tiempo y hacía buena mañana, me senté a leer el periódico en un banco del parque de Eva Duarte: me dio un vuelco el corazón al ver lo de Iglesias en la Argentina.
—¿Qué le pasa a Iglesias? ¿Qué le pasó a usted?
—Iglesias se proclama hoy peronista con el mismo desparpajo con que ayer se proclamó otras cosas: no me alarma. Lo que me alarma es la ignorancia de la historia de España. Cualquier viejo le podría decir que el parque donde yo leía el periódico se llama así desde mediados del siglo XX; que el nombre se lo puso el alcalde de entonces —franquista, obviamente: José Moreno Torres—; y que, al ponérselo, reconocía e intentaba pagar la deuda que Franco había contraído con Perón.
—¿Deuda?
—Tras la Segunda Guerra Mundial, las potencias vencedoras aislaron a Franco; el régimen pasó serias penalidades; sin embargo, el franquismo sobrevivió en buena medida gracias a que Perón, entre 1946 y 1949, fue generosísimo en el suministro de alimentos. Por eso en el parque hay un monumento a Eva Duarte —Santa Evita— que está siempre limpísimo, a menudo con flores, y en el que han dejado placas personajes de interés. Por eso una calle importante de Madrid se llama General Perón. Por eso, cuando Perón fue derrocado, encontró en Madrid refugio seguro. Por eso vive todavía en Madrid la segunda mujer, María Estela Isabelita Martínez, que también fue presidenta —sucesora por defunción— de la Argentina…
—O sea, que proclamarse peronista es proclamarse franquista —ironiza el conservador.
—No te precipites —salta el rojo—;  en el peronismo caben muchas ideologías: mira los Montoneros…
—Los de Ni votos ni botas, fusiles y pelotas: tampoco parecen gente muy recomendable —vuelve el conservador a la ironía.
Don Juan, por una vez, se inclina hacia el conservador:
—No sé si proclamarse peronista ahora es proclamarse franquista; sí sé que hace setenta años todos los franquistas eran peronistas. Y que lo característico del peronismo es, justamente, su capacidad para aglutinar gentes, sensibilidades e ideologías dispares, y modular unas u otras según le vaya conviniendo. Es decir, lo característico del peronismo es su esencia populista: tener una cara y una palabra para cada ocasión. El peronismo es el populismo por antonomasia. No extraña, pues, que Iglesias se declare peronista, o sea, oportunista: está en su ser.
—Le falta el nacionalismo —el conservador insiste en la guasa.
—Iglesias será nacionalista español en cuanto sople viento propicio.
—¿También se echará una esposa que, viuda y vicaria, lo remplace —ojalá falten muchos años— cuando Dios lo llame de este mundo a su presencia?
—Pudiera ser.
—Menos mal que Madrid lo aguanta todo.