domingo, 1 de abril de 2018

Iglesias peronistas (del séptimo día)

Don Juan ha pasado la Semana Santa en Madrid, adonde no había vuelto desde enero. Aunque ya no viva en ella y la visite de tarde en tarde, Madrid sigue siendo la ciudad que más le gusta de todas las que conoce: no es monumental ni bella, pero es cómoda; se puede ir a todas partes andando y, si no, dispone de una red de transporte público impecable; tiene alguno de los mejores museos del mundo; buenos cines y teatros, buenas librerías y bibliotecas; parques excelentes, bares, restaurantes…
—Casinos, gimnasios, chinos por legión, aceras alfombradas de heces perrunas, tascas fétidas, los ministros y ministerios del reino, glamur manchego... —deja caer el cínico por lo bajo.
Luego, ya en voz alta, pregunta con retintín:
—¿Esta publicidad la paga el ayuntamiento, don Juan?
Don Juan mira por encima de las gafas. Sonríe. Prosigue:
—Pero, sobre todo, es una ciudad variada y tolerante: allí conviven, sin excesivos conflictos, gentes diversas, y se pone poco interés en indicarle a nadie lo que debe hacer o con qué se ha de identificar.
—¿Carece de identidad?
—No: tiene bastantes, y casi ninguna excluyente.
—Pues no faltan banderas en los balcones —apunta el rojo.
—En muchos barrios no hay ninguna; y, en donde más hay, hay menos que en Lisboa, Nueva York, Londres o Barcelona, por ejemplo.
El rojo insiste:
—Lo de la convivencia sin conflictos habría de precisarse.
—Naturalmente. Ahora bien, no he negado que existan conflictos: he dicho que no son excesivos en comparación con lo que se ve en París o Roma, sin ir más lejos. ¿Quiere una prueba? La muerte del mantero de Lavapiés, a pesar de las innumerables torpezas, se ha digerido más que aceptablemente.
—¿Qué ha hecho en Madrid, don Juan? —pregunta alguien que no tiene el cuerpo para debates.
—He ido de librerías, he paseado, he visto a los amigos… El jueves quedé con uno cerca de las Ventas, crucé andando el barrio de Salamanca —vacío: estarán en los yates— hasta Manuel Becerra; como llevaba tiempo y hacía buena mañana, me senté a leer el periódico en un banco del parque de Eva Duarte: me dio un vuelco el corazón al ver lo de Iglesias en la Argentina.
—¿Qué le pasa a Iglesias? ¿Qué le pasó a usted?
—Iglesias se proclama hoy peronista con el mismo desparpajo con que ayer se proclamó otras cosas: no me alarma. Lo que me alarma es la ignorancia de la historia de España. Cualquier viejo le podría decir que el parque donde yo leía el periódico se llama así desde mediados del siglo XX; que el nombre se lo puso el alcalde de entonces —franquista, obviamente: José Moreno Torres—; y que, al ponérselo, reconocía e intentaba pagar la deuda que Franco había contraído con Perón.
—¿Deuda?
—Tras la Segunda Guerra Mundial, las potencias vencedoras aislaron a Franco; el régimen pasó serias penalidades; sin embargo, el franquismo sobrevivió en buena medida gracias a que Perón, entre 1946 y 1949, fue generosísimo en el suministro de alimentos. Por eso en el parque hay un monumento a Eva Duarte —Santa Evita— que está siempre limpísimo, a menudo con flores, y en el que han dejado placas personajes de interés. Por eso una calle importante de Madrid se llama General Perón. Por eso, cuando Perón fue derrocado, encontró en Madrid refugio seguro. Por eso vive todavía en Madrid la segunda mujer, María Estela Isabelita Martínez, que también fue presidenta —sucesora por defunción— de la Argentina…
—O sea, que proclamarse peronista es proclamarse franquista —ironiza el conservador.
—No te precipites —salta el rojo—;  en el peronismo caben muchas ideologías: mira los Montoneros…
—Los de Ni votos ni botas, fusiles y pelotas: tampoco parecen gente muy recomendable —vuelve el conservador a la ironía.
Don Juan, por una vez, se inclina hacia el conservador:
—No sé si proclamarse peronista ahora es proclamarse franquista; sí sé que hace setenta años todos los franquistas eran peronistas. Y que lo característico del peronismo es, justamente, su capacidad para aglutinar gentes, sensibilidades e ideologías dispares, y modular unas u otras según le vaya conviniendo. Es decir, lo característico del peronismo es su esencia populista: tener una cara y una palabra para cada ocasión. El peronismo es el populismo por antonomasia. No extraña, pues, que Iglesias se declare peronista, o sea, oportunista: está en su ser.
—Le falta el nacionalismo —el conservador insiste en la guasa.
—Iglesias será nacionalista español en cuanto sople viento propicio.
—¿También se echará una esposa que, viuda y vicaria, lo remplace —ojalá falten muchos años— cuando Dios lo llame de este mundo a su presencia?
—Pudiera ser.
—Menos mal que Madrid lo aguanta todo.

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