domingo, 29 de julio de 2018

Malentendidos

La noche de la luna de sangre fui con don Juan a ver La dama duende. Al pasar por la plaza, además del eclipse y de la gente que lo miraba desde las terrazas de los bares, me pareció ver a García Page.
—¿No puede venir el presidente al teatro?
—Naturalmente: las veces que quiera; pero ¿por qué no acudió a la inauguración? Se está comportando igual que Cospedal.
—No sea usted puntilloso —suaviza don Juan—: tendría otras obligaciones.
—Eso será.
Don Juan es duro de oído. Algunas veces me ha dicho que en las representaciones deberían poner siempre sobretítulos.
—Mejor ajustados que los de La vida es sueño que padecimos en la Antigua Universidad —apunto.
Don Juan está hoy misericordioso:
—Qué más da: todo el mundo se sabe La vida es sueño.
Ignoro a quién se refiere con todo el mundo. Él sí se sabe las obras, porque a pesar de sus deficiencias auditivas las sigue fluidamente. Por eso me extraña una pregunta casi al principio de la representación:
—¿Qué ha dicho Cosme?
Que el bebedor conoce a su enemigo.
—Ah.
Luego en la plaza, copas ya servidas, le pido que me disipe la extrañeza:
—¿Tanto le importaba lo de Cosme?
—Algo. Cosme es un gracioso muy interesante y bien trazado. La métrica de la escena —silva de pareados— también lo es. Así que me chocó que el adaptador cambiara el verso de Calderón —que es traidor quien da paso a su enemigo— por otro de su cosecha.
—Tendrá que ganarse el sueldo.
—Creo que el endecasílabo de Álvaro Tato supera al de Calderón.
—¿Qué hacen los adaptadores, don Juan?
—Un cínico diría que generar derechos de autor en obras de dominio público: dar de comer a los hijos. En realidad, un buen adaptador sirve al director y al público: al primero le facilita un texto que se acomode a sus propósitos; al segundo se lo hace más comprensible.
—O sea, se lo traduce. Tanto criticar a Trapiello y con estos nadie se mete.
—Claro que se meten. Y los hay buenos y malos: Tato es de los buenos.
—Sin embargo, con adaptadores o sin ellos, mucha gente no entiende los textos.
—Cualquier espectador algo entrenado los entiende.
—Pues el otro día, cuando se conmemoraron los trescientos noventa años del Corral, una joven preguntó si los espectadores del XVII entendían las obras.
—¿Y?
—No sea ingenuo, don Juan. La pregunta era confesión y perplejidad: Si yo, que he nacido en esta maravilla del siglo XXI, no entiendo la jerigonza del teatro clásico, ¿cómo iban a entenderla aquellos patanes de hace cuatro siglos?
—Le faltará entrenamiento. Si persevera acostumbrará el oído y entenderá.
Cambio de tema:
—¿Le gustó el acto conmemorativo del Corral?
—Las cosas que organiza el Ateneo suelen ser largas y prolijas, de modo que con demasiada frecuencia se escoran hacia el aburrimiento. De las siete u ocho peroratas que hubo solo dos merecieran la pena.
—¿Cuáles?
—Las de García de León y Diego Peris.
—¿Por qué?
—García de León nos dejó un buen recorrido por la historia del Corral y de Almagro, aunque luego se metiera innecesariamente en un berenjenal de tópicos y ligerezas al resbalarse por el castellano antiguo y lo bien que hablan el español en Iberoamérica: nadie la había llamado para eso. Y Diego Peris, arquitecto que mide y lee las construcciones, se ciñó al Corral en cuanto edificio con una exacta precisión muy de agradecer en aquel pantano de logorrea ampulosa.
—¿Enrique Herrera?
—No me entusiasmó, pero su sermón fue muy instructivo.
—¿En qué quedamos?
—Ya hemos dicho alguna vez que Herrera sería un telepredicador formidable: se exalta y exalta al auditorio con maestría. Ahora bien, el sermón del miércoles resultó un ejemplo excelente de los errores de perspectiva que en ocasiones cometen los superespecialistas.
—Explíquese.
—En el texto que documenta la construcción del Corral aparece la palabra adorno. Quizá por no entenderla, Herrera nos dio una lección —magnífica, pero extemporánea— sobre la arquitectura artística de Almagro a comienzos del XVII. O sea, se trataba de peras y él nos habló de manzanas.
—Adorno es palabra corriente.
—Que, como todas, puede utilizarse dentro de una figura literaria. En el documento que digo, adorno —aparte de integrarse en una fórmula retórica bien sobada— constituye una metonimia: será el mero hecho de tener un corral —y, en consecuencia, poder ofrecer representaciones como Dios manda— lo que adorne a Almagro. Es decir, el Corral no pertenece a la arquitectura exhibicionista de los poderosos —iglesias, palacios, conventos—, sino a la funcional y utilitaria del pueblo llano. El único que cayó en la cuenta fue Diego Peris.

domingo, 22 de julio de 2018

Curas casados

Cuando llego a la plaza don Juan está hojeando el periódico de ayer. Me ve; lo cierra; sin saludar ni nada, señala la columna de la última página:
Curas: eso es lo que nos sobra.
—¿Que sobran curas? Ande, don Juan, ¡si quedan cuatro…!
—Contando únicamente los que han recibido el sacramento del orden, sí: quedan pocos; incluso en ciertos países —el nuestro, por ejemplo— casi habría que protegerlos como especie en peligro de extinción.
—¿Entonces?
Contesta con otra pregunta:
—¿Sabe usted lo que es un cura?
Titubeo:
—Hombre…
Don Juan se responde solo:
—Dejando aparte lo que digan el derecho canónico o el catecismo, en realidad un cura es alguien que lo sabe todo, que no duda nunca, que guarda en la mochila las recetas para la felicidad presente o futura del prójimo. Precisamente porque se sabe en posesión de la verdad, se cree en la obligación de decirles a los demás lo que deben creer, lo que deben pensar, cómo deben obrar… ¡Ay de ellos si no le hacen caso! Si no le hacen caso, serán declarados réprobos y expulsados a las tinieblas exteriores.
—Tampoco hay tantos de esos, don Juan: a la mayoría de la gente las ideas, creencias o comportamientos ajenos le traen sin cuidado.
—Quizá. Sin embargo, por desgracia abundan también los que tienen vocación sacerdotal.
—Dígame alguno.
—Le diré dos que nos pillan cerca.
—Adelante.
Desdobla el periódico de hoy; me enseña el titular de la elección de Casado:
Aquí tiene uno. Quiere obstaculizar los abortos, olvidar la memoria histórica, impedir la eutanasia, engordar la enseñanza concertada en perjuicio de la pública, prohibir el independentismo…
—Eso es ideología, don Juan: nada más. Casado percibe acertadamente que Rajoy y Sáenz de Santamaría se ha comportado como meros burócratas y que los militantes del PP están deseando el rearme ideológico para contrarrestar a Ciudadanos.
Rearme: dice usted bien. Si alguien se rearma será por dos razones: o porque quiere guerra o porque tiene pensado imponer sus ideas a mamporros. Casado, como el abuelito Aznar, junta ambas.
—¿Es malo tener ideología?
—De ninguna manera: es malo querer imponerla a la fuerza. En las democracias liberales —es decir, en las únicas que merecen el nombre— existen consensos básicos en lo que se refiere al ámbito público; en cambio, en el ámbito privado nadie debe entrometerse.
—¿Qué quiere decir?
—Que en las democracias los derechos no se restringen, se amplían. ¿Casado y sus secuaces están en contra del aborto? Que no aborten. ¿Quiere morir decrépito y en un ay? Él verá… Ahora bien: ¿qué le importa lo que hagamos los demás! Si le importa es porque tiene vocación sacerdotal, desde luego.
—Pero lo de la memoria histórica o la enseñanza concertada sí son cuestiones ideológicas.
—Claro. Y lo retratan perfectamente: orgulloso de sus orígenes franquistas y partidario de las desigualdades sociales. O sea, alguien del que cualquier persona sensata debería huir como del diablo.
—Está usted dando recetas, don Juan.
—No: por eso he usado el condicional. Aunque me gustaría que las cosas fueran de otra manera, es evidente que en España quedan muchos franquistas, como en Italia quedan fascistas, en Alemania —y en Austria, más nazis, en Rusia bolcheviques… Y en todo el mundo hay numerosísimos partidarios de las desigualdades. Ahora bien, que disimulen por lo menos: es lo que hacen los más inteligentes.
—Lo que hacían: ahora se están quitando la careta.
Don Juan asiente:
—Lleva usted razón. Acaso por viejo peco de optimismo. Rajoy o Santamaría disimulaban; Casado se ha quitado la careta.
—¿A qué se debe?
—Lo ignoro. Ahora bien, de vez en cuando fantaseo con una conjetura que me intranquiliza no poco.
—Cuéntemela.
—A lo largo de la historia se han sucedido etapas más racionales y otras menos. La conjetura es que hemos empezado a caminar por una de esas etapas oscuras en que la razón se arrumba y gana terreno la fe.
—Vacas gordas para los curas.
—Efectivamente. Y de todos los pelajes.
—¿Pelajes?
—Ayer tarde estuve en el Silo viendo una representación del Almagro Off. El escenario estaba plagado de curas. Modernos y biempensantes, pero curas. Por eso nos echaron un sermón genuino; o sea, nos consideraron bobos y pecadores. Como nos consideraban bobos, nos administraron la doctrina muy bien triturada; como nos consideraban pecadores, nos proporcionaron las herramientas infalibles para evitar el pecado. Hasta nos dieron una piedra…
—¿Para qué?
Qui sine peccato est
—¿Qué hizo con ella?
La saca del bolsillo de la chaqueta:
—Aquí está, pero se me pasaron ganas de tirársela.

domingo, 15 de julio de 2018

Almagro Íntimo

Don Juan mira al cielo. El cielo es un rectángulo azul enmarcado de sombra. Nos separa de él una malla menuda, bien visible, que lo cuadricula. Observo a don Juan: creo verle en los ojos una ligera mancha de melancolía o tedio. Quizá sienta que la red es frontera erizada de concertinas: deja pasar, libres y ágiles, la mirada y la imaginación; les permite volver cargadas de fantasías aéreas; sin embargo, nos tiene aquí sujetos a la silla en el fondo del pozo. Del contraste entre la imaginación que vuela y la silla que ata nace la melancolía; de saber que la condena durará largo rato nace el aburrimiento.
—¿Qué mira, don Juan?
—Los vencejos.
No había reparado. Al otro lado de la malla, vencejos infinitos vienen de la sombra, vuelven a la sombra: son raudas, incansables agujas que tejen con el vuelo otra red, más delicada, de atrapar sueños; acaso lápices que escriben en la página azul un poema refinado y hermético.
—Cazan mosquitos. Si hubiera silencio los oiríamos trisar.
Don Juan es perito en ducha escocesa: abate la elevación lírica con el manguerazo de la entomofagia, pero enseguida la recompone con el soplo infrecuente del verbo trisar.
—¿Qué es trisar?
—Lo que hacen las golondrinas y otras aves parecidas: chillar.
—Ya. Los vencejos, las golondrinas, los aviones trisan; las cigüeñas crotoran; los elefantes barritan; la gallina cacarea y la vaca muge; el público bosteza…
—No generalice: bostezará usted.
De vez en cuando las palomas garabatean un renglón prosaico y torpe que enmienda la sutileza de los vencejos.
—Y los que se salen, don Juan.
—Tendrán cosas que hacer.
—¿No se aburre usted?
—No me aburro nunca.
Una pareja de cernícalos primilla se cierne sobre nosotros, descifra el poema escrito en el cielo, abandona en lo alto un temblor de amenaza, tal vez una esperanza de salvación.
—¿Por qué mira tanto al cielo entonces?
Siempre la claridad viene del cielo; es un don: no se halla entre las cosas. Habría que ser estúpido desagradecido o niño malcriado para despreciar el don que el cielo ofrece esta tarde: la claridad limpia en donde los vencejos escriben un poema que no entendemos, pero en donde se encierran —no cabe dudarlo— el máximo conocimiento y la máxima dicha.
—Don Juan…
Beatus qui legit, escribió Dios.
—Hemos venido a oír, no a leer.
—Si lo que oímos es bello y verdadero nos ayuda a entender lo que estamos leyendo; si lo que oímos es palabrería huera mejor es concentrarse en la lectura.
Me esfuerzo en ser irónico:
—Dios en el Apocalipsis se explicaba mejor.
Una luz agria, tosca e industrial va inundando el patio del museo. Ante ella el cielo se apaga dulcemente como se cierra un libro al que hemos de volver; poco antes de apagarse nos concede el último regalo.
—¿Qué regalo?
—¿Ha oído usted el soneto de Nicolás del Hierro que ha leído el espontáneo[i]? Mucho mejor que casi todo lo demás.
Es cierto: les sobraba un poema y lo han ofrecido al público. Un anciano ha subido dificultosamente a la tarima; puesto frente al atril ha leído con magnífica voz un soneto estupendo; ya era bueno: ha conseguido mejorarlo y emocionar. Belleza regalada.
Salimos a la plaza; nos sentamos en la terraza del Marqués a beber vino.
—¿Qué le ha parecido[ii], don Juan?
—Mejorable. La idea —se la debemos a Nieves Fernández— es excelente: debe lograr continuidad. Tenemos el sitio —el patio del Museo del Teatro—, el día —11 de julio, cumpleaños de Góngora—, el público... Falta afinarla.
—¿Cómo?
—Por lo pronto, abreviando: tres rondas de once poetas cada una, más tres o cuatro interpretaciones musicales, más las explicaciones que cada poeta se cree obligado a dar, más el prólogo institucional... Convendría escoger menos y mejores poetas, redimirlos de la obligación de recitar a los clásicos —como ha demostrado el anciano espontáneo, hay quien sabe hacerlo mejor—, atinar en la música…
—De modo que no le ha gustado.
—Hubiera querido que me gustara más. Con excepciones —Caro, Dyso—, la primera parte ha parecido de función escolar; en la segunda ha habido poemas —Propósito, por ejemplo— muy buenos y otros mediocres tirando a malos; y en la tercera hemos vuelto a tropezar en la misma piedra en que tropezamos al principio.
—Es usted muy crítico; las redes sociales rebosan alabanzas.
Pueblo mío, los que te llaman bienaventurado esos son los que te engañan. Es decir, para que esto perdure y alcance el nivel que merece, hay que ser ambiciosos y críticos: el que cree haber llegado a la cima no sigue escalando.


[i] ¿Reconocieron los de la organización al espontáneo? Parece que no; sin embargo, es una eminencia, visita Almagro de vez en cuando y tiene aquí amistades y admiradores.

[ii] Almagro Íntimo fue un encuentro poético que se celebró en el patio —ellos decían claustro— del Museo Nacional del Teatro el 11 de julio. La actividad es idea de Nieves Fernández aunque está apadrinada por el Festival. Los poetas —de derecha a Izquierda, Francisco Caro, Natividad Cepeda, Antonio Daganzo, Iván Dyso, Juan José Guardia Polaíno, Fernando López Guisado, Cristóbal López de la Manzanara, Davina Pazos, María Pizarro y Nieves Fernández— leyeron un poema clásico, después uno de su cosecha, y en la «tercera fase» otro de Nicolás del Hierro, al que se rindió homenaje. La música fue del grupo folclórico Campos de Calatrava: Clavelitos y cosas así. Parece que la de este año es la segunda edición: la del año pasado celebraría en algún otro claustro íntimo de Almagro.

domingo, 8 de julio de 2018

Empieza el Festival

Vino don Juan el jueves a la inauguración del Festival como todos los años, porque lo siguen invitando. A él —se aprecia a la legua— le gusta:
—No porque me vean, bien lo saben ustedes: por ver.
Lo sabemos: don Juan es educado y discreto; saluda a quienes lo saludan; elude las fotos; se coloca en sitios apartados, pero con buena visibilidad; no pierde detalle; y, en cuanto el acto acaba, se escabulle sin que nadie lo note, sin que nadie lo eche de menos; desde luego, no acude al cóctel: prefiere tomarse unos chatos en la plaza con cualquiera o, si se tercia, solo.
Puesto que a los demás no nos invitan, estamos deseando preguntarle:
—¿El cambio de director trajo novedades?
—Algunas hubo y, tal vez, significativas.
—Cuéntenos.
—Llegué pronto al Corral, me planté arriba, acodado en la barandilla, frente al escenario. No hay sitio mejor: se ve a los oficiantes perfectamente y se tiene debajo a los invitados distinguidos.
—¿Qué vio?
Don Juan remolonea:
—Las primeras dos cosas que me interesaron las vi antes, en la puerta.
—Cuente.
—En un corrillo estaban hablando de las elecciones a presidente del Partido Popular: once papeletas obtuvo Casado; tres logró Sáenz de Santamaría; y tres inasequibles al desaliento votaron a Cospedal: diecisiete electores.
—No son muchos: a las cenas de Navidad vamos más —se extraña el conservador.
—Usted sabrá, que se abstuvo; pero, si el Partido Popular cuenta diecisiete militantes en Almagro, se le hará difícil ganar las elecciones.
—¿La segunda?
—Un poco más allá gentes del teatro comentaban el nombramiento de Amaya de Miguel para el INAEM.
—¿Qué le parece?
—Veremos. En los tiempos de directora del Festival se prestaba más atención a ciertos dimes y diretes —nada relacionados con el teatro— que a su labor. Huella dejó poca; sin embargo, debemos suponer que aquellas habladurías se han disipado y sabemos que es persona competente: démosle un voto de confianza.
A mí hoy la política me importa un higo:
—Vamos al acto, don Juan.
—Comenzó tarde; vino el ministro de cultura; unas fanfarrias barrocas le dieron la bienvenida… y ahí empezamos a advertir las innovaciones y las continuidades.
—¿Innovaciones?
—El acto fue más sobrio y menos glamuroso. Más ágil también: no hubo pantallas para los elogios enlatados, por ejemplo. Ignacio García —le dicen Nacho—, el nuevo director, viste más informal y hace un discurso menos esforzado, pero quizás más culto. Desde luego no tiene el empaque ni la elegancia de Natalia Menéndez, aunque se expresa con notable facundia, y deja traslucir un bagaje amplísimo de lecturas y gran familiaridad con los clásicos.
—¿Las continuidades?
—La forma del acto, idéntica. Después del saludo del director, Carmen Conesa interpretó una canción y elogió brevemente a Carlos Hipólito, el premiado; Querejeta, con espléndida voz, dijo lo previsible; la laudatio fue sosa…
—¿Y los políticos?
—El alcalde dejó un buen discurso, que incluyó oportunas reivindicaciones feministas: en el escenario —¡después de lo de Sánchez!— había ocho varones y una sola mujer; el presidente de la diputación y el consejero repitieron el del año pasado, hasta el de hace dos años; y el ministro leyó, con escaso entusiasmo, el que le habían preparado; era obvio que le disgustaba la abundancia de lugares comunes y los perifollos formularios de la retórica administrativa: se permitió ciertas bromas; le podemos perdonar, por ser el primero, que no lo trajera repasado, pero tenemos derecho a pedirle más.
—¿El de Carlos Hipólito?
—Excelente: sencillo, llano, emotivo, justo y —era de prever— estupendamente dicho: levantó aplausos largos y entusiastas.
—¿Después?
—Después llamaron a los miembros del patronato para la foto de familia; yo me salí, pero pude ver casi de reojo que subieron también el delegado del gobierno y la subdelegada; están recién nombrados: o no tienen práctica o andan ansiosos de figurar.
—¿Se quedó al espectáculo de la plaza? Dicen…
A veces don Juan supera a Houdini:
—Me quedé en la terraza del Marqués, tomando unos vinos con un exconcejal de Argamasilla, casi tan viejo como yo, que tiene una finca cerca de Navaltizón.
—Don Juan, le preguntaba qué opina del espectáculo.
Otras va derecho al grano:
—Que entra, para mal, en el capítulo de las innovaciones.
—¿Y eso?
—Hay numerosos almagreños que no van al teatro; para ellos el Festival se reduce a la inauguración y a la clausura en una plaza repleta de gente; están acostumbrados a que les den cosas llamativas, nunca vistas; por eso el espectáculo del jueves —pese a la calidad, que le sobraba— no les sedujo mucho: lo ven todos los años en la feria.


domingo, 1 de julio de 2018

Jesús Millán

No hemos visto el fútbol, no; hemos estado hablando de Jesús Millán. Lo conocíamos poco: apenas dos o tres conversaciones breves en todos estos años y media docena de chatos en la plaza con amigos más o menos comunes, más o menos próximos. Habíamos visto su obra, eso sí, casi siempre en bares: en el Ágora, en el Patio de Ezequiel, en Carmen Carmen. Una mañana de sábado, a mediados de mayo, acudí con don Juan al Centro de Arte a visitar la última —casi póstuma— exposición, que tanto le había ilusionado, según decían; invertimos una hora larga andándola y desandándola, tratando de encontrar y seguir algún hilo —cronológico, técnico, temático— en aquel laberinto que enfrentaba al espectador con los cuadros sin intermediario ninguno. Quizá al día siguiente hablamos de Millán en la tertulia, pero las urgencias políticas impidieron que yo les ofreciera a ustedes el resumen de la charla: bien lo lamento. Un amigo trata de aliviarme la culpa:
Tú lo apuntas todo: echa mano al cuaderno y cuéntales a los misericordiosos lectores lo que don Juan nos dijo.
—No sería igual.
El amigo se desliza peligrosamente hacia el cinismo:
—Sería muchísimo mejor. Rescata las apuntaciones, rehógalas con una pizca de sentimentalismo melodramático, ponles unas gotas de melancolía, espolvoréales algo de rebelión ante la injusticia de la muerte, mézclales bien un tonante panegírico de la vida libre, luego las aliñas con acerbos denuestos de las convenciones sociales, las presentas en el azafate de las elegías, se las dedicas al difunto esté donde esté… y te sale una necrológica —u obituario, que dicen ahora— de rechupete.
A don Juan, viejo como es, no le hacen gracia estas cosas:
—La muerte es un negocio muy serio: la última página, la que explica y da sentido a toda la novela de la vida. Por eso —me mira a mí, pero se dirige al amigo desahogado—, ante ella la relevancia de cualquier juicio previo, frívolo o ecuánime, queda abolida o, al menos, seriamente matizada. O sea, todo debe ser dicho de nuevo.
El amigo recula, aunque se defiende:
—Hombre, don Juan, tampoco es para ponerse así. Bien sabemos la seriedad de la muerte, pero también sabemos que, desde que existen las redes sociales, sobre la muerte ajena se dicen muchas tonterías, y muy engoladas.
—Todas las muertes sobre las que podamos lamentarnos son ajenas, querido amigo. Y tonterías se dicen las mismas que antes aproximadamente.
El amigo no ceja:
—Se publican más, desde luego; y, cuando hablo de muerte ajena, me refiero a las que salen del círculo íntimo. A propósito de la muerte de Millán hemos leído grandes dosis de tópicos muy previsibles.
—Y a propósito de todas las muertes. Con objeto de mitigar el dolor y digerir el desconcierto con que la muerte irrumpe en nuestras vidas, las sociedades han establecido pautas rituales de comportamiento sumamente eficaces que alivian, orientan y ayudan a sobrellevar la desgracia. ¿Que, a fuerza de repetidos, tales comportamientos se vuelven rutinarios? Naturalmente, pero la utilidad es la misma; y, además, pueden irse renovando poco a poco. Piense en la innovación que, ayer tarde, supusieron los tanatorios, y en cómo han alterado costumbres mortuorias que venían de siglos.
Pasa a menudo en la tertulia: se van por las ramas; trato de que bajen:
—¿Qué decimos de Millán?
—Del ciudadano Millán, una vez muerto, nada tenemos que decir. Llevó la vida que quiso o la que las circunstancias le impusieron; fue pieza importante en un cierto paisaje almagreño; dentro de unos meses nos acordaremos de él como quien recuerda a Chindasvinto… En cambio, en el pintor Millán acaso quepa demorarse.
—Demórese.
—A pesar de una técnica rudimentaria, a pesar de no haber dispuesto de excesivos medios, y, quizá también, a pesar de una forma de trabajar escasamente disciplinada, Millán fue un pintor notable y original que se manejaba bien con el color y menos con el dibujo, y que logró transmitir emociones muy vivamente. A mí, más que los grandes murales —enfáticos y repetitivos—, me gustan las obras de pequeño tamaño. Por ejemplo, la que acompañaba a un poema de Miguel Ángel Bernao en el II Salón del Poema Ilustrado.
—¿Algo más?
—Que no conviene confundir la vida del artista con su obra. La primera pasa; la segunda, si lo merece, dura. Y que no hay vidas más artísticas que otras.
—Don Juan, Pero Grullo opinaba lo mismo.
—Estupendo. Ojalá fuéramos más para repetírselo a los jóvenes constantemente. Mientras lo aprenden, volvamos a la obra de Millán, y esperemos que alguien capacitado quiera ponerse a estudiarla.
Y brindamos por Millán.