domingo, 30 de diciembre de 2018

Próspero año nuevo

—¡Próspero año nuevo a todos los españoles!
—¿Y a los demás que los zurzan?
—Efectivamente: si no son verdaderos españoles, que los zurzan.
El que habla —con evidente sarcasmo— es el rojo. En el corro muchos pillan el sarcasmo evidente: sonríen; unos pocos no lo aprecian tan evidente: miran desaprobatorios al rojo; dos o tres no lo aprecian en absoluto: casi ponen cara de darle la razón.
—¿Quiénes son los españoles? —pregunta el despistado.
El rojo persevera en el sarcasmo:
—Que te lo diga el conservador: ellos tienen un detector infalible de españolidad que da o quita la patente de español en un segundo.
El conservador acepta el reto:
—No es para tanto. Ahora bien, resulta fácil decir quién es español: el que tiene documentos de identidad españoles, está impregnado de la cultura española y se siente orgulloso de nuestra historia y tradiciones.
El rojo, ahora en serio, toma el relevo:
—En lo primero, estamos de acuerdo; en lo demás… Habría que definir claramente qué es eso de nuestra cultura, y establecer un umbral de orgullo histórico por encima del cual uno pueda ser declarado español genuino y, por debajo, español defectuoso o antiespañol.
—Más bien, habría que leer a Américo Castro —se entromete don Juan.
—¿Por qué?
—Porque leer no estorba nunca y porque don Américo nos enseñó a mirar de otra manera la historia en tanto que proceso doloroso que nos ha ido llevando a ser lo que somos.
—¿Qué somos?
—Españoles. Es decir, individuos que no están muy seguros de su propia identidad y que propenden a interrogarse y discutir sobre ella.
—¿En otros sitios no lo hacen?
—Quizá no tan a menudo ni con tanta virulencia.
—¿Cómo hemos llegado a ser lo que somos? —pregunta uno, casi suplicante.
—Aunque caben matices, al menos en el ámbito castellano la identidad española se constituyó esencialmente por oposición.
—Todas las identidades se forjan por oposición, don Juan. Mire, por ejemplo, a los polacos. ¿Qué son? Católicos emparedados entre ortodoxos y luteranos —observa un culto.
—Por eso hay algunas similitudes notables entre polacos y españoles. En cualquier caso, los españoles eran, ante todo, cristianos contra el moro. Cuando el moro ya solo representaba un peligro militar residual, los españoles se percataron de que, a su lado, casa con casa, vivían judíos y moros los cuales eran iguales que ellos, aunque no eran exactamente iguales que ellos.
—¿Qué hicieron entonces?
—Obligarles, por la persuasión o la fuerza, a que se convirtieran al cristianismo.
—¿Se resolvió el problema?
—En absoluto. Pese a la conversión continuaron tercamente distintos: en la comida, en la ropa, en el habla, en las fiestas, en los duelos…
—Acaso fuera un esfuerzo inútil y algo tonto —propone el escéptico.
—Acaso, pero eso ya carece de importancia si no es como ejemplo u ocasión de escarmentar en cabeza ajena
—Siga contando.
—El 5 de junio del año que viene se cumplirán 570 años de la revuelta toledana contra los judíos y conversos que encabezó Pedro Sarmiento. De allí viene la pesadilla, terrible, de la limpieza de sangre, una obsesión que atormentó a los españoles durante siglos y, en cierto modo, pervive todavía.
—¿Qué es eso de la limpieza de sangre?
—La consagración formal de que hay españoles de primera —los cristianos viejos—, que tienen todos los derechos, y españoles de segunda —los cristianos nuevos—, a los que se les mira por encima del hombro y se les imponen numerosas restricciones.
—¿Y ahí se acabó?
—Ahí comenzó una nueva fase de la historia, aciaga y persistente. Por un lado, los cristianos viejos, a cambio de la supremacía, cargaron con el pesado fardo de la honra y el afán testarudo y absorbente de mantenerla. Por otro, los excluidos, vedada la posibilidad de integración, se vieron forzados a la disidencia secreta, el disimulo y el engaño. Ni siquiera la expulsión solucionó el asunto, porque muchos aprovecharon diversos resquicios para quedarse; de modo que las suspicacias y susceptibilidades, lo hemos dicho, llegan hasta hoy.
—¿Tanto tiempo?
—En muchos aspectos, pero principalmente en uno que ahora nos aflige todos los días: que hay españoles conspicuos y dudosos; que los conspicuos se asimilan a los cristianos viejos, los únicos capacitados para conceder marchamo de españolidad; que frente a los españoles dudosos solo caben dos opciones: la expulsión o la mano dura; y, por supuesto, que nadie debe venir de afuera a engorrinar aún más este charco fétido en donde nos ahogamos. Aznar, Casado, Rivera, Abascal, Valmaña y sus secuaces —¿o mentores?: Savater, Azúa, Juaristi, Trapiello— deberían declarar a Pedro Sarmiento santo patrón de los españoles españoles españoles.
—¿Y nosotros?
—Nosotros abominamos de él y le deseamos próspero año nuevo a todo el mundo.
A ustedes, queridos lectores, más que a nadie.


domingo, 23 de diciembre de 2018

Feliz Navidad

Por mucho que en mitologías diversas —y en la liga de fútbol— se resalte la condición cíclica del tiempo, la dolorosa experiencia nos ha hecho saber a los viejos que el tiempo es una flecha volando, decidida y rauda, hacia la diana, que es el morir.
—¿No era la mar?
—La mar es el blanco de los ríos.
—Blanca de los Ríos, querrá decir —se cuela en cínico.
Don Juan le agradece el chiste con una sonrisa:
—¿Quién se acuerda de Blanca de los Ríos? La flecha que fue yace enterrada en el olvido.
—Probablemente ninguno de nosotros sepa dar razón de doña Blanca de los Ríos ni de otros innumerables que brillaron en el mundo, pero tampoco es para ponerse melancólicos.
—Algún día hablaremos de ella, aunque solo sea como muestra de las mujeres que no se resignan a guardar la casa y cerrar la boca, sino que aspiran y logran atender vocaciones consideradas —por qué, por quiénes— impropias de su sexo.
—Nadie la mató, gracias a Dios.
—Hay abundantes maneras de matar. Estorbar que alguien cultive los propios talentos o se conduzca libremente por el mundo, si no es matar, se le parece.
—Afortunadamente, en lo que respecta a las mujeres y a Occidente, los estorbos cada vez son menos.
—Pero existen. Mire a Laura Luelmo: muerta por su mera condición de mujer que se atreve a ciertas cosas.
—No: muerta por un bárbaro. La barbarie y la maldad —los bárbaros, los malos— existen y existirán y producirán víctimas. Cuantas menos haya, se nos harán más escandalosos los crímenes y más repugnantes los criminales. El caso de Laura Luelmo es un jarro de agua fría para los optimistas ilusos, un recordatorio de que la lucha entre civilización y barbarie no terminará nunca, una advertencia contra los frívolos —o estúpidos o bárbaros— partidarios de abolir leyes que apuntalan el progreso de la civilización.
—Luego las clases de tiempo son numerosas, y avanza cada una a su manera: en círculo, en dientes de sierra, hacia adelante, hacia atrás, en flecha…
—No sé si tiempo es la palabra precisa, pero ya que la usa… Resulta obvio que la naturaleza es cíclica; que el progreso moral se expande trabajosamente, que nosotros nos iremos y no volveremos más
—Nosotros y nuestras obras.
—Claro. Las ciudades, por ejemplo: producto y ámbito genuino de la civilización, nacen, cambian, duran poco o mucho… y desaparecen pronto o tarde sin remedio.
—A algunos no les gusta.
—Ellos sabrán.
—¿De qué hablamos?
—De la fachada que están hundiendo en la calle de la Feria.
—La han puesto por las nubes y lamentado el derribo.
—Contra toda evidencia.
—¿Por qué?
—Porque la fachada es anodina y vulgar: ni en el conjunto ni en los detalles vale la pena; carece de mérito arquitectónico, estético, sentimental, histórico… como no sea el de documentar la Edad de las Hileras de Balcones, periodo abominable y largo que debería estudiarse con ahínco para hallarle vacuna, pero del que perviven muestras suficientes.
—¿Y la casa?
—Lo mismo. Una casa levantada a trompicones, monstruosa y laberíntica, en la que, no obstante, hay piezas destacables: sobre todo, una pila del agua bendita —¿cómo llegaría allí?— preciosa. Por separado, las piezas tienen indiscutible calidad; en el conjunto abigarrado del que forman parte se tornan anomalías, aberraciones casi. De todas formas, supongo que las conservarán y les darán el realce que deben. Supongo también que no se omitirá el estudio arqueológico: estando donde está el edificio, acaso aclare enigmas de la historia almagreña.
—Hombre, don Juan, quienes lamentan el derribo lo hacen porque lo ven un síntoma de degradación patrimonial.
—¿En esa calle, penosos y bien surtido catálogo de horrores? No es el sitio ideal para escandalizarse. A poco que se esmere el arquitecto, lo que se construya superará ampliamente a lo derribado, y aun a no escasa parte de la vecindad.
—Habrá que conservar el patrimonio.
—Con criterio. Las ciudades son seres vivos y las demoliciones —esta, sin ir más lejos— pueden ser oportunidades para mejorarlas, incluso cirugías indispensables para mantenerlas vivas. El fundamentalismo conservacionista conduce a la muerte de la ciudad tanto como otros procesos nefastos —y silenciosos— que Almagro experimenta con suma virulencia.
—Díganos alguno.
—Otro día. Hoy nos limitaremos a las tradiciones —aunque sean desde anteayer— navideñas, tan entrañables e implacablemente cíclicas. Brindemos, felicitémonos, felicitemos a los que celebran el nacimiento del Mesías, y a los que se quedan en los placeres de la fiesta. Y acordémonos de los que no tengan nada que celebrar.
—Y de Silvia Valmaña —propone el rojo.
Nemine discrepante, brindamos entusiastas también por ella. Yo por mi parte extiendo la felicitación a todos ustedes, queridos lectores. Pásenla bien.

domingo, 16 de diciembre de 2018

Renacer de Iglesias e inmatriculación de conventos

Don Juan trae un buen resfriado, pero acude.
—Hombre de Dios, ¿por qué no ha aguantado en la cama?
—Hay obligaciones ineludibles salvo causa de fuerza mayor.
—No se ponga leguleyo —le reprocha quien lo conoce bien—: tendrá algo importante que comentar.
—La comparecencia de Iglesias en el Senado —ironiza el cínico.
—La comparecencia de Iglesias admite escasas observaciones: el lenguaje ridículamente formulario o los errores en el recitado del Don Mendo.
—Entonó un mea culpa.
—No. La culpa se la cargó al Iglesias viejo, al que fue hace años, con quien no comparte ya según qué cosas.
—Se habrá caído del caballo: será hombre nuevo.
—¿Quién se ha caído del caballo? —pregunta el despistado.
—Iglesias.
—¿Practica a la equitación? ¿Tiene caballos en la casa rural?
—No sabemos. Solo sabemos que es un renacido.
—¿Renato? ¡Como don Mendo!
Don Mendo renació, efectivamente, y se convirtió en juglar, lo cual acaso diera para inferir similitudes más o menos pertinentes entre el uno y el otro; don Juan, sin embargo, tira del ramal de la conversación:
—Conocemos más cosas de las Calatravas —deja caer.
La mayoría se sorprende, unos pocos asienten con cara de estar en el secreto.
—¿Cuáles?
—Se ha divulgado el texto completo de la inmatriculación. El edificio se registró a nombre del obispado de Ciudad Real el 23 de julio de 1975.
El despistado vuelve:
—¿Qué es la inmatriculación?
—La palabra un tecnicismo cuyo alcance exacto nosotros, legos, no osaremos precisar— se refiere, en resumidas cuentas, a la primera inscripción en el Registro de la Propiedad de un bien que antes nunca había estado registrado.
—¿Un bien sin dueño?
—No: un bien que pertenece a quien lo pone a su nombre, pero que, por las razones que fueran, nunca se había inscrito en el Registro.
—Entonces, habrá que demostrar claramente que es de quien pretende registrarlo: el registrador no va a creerse así como así lo que le diga el primero que llegue.
—Naturalmente. La inmatriculación es un asunto complejo.
—Y ¿qué dijo el obispo para que el registrador lo creyese?
—El obispo certificó que era dueño del monasterio de las Calatravas desde tiempo inmemorial: la iglesia puede hacer esas cosas.
—¿Dónde está el misterio, pues?
—En lo de tiempo inmemorial. Nosotros ignoramos el significado que dan a tiempo inmemorial obispos y registradores; para la gente común significa un tiempo muy remoto del que no hay memoria ni en documentos ni en testigos.
—¿No es así en este caso?
—No. El monasterio pasó a manos de obispado de Ciudad Real, con muchas limitaciones, por Real Orden del 17 de febrero de 1903. Hasta esa fecha el obispado no había tenido nada que ver con él nunca jamás.
—Al obispo podía fallarle la memoria —sugiere el cínico—: quizá creyera en 1975 que 1903 era ya tiempo inmemorial
—El, sí; sus archivos, no. Y en Almagro quedaba vivo el recuerdo de cuando se instalaron los dominicos en la Navidad de 1903, y de cuando se consagró la iglesia en febrero de 1905.
El conservador acude en auxilio del prelado:
—Hubo que inmatricular el edificio en 1975 porque las hordas rojas quemaron el Registro de la Propiedad en 1936.
—Eso dicen algunos —de buena fe o pro domo sua, pero yerran. Durante los desmanes que ocurrieron a partir del 18 de julio de 1936, las hordas rojas, como usted las llama —acaso con razón—, quemaron el Registro: lo sabe todo el mundo; pero, si para entonces el exconvento de Calatrava estaba registrado a nombre del obispado, ¿por qué no se volvió a inscribir inmediatamente después de acabada la Guerra haciendo referencia al incendio?, ¿por qué se aguardó a 1975?, ¿por qué no se mentó la Real Orden de 1903?
—Responda usted.
—A lo primero, porque obviamente nunca había estado registrado a nombre del obispo; a lo segundo, porque la Real Orden no le daba al obispo la plena propiedad: le imponía condiciones derivadas del Convenio-Ley de 1860.
—Otros obispos también han inmatriculado bienes a su nombre.
—Será con mejores títulos. La misma mezquita de Córdoba, que tanto ruido hace, ha sido usada libremente por el obispo desde el siglo XIII. En cambio, esto es de ayer tarde.
—Desde que nosotros tenemos memoria, nadie ha discutido que el monasterio fuera de la iglesia, don Juan.
—Los malpensados dirían que eso obedece a un plan consciente de ocultación y desinformación: de los documentos, sobre todo del de inmatriculación, no se ha hablado nunca.
—¿Qué cabe hacer?
—El Gobierno, que fue quien se lo cedió al obispado en 1903, sabrá. Mientras, pedirle al obispo que se ocupe del edificio, que lo mantenga dignamente si quiere convencernos de que le pertenece y le tiene algún apego: por si hay juicio de Salomón...

domingo, 9 de diciembre de 2018

¿Chorro de voz o 'flatus vocis'?

El rojo viene enfadado: no ha digerido aún el resultado de las elecciones en Andalucía.
—¿Te vas a manifestar tú también contra los resultados? —pregunta sarcástico el conservador.
—Los resultados son un dato tan cierto e irreversible como el solsticio de invierno o el cerro de la Yezosa. Manifestarse contra ellos es una estupidez considerable; procurar que no se repitan o prevenirse contra las consecuencias es, en cambio, sensato. Por lo demás, yo solo me manifiesto aquí, ante vosotros, de palabra. Con don Juan he aprendido lo inútil del proselitismo y lo agotador de la predicación.
—Inútil no —matiza don Juan—; agotador, quizá tampoco. Mire a san Pablo, a Mahoma, a Buda, incluso a Santiago Abascal. Inasequibles al desaliento, ellos han hecho proselitismo tenazmente: su esfuerzo ha logrado recompensa. Otra cosa es que nosotros no tengamos vocación.
—Así va el mundo —deja caer el escéptico.
—Así va, en efecto; e irá peor —profetiza el rojo.
—¿Cuándo?
—En cuanto Vox entre en el gobierno.
—Valls lo impedirá. ¿Cómo va a permitir Ciudadanos que la extrema derecha se le siente al lado? ¿Cómo va aceptar siquiera sus votos?
—Valls viene de Francia, una tierra feraz en derechistas extremos —los hubo siempre: Pétain no estaba solo—, pero en la que los demócratas se reconocen mejor mutuamente e identifican bien a los enemigos de la democracia.
—¿En España no?
—En España la división es, sobre todo, entre izquierda y derecha. En épocas turbulentas, principalmente, esa es la raya que importa. Conque, para derribar a la izquierda, Ciudadanos y el Partido Popular absolverán sin remordimiento a Vox de sus veleidades autoritarias.
—La izquierda hace lo mismo cuando le conviene.
—Y no es para estar orgullosos.
—Tal vez piensen de los extremistas lo que muchos padres piensan de los hijos díscolos: que dándoles todos los caprichos se tornarán dóciles y reinará en la casa por siempre la paz.
—Se equivocan, claro.
—Claro; suele ser al revés.
—¿Qué hacemos entonces con Vox?
—Volverlo a su condición de diccionario —musita el cínico.
Don Juan, que oye lo que quiere, le sonríe:
—Los diccionarios, sabios y silenciosos, merecen respeto. Pero la figura es aprovechable: ¿de chorro de voz a flatus vocis? Sería estupendo, aunque ignoremos cómo se hace. Por lo pronto, a los dirigentes habría que negarles el pan y la sal: recluirlos en el lazareto de los apestados.
—Y ¿con los votantes?
—Ese es otro cantar.
Interviene el optimista:
—Los votantes no tienen la culpa. Ellos, pobres y mal informados, han dado rienda suelta a las frustraciones y se han rendido a los cantos de sirena de quien les promete remediar sus males de inmediato y por las bravas. Será fácil traerlos al buen camino.
Desconocemos si es ironía; el rojo reacciona airado:
—Encima de pobres y mal informados, también son fachas.
—Dice Errejón que no hay cuatrocientos mil fachas en Andalucía.
—Errejón es un ingenuo como tú.
—¿Qué opina, don Juan?
—Que habrá de todo un poco. No cabe descartar, desde luego, el hartazgo de tantos años de socialismo nominal, la competencia entre pobres —los de aquí y los recién venidos— por las migajas del banquete de los ricos —los de siempre y los nuevos: a los de El Ejido se les nota todavía el pelo de la dehesa—; el resurgir del nacionalismo español frente al independentismo catalán, del machismo frente al feminismo, del franquismo latente frente a la exhumación de Franco… Ahora bien, tampoco cabe olvidar que había en España muchos fachas a quienes el Partido Popular creía tener sujetos. ¿Por qué se han asilvestrado? Los sociólogos sabrán.
—Es usted blando, don Juan —protesta el rojo—. Los votos de Vox son votos indeseables para individuos indeseables de individuos indeseables. Tan indeseables que se avergüenzan de serlo: solo en los bares, pasados de copas, vociferan las barbaridades sin sonrojo.
—Y en internet.
El rojo briza la tulipa de Macallan:
—En internet abundan los bares de hombres solos, turbios y bestiales, cargados de humo y alcohol barato, donde rebuznar entre amigos.
Don Juan previene:
—¿No hablaba de los datos? Téngalos en cuenta. Porque ¿no querrá usted privar del derecho al voto a los votantes de Vox?
—El derecho al voto es sagrado, don Juan. Ciertos votos —hasta ciertos votantes— pueden parecernos nauseabundos; habrá que soportarlos, no obstante. Pero sin achicarnos: intus timoris, sí; foris pugnæ.
—¿Dijo eso san Pablo?
—Aproximadamente.
No entro en latines; pienso entre mí —acaso quiera engañarme— que será un sarampión: que los indignados de 2018 están en la extrema derecha como los indignados de 2011 estaban en la extrema izquierda; estos se han domesticado y van veloces a la irrelevancia; a aquellos —¿padres o hermanos menores?— les pasará lo mismo más temprano que tarde. La democracia española es firme y consistente. Ojalá.

domingo, 2 de diciembre de 2018

La plaza

Hacía algunas semanas que no veníamos por la plaza. Cuando la abordamos esta tarde desde la calle de la Feria don Juan repara de inmediato en la ausencia de toldos, de sillas y mesas apiladas, en que el lado de la umbría se halla completamente despejado de los cachivaches que con frecuencia convertían la plaza en un revoltijo de trastos. Se hace de nuevas:
—¿Qué ha pasado aquí? ¿Una epidemia de civismo en los hosteleros?
—Aún no, don Juan: un cambio en la ordenanza.
—¿No ha habido tumultos ni motines?
—Tampoco.
—Me alegro.
—¿Por qué lo pregunta?
—Los espacios públicos, —las plazas en particular, cuando están vivas— suelen ser lugares de confrontación y conflicto; unas veces los conflictos son endógenos; otras, conflictos originados afuera vienen a hacerse visibles, a manifestarse en ellas: así ha sido siempre y así será.
—¿Qué quiere decir?
—Quiero decir que en la plaza de Almagro —que todavía está viva, o sea, que no es mera atracción para turistas, aunque vaya camino de serlo— confluyen múltiples intereses: económicos, de ocio y convivencia, ideológicos, estéticos, de exhibición de poder o posición social… No será fácil armonizarlos sin roces.
—Alguien debería probar.
—Las autoridades, desde luego; pero las autoridades, y más si se acercan elecciones, procuran no meterse en avisperos de los que puedan salir perjudicadas.
—A veces lo hacen.
—Por fortuna. En los últimos días hemos visto dos casos: el de Madrid y este de Almagro.
—Hombre, no compare…
—Salvo por las dimensiones, son de naturaleza idéntica: el propósito de llevar algo de sensatez al uso de los espacios públicos sabiendo que nadie quedará por completo satisfecho, pero que el interés general saldrá ganando. Y en ambos resulta sorprendente la reacción ciudadana: comprensiva, expectante y moderada. ¿Se acuerdan ustedes de la manifestación del jueves 1 de julio de 2004, cateta y vergonzosa? ¿Se acuerdan de cuando se prohibió fumar en ciertos espacios públicos?
—Era por razones de salud.
—De convivencia también. La mayoría de los fumadores lo aceptaron muy cívicamente: hoy nadie concebiría la vuelta a aquellas atmósferas nocivas y asquerosas. Las profecías apocalípticas y las reacciones desmesuradas de los fundamentalistas cerriles —valga el pleonasmo se deslieron como azucarillos en agua.
—Pues aquí ha habido protestas.
—Que han durado poco. Por lo que he podido observar, las protestas han venido de cuatro grupos de personas: los residentes, los hosteleros, los políticos de la oposición y los estetas.
—Qué opina de cada caso.
—De todos, los residentes son quienes merecen mayor respeto y cuidado: no solo habrán de cambiar pequeñas rutinas, sino que quizá se vean perjudicados seriamente en algunos de los requerimientos importantes de la vida cotidiana. Como lo peor que le podría pasar a la plaza es que se quedara sin almagreños y fuera invadida por la plaga de alojamientos turísticos, conviene prestar detenida atención a las demandas de los residentes, ver cómo va evolucionando la situación y modular cuanto sea preciso para que no sucumban a la tentación de huir. Naturalmente, lo dicho de los residentes vale para los pocos establecimientos que aún prestan servicio a quienes viven en Almagro.
—¿Los hosteleros?
—Los hosteleros son de naturaleza egoísta, plañidera, conservadora, poltrona y rutinaria. Las reticencias que hayan podido albergar se les pasarán enseguida: en cuanto vean que entre todos les seguimos trayendo clientes a mansalva para que los ordeñen muy cómodamente.
—¿Los políticos?
—Me choca la reacción de la mayoría: extraordinariamente cauta.
—Normal —interviene el cínico—: no querrán perder un solo voto ni por exceso ni por defecto.
—Esperaba, al menos, la crítica por falta de perfección.
—¿Qué es eso?
—La regla número uno de la oposición demagógica y ventajista: si el gobierno hace algo que no se puede criticar frontalmente, se le echa en cara que no haya alcanzado la perfección.
—Eso es pueril, don Juan.
—Pero común y sorprendentemente eficaz. Le pongo un ejemplo: si en su casa gotea un grifo o se rompe un cristal no se muda usted a otra: arregla el grifo o cambia el cristal.
—Claro.
—Pues en política parece que no es así: o todo está completamente bien o todo está completamente mal, no hay vicios pequeños. Cuando dentro de unos días celebremos la Constitución podrá comprobarlo: nadie discute que haya sido buena para los españoles; quienes la descalifican lo hacen porque no ha sido perfecta: no nos ha conducido al paraíso. Una lástima.
—¿Y los estetas?
—A los pobres les gustaría que la plaza fuera un museo donde no tuvieran cabida las miserias del mundo: una pieza aséptica, silenciosa, vacía, en cuya contemplación se pudieran deleitar perennemente. O sea, el cielo. Lo malo es que el cielo viene tras la muerte.