—¡Próspero año nuevo a todos los españoles!
—¿Y a los demás que los zurzan?
—Efectivamente: si no son verdaderos españoles, que los zurzan.
El que habla —con evidente sarcasmo— es el rojo. En el corro muchos pillan el sarcasmo evidente: sonríen; unos pocos no lo aprecian tan evidente: miran desaprobatorios al rojo; dos o tres no lo aprecian en absoluto: casi ponen cara de darle la razón.
—¿Quiénes son los españoles? —pregunta el despistado.
El rojo persevera en el sarcasmo:
—Que te lo diga el conservador: ellos tienen un detector infalible de españolidad que da o quita la patente de español en un segundo.
El conservador acepta el reto:
—No es para tanto. Ahora bien, resulta fácil decir quién es español: el que tiene documentos de identidad españoles, está impregnado de la cultura española y se siente orgulloso de nuestra historia y tradiciones.
El rojo, ahora en serio, toma el relevo:
—En lo primero, estamos de acuerdo; en lo demás… Habría que definir claramente qué es eso de nuestra cultura, y establecer un umbral de orgullo histórico por encima del cual uno pueda ser declarado español genuino y, por debajo, español defectuoso o antiespañol.
—Más bien, habría que leer a Américo Castro —se entromete don Juan.
—¿Por qué?
—Porque leer no estorba nunca y porque don Américo nos enseñó a mirar de otra manera la historia en tanto que proceso doloroso que nos ha ido llevando a ser lo que somos.
—¿Qué somos?
—Españoles. Es decir, individuos que no están muy seguros de su propia identidad y que propenden a interrogarse y discutir sobre ella.
—¿En otros sitios no lo hacen?
—Quizá no tan a menudo ni con tanta virulencia.
—¿Cómo hemos llegado a ser lo que somos? —pregunta uno, casi suplicante.
—Aunque caben matices, al menos en el ámbito castellano la identidad española se constituyó esencialmente por oposición.
—Todas las identidades se forjan por oposición, don Juan. Mire, por ejemplo, a los polacos. ¿Qué son? Católicos emparedados entre ortodoxos y luteranos —observa un culto.
—Por eso hay algunas similitudes notables entre polacos y españoles. En cualquier caso, los españoles eran, ante todo, cristianos contra el moro. Cuando el moro ya solo representaba un peligro militar residual, los españoles se percataron de que, a su lado, casa con casa, vivían judíos y moros los cuales eran iguales que ellos, aunque no eran exactamente iguales que ellos.
—¿Qué hicieron entonces?
—Obligarles, por la persuasión o la fuerza, a que se convirtieran al cristianismo.
—¿Se resolvió el problema?
—En absoluto. Pese a la conversión continuaron tercamente distintos: en la comida, en la ropa, en el habla, en las fiestas, en los duelos…
—Acaso fuera un esfuerzo inútil y algo tonto —propone el escéptico.
—Acaso, pero eso ya carece de importancia si no es como ejemplo u ocasión de escarmentar en cabeza ajena
—Siga contando.
—El 5 de junio del año que viene se cumplirán 570 años de la revuelta toledana contra los judíos y conversos que encabezó Pedro Sarmiento. De allí viene la pesadilla, terrible, de la limpieza de sangre, una obsesión que atormentó a los españoles durante siglos y, en cierto modo, pervive todavía.
—¿Qué es eso de la limpieza de sangre?
—La consagración formal de que hay españoles de primera —los cristianos viejos—, que tienen todos los derechos, y españoles de segunda —los cristianos nuevos—, a los que se les mira por encima del hombro y se les imponen numerosas restricciones.
—¿Y ahí se acabó?
—Ahí comenzó una nueva fase de la historia, aciaga y persistente. Por un lado, los cristianos viejos, a cambio de la supremacía, cargaron con el pesado fardo de la honra y el afán testarudo y absorbente de mantenerla. Por otro, los excluidos, vedada la posibilidad de integración, se vieron forzados a la disidencia secreta, el disimulo y el engaño. Ni siquiera la expulsión solucionó el asunto, porque muchos aprovecharon diversos resquicios para quedarse; de modo que las suspicacias y susceptibilidades, lo hemos dicho, llegan hasta hoy.
—¿Tanto tiempo?
—En muchos aspectos, pero principalmente en uno que ahora nos aflige todos los días: que hay españoles conspicuos y dudosos; que los conspicuos se asimilan a los cristianos viejos, los únicos capacitados para conceder marchamo de españolidad; que frente a los españoles dudosos solo caben dos opciones: la expulsión o la mano dura; y, por supuesto, que nadie debe venir de afuera a engorrinar aún más este charco fétido en donde nos ahogamos. Aznar, Casado, Rivera, Abascal, Valmaña y sus secuaces —¿o mentores?: Savater, Azúa, Juaristi, Trapiello— deberían declarar a Pedro Sarmiento santo patrón de los españoles españoles españoles.
—¿Y nosotros?
—Nosotros abominamos de él y le deseamos próspero año nuevo a todo el mundo.
A ustedes, queridos lectores, más que a nadie.
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