El día de los Reyes explota el globo de las fiestas navideñas, tan entrañables, mientras avanza hosco el yugo del calendario laboral. Pero los niños todavía no lo saben; ellos se abandonan inconscientes a una exaltación de risas, gritos y carreras que convierten el bar en patio de manicomio; los adultos, en cambio, portan negras nubes de melancolía o aburrimiento cuya toxicidad se expresa a veces en largos silencios, a veces en ásperas reconvenciones a los nenes, de inutilidad manifiesta. Los amigos, todos sin hijos ya, casi sin nietos, acuerdan rápidamente buscar refugio en sitio más hospitalario. Tenemos éxito. Mientras sirven las copas, alguien pregunta:
—¿Qué les ha pedido a los Reyes, don Juan?
—Lo de siempre: salud, curiosidad y tiempo para satisfacerla. Que venga para ustedes lo mismo.
—¿Y qué le han traído?
—Este libro.
Lo busca parsimoniosamente en el bolsillo del abrigo, lo saca, lo deja encima de la mesa: Conciencia del agua, de Jesús Miguel Horcajada.
—¿Ya lo ha leído?
—Un par de veces, pero lo leeré otras cuantas.
—¿Por qué?
—Porque es un libro denso, complejo, rico, oscuro y no fácil.
—Está usted espantando lectores…
—Creo que no: más bien incitándolos. Los lectores de poesía huyen de lo trivial como de la peste.
—Serán algunos.
—Los que merecen el nombre. La poesía es reto, misterio, campo de minas, selva que desbrozar —lo recordaba el otro día un buen amigo y gran poeta— para encontrar enigmas…
—Empiece usted a desbrozarnos esta.
—Es imposible. Cada lector halla en la poesía lo que puede hallar: un buen poema tiene para cada lector —y aun para cada momento de lectura— un mensaje exclusivo, nada obvio y siempre nuevo.
—Bien, pero facilítenos la entrada a la selva, que luego saldremos como mejor sepamos.
—Horcajada es poeta generoso. Desde hace años deja ver en el Facebook o en los blogs cómo avanza en los afanes poéticos, de modo que bastantes poemas del libro los conocíamos; conocíamos también el clima en el que se han ido forjando e, incluso, las peripecias vitales que les han dado ocasión. De modo que al lector atento no lo pillan desprevenido.
—No todos estamos en esas cosas, don Juan.
—Porque no quieran. Aun así, si se acercan a libro, si lo comparan con los anteriores, notarán enseguida dos cosas: que Horcajada ha dejado de ser un poeta joven —signifique eso lo que signifique— y que se ha convertido, muy probablemente, en el artista de mayor nivel que ha dado Almagro en los últimos cuarenta o cincuenta años. En lo segundo no me detendré, porque es terreno resbaladizo, salvo para decir que le ha llegado la hora de hacerse un hueco más allá de la poesía en Ciudad Real y provincia. En lo primero, sí: Horcajada es un poeta maduro que ha encontrado su propia vena —en la segunda acepción del DLE— y tiene recursos sobrados para explotarla provechosamente.
—¿La vena es rica?
—Y frecuentada: el amor, los arrebatos y aprensiones que origina; el malestar del mundo y sus perplejidades; la cautelosa desconfianza con que el poeta se ausculta a sí mismo y los asombros, los temores, las oscuridades que encuentra; la luz orientadora que irradian otros libros…
—¿Entonces, dónde está la novedad?
—Donde la han encontrado siempre los buenos poetas: en la mirada y en la voz. O sea: Horcajada, en la mina de todos, ha dado con una forma exclusiva e inconfundible de tratar el material, hecha de segura inseguridad, de frágil dureza, de sabia ignorancia, y de la resuelta voluntad de perseverar en la poesía pase lo que pase. Y, naturalmente, en la tarea se sirve de herramienta propia: una voz original, aunque nutrida certeramente de otros muchos poetas, de otras muchas poetas, más bien.
—Descríbanosla.
—La voz de Horcajada se mueve entre el balbuceo y la afirmación rotunda, entre la timidez frente lo incomprensible o lo horrendo del mundo y la resuelta seguridad que le dan, de cuando en cuando, algunos tenues rayos de luz: el amor, la familia... Una voz profética —en el sentido bíblico del término—, muy adecuada para un poeta que —como todos los verdaderos— no ha elegido serlo, sino que ha llegado a la poesía arrastrado por una fuerza superior e implacable. Esa es precisamente la conciencia del agua.
—¿Qué quiere decir?
—Que en el libro el agua toma conciencia de su poder salvífico y de su capacidad para abrirse paso, entre oscuridades y turbulencias o entre pantanos pestilentes, hacia algún lugar desconocido, pero imprescindible y sagrado.
—Será verdad.
—Lo es. Compren el libro y lo comprobarán.
Yo me quedo con la copla: he aquí el primer regalo del año.
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