—Mea culpa —repite don Juan en tono de broma que no
oculta el disgusto real.
—Se flagela usted por poco —consuela o se burla el cínico.
—No me flagelo. Lamento que este libro haya estado varios
meses al otro lado de la plaza y, de no ser por el amigo que me lo ha regalado…
—¿Cuántos libros se publican en España cada año? Decenas de
miles. ¿Quién puede aspirar a conocerlos todos? Absolutamente nadie. Entre los
que dejamos de conocer quizá se halle alguna obra maestra; paciencia:
acabaremos enterándonos, porque ya la descubrirá alguien, acaso algún amigo que
nos la regale —insiste el cínico.
—O no. Pero, aunque así fuera, ahora no se trata de eso.
¿Cuántos libros se publican cada año en Almagro? ¿Media docena? No llegará.
Luego el desconocimiento de cualquiera de ellos sí es de lamentar.
—O no, digo yo también. ¿A nuestros años?
—A nuestros años y a todos. Naturalmente, no lamento que
este libro me haya pasado inadvertido por ningún prurito de novedad, de estar a
la última: eso sí que a nuestra edad carece de importancia. Lo lamento por
otras dos razones de mayor peso: porque probablemente lo sucedido nos dé pistas
sobre la endeblez de la comunidad lectora almagreña —el libro ni siquiera ha
encontrado hueco en la biblioteca pública—, y porque los lectores se están
perdiendo una obra original, verdaderamente insólita y de notable interés.
—Va demasiado rápido, don Juan: que no se haya enterado
usted del libro no significa que nadie se haya enterado. ¿No estará perdiendo facultades?
Don Juan encaja el golpe con deportividad:
—Lleva usted toda la razón: acaso esté siendo un best-seller.
Ojalá. Es improbable, sin embargo.
—¿Por qué?
—Porque, además de lo dicho, hay que contar con la
discreción de las autoras y del editor.
—Autores y editores ¿no quieren, ante todo, vender?
—La mayoría, sí. Otros quieren vender, pero no ante todo.
—¿De qué libro hablan? —pregunta alguien cansado de rodeos.
—De este: El gorrión de Proust. Una hermosura.
—¿Quién es el autor?
—Las autoras: Gudrun Ewert y Karim Taylhardat.
—¿Almagreñas?
Don Juan pasa por alto la ironía:
—Karim Taylhardat vive en Almagro desde hace muchos años;
tiene una trayectoria literaria abundante y muy apreciable; ha publicado en
editoriales de importancia como Huerga & Fierro o Lengua de Trapo;
demuestra siempre gran sensibilidad y delicadeza tanto en los temas —el arte,
la condición femenina, los animales: un libro delicioso es, por ejemplo, Perritos
del halda, en Huerga & Fierro— como en el lenguaje: sutil, exquisito,
franciscano, primoroso… y trabajado.
—Pocos la conocen aquí.
—No le hará falta. A su marido tampoco
lo conocía nadie, y era un sabio.
—¿Y Gudrun Ewert?
—De Ewert —mea culpa de nuevo: la ignorancia es
mucha— yo no había tenido noticia hasta ver este libro: bien que lo siento.
Gracias a Google he sabido que es una artista —pintora, dibujante, escultora—
alemana afincada en Madrid, en Valdemorillo. De aquí en adelante estaré más
atento.
—¿El libro?
—En el libro, brevísimo, Karim Taylhardat pone los textos
—verdaderos poemas en prosa— y Gudrun Ewert los dibujos, estupendos.
—¿Una especie de poemas ilustrados?
—No. Ni los dibujos ilustran al texto ni el texto explica
los dibujos. Hay más bien una simbiosis de elementos independientes que se
complementan armoniosamente, quizá porque ambas han trabajado a la vez,
quizá porque compartan la misma sensibilidad, o más probablemente porque la
entidad creadora de las dos es grande. El hecho de que texto y dibujo no
compartan página, aunque una mínima parte del dibujo se halle siempre presente
debajo del texto, como evocación o llamada, subraya —muy acertadamente, a mi
juicio— la interconexión y la independencia.
—¿De qué trata?
—De gorriones, es decir, de lo más quebradizo y de lo más
resistente; de la vida, la enfermedad, la muerte; de la destrucción y la
guerra; y del amor y la naturaleza; de la melancolía y la felicidad… O sea, de
las cosas que de verdad importan, las que parecen triviales.
—¿El título?
—A Proust le interesaban mucho los pájaros; de hacer caso al
famoso cuestionario que lleva su nombre, el gorrión el que más.
—¿El editor?
—Francisco Romero. Tampoco sabía yo que se dedicara a ello.
Algún día hablaremos de Francisco Romero, vox —perdón— clamantis in deserto, que lleva a cabo una
labor descomunal de agitación cultural, abnegadamente, incansablemente,
¿solitariamente?
—¿No le pone peros al libro?
—Ninguno. Tiene una o dos erratas, algún descuido
ortográfico: nada de importancia, porque la edición en conjunto es impecable, a
la altura del libro.
—¿Nos lo recomienda, entonces?
—Con entusiasmo: es una pequeña maravilla que nos habla al
oído y nos toca el alma. No andamos sobrados de libros así.
Pues habrá que leerlo.
Pues habrá que leerlo.
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