La mañana de san Blas es radiante: invita a pasear
despreocupadamente mirando el pueblo como si fuera de estreno bajo la luz tan limpia.
Estamos un rato absortos en el quehacer de las cigüeñas, que han vuelto al nido
de las Calatravas: lo reparan y agrandan, entre arrumacos y crotoreos, con
delicadeza y aplicación fascinantes.
—Las cigüeñas son ejemplo de laboriosidad —pondera alguien.
—Y de amor conyugal —añade otro.
—¿Conyugal? Si se enteran los de Vox te lapidan: por
ofensa al matrimonio, que es solo el de hombre con mujer.
Don Juan apacigua:
—Desde la antigüedad remota, probablemente desde el
Neolítico, la cigüeña es un símbolo muy potente. Porque las parejas de cigüeñas
son fieles y trabajadoras, los romanos —lo cuenta Cirlot— las consagraron a
Juno, diosa de la familia y la maternidad: traían a los niños, anunciaban el
fin del invierno, la abundancia de la primavera. Por eso, lo mismo que a las
golondrinas, las dejaban anidar libremente en cualquier sitio y a nadie se le
ocurría hostigarlas; matarlas era tabú.
—Sería antes. Cuando arreglaron la cubierta de San
Bartolomé derribaron el nido y se empeñaron en que no lo volvieran a levantar;
las pobres cigüeñas anduvieron explorando torres y tejados: en ningún sitio les
dieron posada. A las golondrinas pocos les toleran que aniden en sus casas…
—Las sociedades modernas piensan, equivocadamente, que
pueden vivir de espaldas a la naturaleza: desconocen los rituales de la
agricultura —la agricultura misma se ha transformado en industria—, han olvidado
saberes que durante milenios sostuvieron un cierto tipo de civilización, y la
ignorancia e irreverencia que vemos alrededor, más que indignación o vergüenza,
producen espanto y lástima.
Al cínico le brilla en los ojos una chispa de ironía:
—Yerra el tiro, don Juan. La hostilidad hacia golondrinas
y cigüeñas no deriva de la ignorancia ni de que sean unos huéspedes molestos y
sucios: deriva de que son aves migratorias.
Se queda tan ancho, esperando la petición de
explicaciones.
—Qué tendrá que ver —objeta un ingenuo.
—En el mejor de los casos, los inmigrantes vienen a
incordiar; en el peor, a violar a nuestras hijas, a robarnos, a que les
trasplantemos nuestros riñones. Además, igual que las cigüeñas, los que antes
aparecían solo durante una temporada ahora se empeñan en quedarse para siempre:
comen lo que tiramos a la basura, abundan como moscas, son insolentes, guarros,
maleducados… ¿Vamos a darles facilidades?
—Hombre…
—Pues claro que no —remacha el cínico inmisericorde—: que
se queden en África.
Llevamos ya un buen rato de paseo. Se acerca la hora de la
comida. Alguien propone dejarse de divagaciones e ir a lo práctico:
—¿Tomamos unos vinos?
El cínico persevera:
—De ninguna manera. El vino es pecado: agua clara. O, si
hay que revolcarse en la depravación, Fanta de naranja.
La turba se subleva: una cosa es bromear con los
inmigrantes y otra, insoportable, hacerlo con las bebidas alcohólicas.
—¡¡¡Te has vuelto loco???
Don Juan viene en su ayuda:
—Quizá nuestro amigo esté pensando en los viajes del
presidente Sánchez.
—No veo la relación.
—Estos días hemos asistido a uno de los debates
parlamentarios más ridículos y sonrojantes de la historia de la democracia. Por
un lado el Partido Popular reprocha al presidente del Gobierno que viaje como
presidente del Gobierno. Por otro, el Partido Socialista reprocha al anterior
presidente del Gobierno que en el avión presidencial llevara vino y whisky.
—Ya sabe usted, don Juan, que los diputados se distraen
con estas cosas: son como niños.
—Pero la polémica, aunque tonta, es significativa.
—¿Por qué?
—Porque retrata muy bien a una cierta derecha y a una
cierta izquierda. Hay una derecha arcaica y abundante que cree, por nacimiento,
ser propietaria de derechos exclusivos. La patria es suya; a los demás,
advenedizos, inmigrantes, parias, se nos soporta siempre que no nos pasemos de
la raya. El presidente Rajoy, de las mejores familias de Pontevedra, podía disfrutar
legítimamente de todo el lujo que le diera la gana. En cambio, Sánchez, un
donnadie, ¿qué se habrá creído?
—¿Y la izquierda?
—La izquierda, en lugar de reivindicar para el presidente
del Gobierno la dignidad y el boato que le corresponden por el cargo, incluso
de apreciar y resaltar su alto valor simbólico, resucita un puritanismo
apolillado, torpe —acaso hipócrita— que contribuye a hacerme cada vez más
simpática la figura de Rajoy: alguien que bebe vino y whisky —o, al menos, que
los tiene a mano por lo que pueda pasar— es una persona sensata y razonable: lo
aceptaríamos con mucho gusto en la tertulia. ¿Verdad?
El asentimiento es general. En el Marqués, mientras suenan
remotos los cohetes en honor de san Blas, pedimos unos chatos y brindamos por
Rajoy y por el sentido común:
—¡Viva el vino!
—¡Viva!
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