jueves, 30 de abril de 2015

Lecturas de don Juan: 'Señas de identidad'

Señas de identidad
Juan Goytisolo
Seix Barral
Barcelona, 1976



Si hace no muchos meses nos hubieran dicho que a Juan Goytisolo le darían el Cervantes, que él lo aceptaría y acudiría a recibirlo de manos del Rey al paraninfo de la Universidad de Alcalá, a algunos les habría parecido, como poco, altamente improbable. Y, sin embargo —cosas veredes—, ha sucedido. La prensa se ha quedado con el asunto del chaqué, la última frase del discurso o alguna otra menudencia. Pero lo importante es que la España oficial, las élites culturales y políticas, acogen en su seno a un escritor esencialmente excéntrico, radicalmente subversivo y, no obstante, genuinamente tradicional e hispánico. Porque, como se sabe, al lado de una tradición literaria en la que estarían el Cantar de Mio Cid, Gonzalo de Berceo, Alfonso X, Manrique, Garcilaso, Quevedo, Lope..., hay otra en la que juegan el Arcipreste de Hita, las Coplas de Mingo Revulgo, La Celestina, La Lozana Andaluza, fray Bartolomé de las Casas, Casiodoro Reina... y hasta Cervantes. Y, al lado de la España de cristianos viejos, existe también —igualmente legítima y verdadera— la de los moros y moriscos, los judíos y marranos, y la de una buena legión de heterodoxos que acampa en los márgenes.
¿Qué significa, pues, el reconocimiento a Goytisolo? Don Juan no lo sabe con certeza —se le ocurren, incluso, respuestas bastante escépticas e incluso cínicas—, pero se alegra. Se alegra por lo que tiene de simbólico y tonificante: en estos tiempos en que tantas cosas van mal, es de agradecer que alguna vaya bien. Y se alegra principalmente por motivos literarios. 
Señas de identidad fue el tercer libro que don Juan leyó de Goytisolo —lo compró en 1976 por 350 pesetas— y, aunque deplora amargamente la banalización del sintagma y su transformación en plaga periodística, le impresionó: por el contenido, por la audacia con que se manifiesta y por la maestría como artefacto literario. Desde entonces sigue a Juan Goytisolo; en numerosas ocasiones no está de acuerdo con él —nunca le perdonará haberse tragado a Julián Ríos— pero le resulta en todo momento estimulante.
Si no han leído el libro deben leerlo —hay numerosas ediciones y a muy buen precio: en formato electrónico casi regalado—; mejor, acompañado de Don Julián y de Juan sin tierra —con los que forma la llamada Trilogía de Álvaro Mendiola—; y, a partir de él, lean a todo Goytisolo: su idea de España cambiará para bien y la de la literatura se enriquecerá.
¿Que el discurso ante el Rey no pasará a la historia? Ciertamente: el mejor escribano echa un borrón.

domingo, 26 de abril de 2015

Candidaturas (1)

Don Juan no vendrá en mayo. Invitado por el Instituto Cervantes, desde mediados del mes dictará conferencias en ciudades del este de Europa sobre asuntos de su especialidad —La Celestina La Lozana andaluza, que tanto le gusta, el Lazarillo y los diálogos de los hermanos Valdés—. Don Juan los tiene bien trillados y sabidos; pero es concienzudo. No quiere que nada se le escape: ni el último libro, ni el último artículo, ni la última reseña, ni siquiera una nota a pie de página en cualquier publicación universitaria de tercera fila. Así que, desde mañana, se encerrará en Navaltizón a estudiar y a escribir.
¡Y yo tengo que llenar el blog...! De modo que he tomado una decisión heroica. Me presento al café con el Boletín Oficial de la Provincia, a ver si consigo que don Juan me comente las candidaturas de las elecciones municipales. Hay cuatro: troceando bien las explicaciones y dándoles coba, ya tengo cuatro domingos; los otros dos, veré cómo me las apaño. Ustedes lo agradecerán.
Dicho y hecho: cuando nos han servido los cafés y mientras nos ponen las copas, dejo las hojas en la mesa; las de toda la provincia. Él se hace de nuevas:
—¿Le ha dado a usted por la legislación o quiere asesorar a alguien para que contrate alguna carretera?
—No, don Juan: son las candidaturas a las elecciones locales.
Sin aparentar mucho interés —pero estas cosas le gustan— hojea el cuadernillo. Enseguida pregunta, casi como Nuestro Señor Jesucristo en las bodas de Caná:
—¿Y qué tengo yo que ver con esto?
—Nada —respondo—. Pero he creído que le podría interesar. Y si me da su opinión...
—Para enjuiciar una candidatura no basta la lista de los nombres: hace falta conocer la trayectoria de cada uno, y el programa que pretendan cumplir.
—Ya —digo a la defensiva—; pero su opinión me interesa de todas formas.
—¿Qué quiere saber? —responde rápido.
—Lo que usted me cuente de las candidaturas de Almagro.
—¿Por dónde empezamos?
Este ametrallamiento me desconcierta: o don Juan desea acabar pronto con el engorro o tiene segundas intenciones que se me escapan. Respondo:
—Por la última, si no le importa. Vamos hacia arriba para llevarle la contraria a la Junta Electoral.
Almagro Sí puede! se llama. Bien. Para empezar hay dos cosas que me incomodan. Una, que jueguen al escondite. ¿A quién quieren engañar? ¿No le parece a usted pueril decirnos “A que éramos de Podemos, pero hacíamos como que no éramos de Podemos”? ¿Si sacan muchos votos, serán votos de Podemos? ¿Si sacan pocos votos, de estos pobres infelices que se presentan en los pueblos? Obviamente no engañan a nadie. Alguna vez le he dicho que los dirigentes de Podemos eran buenos tácticos; ahora me parecen también malos estrategas. Ya veremos.
—¿Y la otra?
—La otra se me antoja más grave. ¿Por qué se llaman Almagro? Ellos serán unas cuantas decenas; como mucho, unos pocos cientos; pero, sin pensarlo demasiado, se llaman a sí mismos Almagro. Y los demás que aquí viven ¿qué son? ¿Marte? ¿O, siendo ellos solos Almagro, los otros quedan degradados a parias, a infieles que estorban en su paraíso? Este pequeño desliz —seguramente involuntario, y para ellos inocente— es puro totalitarismo verbal: una parte, chica o grande —el 24 de mayo lo sabremos—, se atreve a usurpar el todo. Podíamos imaginarlo hace meses; sin embargo, a los que vivimos la dictadura, ese régimen en que media España se permitía llamar Antiespaña a la otra media no nos hace mucha gracia.
—Petulancia juvenil, don Juan.
—De cuerpo no parecen tan jóvenes; de espíritu, ellos sabrán.
—¿Y de los candidatos qué opina?
—Personalmente solo conozco a Arenas, y ya sabe mi opinión sobre ella: inmejorable; creo que han hecho mal relegándola al segundo puesto. Conocí al abuelo y al padre del número uno, y conozco a la madre y a la hermana: militantes todos del PSOE. Pero eso, claro está, a nuestros efectos no tiene ninguna importancia. Cada uno es hijo de sus obras: si los almagreños quieren, nos las enseñará.
—¿Algo más?
—Hay también en la lista algún encarnizado enemigo de la arquitectura popular: casa donde pone el letrero, casa que se hunde. A él le gustan más los pastiches dulzarrones y caros, triviales y un poco horteras. Almagro padecería bastante si fuera concejal de urbanismo.
La tarde está dando de sí. Para que no decaiga, pido otras copas. Don Juan matiza:
—Del resto no tengo referencias. Pero es admirable que se presten a servir a su pueblo y se expongan, sin necesidad, a críticas como las nuestras. Hay que alabárselo.
Y yo, aunque no lo digo, estoy de acuerdo.


jueves, 23 de abril de 2015

Lecturas de don Juan: 'Cuarenta contra el agua'

Antología poética. Cuarenta contra el agua
Félix Francisco Casanova
Demipage
Madrid, 2010



Félix Francisco Casanova Martín, canario de la isla de la Palma, nació en 1956, y su vida —antes de tiempo y casi en flor cortada— se apagó en Santa Cruz de Tenerife en 1976. En menos de veinte años consiguió escribir una novela turbadora —El don de Vorace— y muchos poemas, que su padre, el médico y también poeta —uno de los fundadores del Postismo— Félix Casanova de Ayala, recogió con mimo y se ocupó de divulgar. Ahora la editorial Demipage está publicando toda su obra.
Y esta antología —que cuesta catorce euros— es una buena vía para acercarse a ella y para celebrar el Día del Libro. Casanova se ha comparado a Rimbaud. Como él, completó toda su obra casi antes de salir de la adolescencia; y como él alcanza momentos de gran intensidad verbal, de una belleza inquietante y oscura, honda y confusa como suelen ser las almas de los adolescentes, pero que, a la vez, tiene la certeza, la desenvoltura y la seguridad de un poeta avezado. No sabe don Juan si Casanova merece el calificativo de genio. Lo que sí sabe es que en nuestra poesía moderna no hay caso igual y que su lectura se convierte en una experiencia intensa e inolvidable. Léanlo y lo comprobarán. Pero, antes, pueden leer también esta entrevista de Fernando Aramburu —firme partidario y difusor de Casanova— que lo explica muy bien.

Y, como aperitivo, tres poemas:

LA MEMORIA OLVIDADA
¡Qué alivio...!
Eres un árbol y
no puedes seguirme.
                                   (27-7-74)

EL LEVE MARTILLEO DEL OTOÑO
como una baraja de naipes afilados,
sesga mi memoria,
y al pisar las lenguas secas,
desertoras tristes de sus árboles,
oigo mi voz y no me reconozco,
¿fue tan hermoso ese día de campanas
en que desnudo en la yerba
fabriqué este recuerdo?
                                           (1-75)

A VECES, CUANDO LA NOCHE ME APRISIONA
suelo sentarme frente a una cabina
telefónica
y contemplo las bocas que hablan
para lejanos oídos.
Y cuando el hielo de la soledad
me ha desvenado, los barrenderos moros
canturrean tristemente
y las estrellas ocupan su lugar,
yo acaricio el teléfono
y le susurro sin usar monedas.
                                                             (1-75)

domingo, 19 de abril de 2015

Día del Libro

Camino de la plaza a ver si nos podemos tomar un vermú —tarea más difícil de lo que pudiera parecer—, pasamos por delante de Arte y Comunicación Calatrava, la tienda desde la que Martínez Carrión quiere —no sé yo con qué éxito— agitar un poquito la vida cultural almagreña, tan mortecina. Allí hay un cartel que anuncia actos para el 23 de abril.
—La semana que viene es el Día del Libro —digo yo, señalando la tienda.
Don Juan, que detesta cordialmente las proclamaciones de lo obvio, pregunta con malicia:
—¿De cuál?
No me doy por aludido. Prosigo inocentemente:
—De los libros en general, y de la lectura. Los organismos internacionales han creído conveniente dedicar un día a promocionarlos y han escogido el 23 de abril porque tal día de 1616 murieron Cervantes y Shakespeare.
Don Juan me mira con asombrada curiosidad, pero contesta en tono neutro:
—Cervantes y Shakespeare murieron, efectivamente, en la misma fecha, pero no murieron el mismo día; los ingleses aún no habían adoptado el nuevo calendario: su 23 de abril era nuestro 3 de mayo. Y el 23 de abril es San Jorge. Aquí en Almagro la fiesta de San Jorge tiene una enorme importancia histórica y antropológica que, creo yo, no se ha destacado lo suficiente. Alguien debería dedicarse a estudiarla: aprenderíamos mucho.
Hemos conseguido mesa en la plaza. Se nos va un rato en explicarle al camarero qué vermú nos debe traer y cómo lo debe servir. No estoy muy seguro de que hayamos tenido éxito; don Juan comprueba que, en ciertas ocasiones, no solo es necesario proclamar lo obvio: hay que hacerlo numerosas veces. Entre tanto, pierdo el hilo de San Jorge: ya lo recuperaré.
Esperando el vermú, le enseño a don Juan el periódico. Un pope de la cultura dice que “las posibilidades de éxito profesional y social se reducen considerablemente en las personas que no han adquirido el hábito lector”.
—¿Qué le parece, don Juan?
—Nada. Tendría que explicarnos este buen hombre qué entiende él por éxito profesional y social y por hábito lector. Si entiende lo que se suele entender, la afirmación es rotundamente falsa. Muchas personas —usted conocerá a alguna— que parecen disfrutar del éxito profesional y social no leen nunca nada. Y hay también grandes lectores cuyo éxito profesional y social es bien escaso: ahí tiene usted al mismo Cervantes, aficionado a leer hasta los papeles rotos de las calles.
—Por lo menos leerán textos profesionales... —otra perogrullada.
—Obviamente —dice con retintín—. Pero no se referiría a eso: sean cuales sean las modalidades de lectura, todas ellas proporcionarán al lector, en dosis variables, conocimiento y placer artístico —signifique eso lo que signifique—. Hay lecturas utilitarias y profesionales —un manual de anatomía, por ejemplo—, que producen máxima información y mínimo placer artístico; las lecturas de mera y pueril evasión —pongamos La Templanza—, ni lo uno ni lo otro; y habrá una lectura ideal que obre en el lector el milagro del máximo conocimiento y el máximo goce. La primera lectura, claro está, será imprescindible para el éxito profesional; las demás, absolutamente superfluas. Eso sin hablar de que, tanto en el conocimiento como en el placer artístico, hay niveles.
—O sea, que se ha metido el hombre en un jardín.
—No: ha hecho un discurso de circunstancias. Pero sería bueno que las autoridades hablaran con precisión y se limitaran a cumplir sus obligaciones. En el asunto de la lectura deberían conseguir en todos los ciudadanos un dominio eficaz de las destrezas lectoras. La adquisición de esas destrezas —que, según el famoso informe PISA, nuestros adolescentes poseen muy precariamente— sí es imprescindible para el éxito profesional y social. El hábito lector, si viene, vendrá después.
Creo que esta vez quien dice perogrulladas es don Juan, pero me lo callo. Pregunto:
—¿Y no sería bueno que las autoridades lo promovieran también?
—Sí, pero que primero hagan lo otro. En las sociedades modernas, la lectura tiene que competir con múltiples fuentes de conocimiento y de placer diversamente atractivas o accesibles para los individuos. Algunos creemos que la lectura es mejor que muchas. Pero no todo el mundo piensa así. ¿Por qué? La lectura —Montaigne lo decía de la inteligencia— es un bien muy justamente repartido: cada uno tiene la que necesita. Sí supiéramos leer bien, quizá querríamos más.
Ha llegado el vermú. Poco a poco los bares de la plaza van aprendiendo estas delicadezas. Pero les cuesta. Lo mismo pasa con la lectura.

jueves, 16 de abril de 2015

Lecturas de don Juan: 'Limónov'

Limónov
Emmanuel Carrère
Anagrama
Barcelona, 2013


No le gusta mucho a don Juan esta moda de las novelas que parecen historia o biografía, pero que son novelas —o viceversa—, ni tampoco los nombres con que se las quiere dignificar. De modo que no lee a Javier Cercas, por ejemplo. Pero su hijo le recomendó Limónov. Don Juan es fácil de convencer para que empiece un libro; para que llegue a terminarlo ya es otra cosa: lee solo los libros que logran interesarle y no duda en abandonar los que no lo consiguen, porque "a mi edad —dice él— no está ya uno para perder el tiempo". Y Limónov le ha gustado, francamente.
Carrère, que es bastante conocido en España, escribe bien; es decir, domina la técnica de contar historias combinando equilibradamente los ingredientes, dosificando las claves, manejando el ritmo y expresándose en un lenguaje claro, sin obstáculos, accesible a cualquier lector: de ahí su éxito. No es un genio de la literatura, pero sus libros tienen buen nivel: sobrepasan el mero entretenimiento, y no tienen por qué decepcionar a los exquisitos.
Y, además, aquí cuenta con un personajes formidable: Eduard Veniamínovich Savienko, o sea, Limónov —cuyo apodo proviene del nombre con que se designan en ruso las granadas de mano—. Si alguno de ustedes está al tanto de la política rusa sabrá algo de él: que fundó un partido nacional-bolchevique (no han leído mal), que confluyó con Kaspárov en contra de Putin, que se ha significado en protestas contra la represión como las que se originaron tras el asesinato de la periodista Anna Politkóvskaia, y que escribe... Pero antes había hecho otras muchas cosas no muy convencionales en Rusia, en Ucrania, en Estados Unidos, en Francia, en Serbia: desde luego, un ser humano extraordinario para lo bueno y para lo malo que funciona estupendamente como protagonista de novela. Aunque esto no es una novela... o sí.
Lo que a don Juan más le ha interesado es el retrato de los últimos tiempos de la Unión Soviética, de su descomposición y de su fracaso. Si este era el hombre nuevo que se pretendía crear desde 1917, Rusia ha desperdiciado un siglo y tardará en recuperarse de las secuelas.
En fin, léanlo, que no se arrepentirán. Y, si les quedan ganas, pueden leer también Soy yo, Édichka, una autobiografía del propio Limónov que edita Marbot. Entre los dos se gastarán unos cuarenta euros. Por si no les sobra el dinero, a don Juan —qué cosas— le ha gustado más el de Carrère.


domingo, 12 de abril de 2015

Diego de Almagro

Don Juan rara vez habla de sí mismo; pero hoy, por causa de cierta pregunta pública sobre su persona, me da algunos detalles. A su manera, claro.
—Poco después de que enterráramos a mi madre, murió Luis Cernuda. Vivíamos entonces en Valladolid, en la plaza de San Miguel. Yo acababa de licenciarme en Filosofía y Letras, estaba pendiente de empezar la mili, y quemaba aquellos días insulsos, de paréntesis vital, leyendo obsesivamente —todavía casi me los sé de memoria— La realidad y el deseo y las dos primeras Residencias de Pablo Neruda, que había conseguido de manera rocambolesca gracias a Francisco Pino, poeta secreto y espléndido, dueño de una acreditada tienda de telas en la ciudad. La muerte de Cernuda, a pesar de la devoción literaria que sentía por él, no me dolió.
—Normal: el dolor por la muerte de su madre no dejaba hueco para otros dolores.
—Efectivamente. Se lo cuento porque estos días hay mucha gente buena, con esa enorme bondad infalible y pánfila —en el sentido etimológico del término— de los seguidores de Pero Grullo y de Rosa Montero, que nos reprocha no ser más sensibles ante las víctimas del atentado de Kenia. Se equivocan de perspectiva. Una cosa es que todos los seres humanos, todos, sean iguales en dignidad y en derechos, y otra bien distinta que todas las muertes humanas, todas, nos deban doler por igual. Si alguien hubiera de cargar diariamente con toda la pena inmensa de todas las muertes que se producen en el mundo, no podría vivir: se moriría él mismo de tristeza. Por eso, la naturaleza, que es sabia, gradúa el dolor en función de la proximidad del difunto y del tipo de muerte que haya tenido: cuanto más próxima y menos natural sea una muerte más nos duele. Las de Charlie Hebdo nos dolieron por el fanatismo que las causó y porque los franceses son vecinos; las del 11-M, no digamos... Las de Kenia vienen del mismo fanatismo que las de París y Madrid, pero nos duelen menos porque nos pillan más lejos. No hay que esforzarse mucho en entenderlo, creo yo.
—¿Y no será también porque los kenianos son negros de África, dos cualidades que tienden a hacer invisibles a los seres humanos? —me atrevo a aventurar.
—No puedo excluir totalmente algún poso de racismo, pero creo que en este caso no es lo más importante. Le pongo un ejemplo: el 25 de marzo hubo lluvias torrenciales en la región de Atacama, un desierto donde no llueve nunca, menos que en el Sahara. Los aluviones causados por las lluvias han destruido todo a su paso: hay más de veinte muertos, muchos desaparecidos, daños cuantiosos. El gobierno ha movilizado al ejército y a la armada, a los carabineros; se ha declarado el estado de emergencia y el toque de queda... ¿Nos hemos enterado? ¿Algún periódico ha dicho algo, aunque solo sea por la rareza de que llueva en el desierto de Atacama?
—Hombre, don Juan, Chile está muy lejos.
—Ahí quería yo llegar —dice socarronamente—. En kilómetros, más lejos que Kenia. Pero en el corazón de los almagreños parece estar más cerca: una calle de Chile, otra de Salvador Allende, una travesía de los Chilenos, una placa —mellada, es cierto— en la iglesia de Madre de Dios, la bandera de Chile dentro de la propia iglesia, una excelente octava real escrita en bronce que habla de Chile, fértil provincia y señalada..., un monumento a Diego de Almagro, el cual también da nombre a una calle, a un colegio, a una peña del caballo...
—Pero del dicho al hecho... Ya sabe usted cómo es la retórica.
—La retórica es una cosa muy digna; la demagogia y la palabrería no lo son —don Juan se enfada un poco—. ¡Y, encima, uno de los pueblos más destrozados se llama precisamente Diego de Almagro! Si quiere ver los daños busque las imágenes en Youtube: tremendas.
—¿Cómo se entera usted de estas cosas, don Juan?
—Como se podría enterar todo el mundo: leyendo. ¿Qué le impide a usted en estos tiempos leer los periódicos de Chile? Ahora bien, no seré yo quien culpe a los almagreños por su desinterés: es perfectamente humano y comprensible que los muertos lejanos nos duelan poco o nada.
Ya en mi casa, antes de escribir estos apuntes, consulto la Wikipedia. Llego a saber que Diego de Almagro —antes se llamó Pueblo Hundido, ahora ha estado a punto de serlo— es la capital de una de las dos comunas o municipios de la provincia de Chañaral, en la región de Atacama, la III de Chile. Tiene, poco más o menos, los mismos habitantes que este Almagro nuestro, pero un término municipal casi tan grande como la provincia de Ciudad Real. Viven de la minería y del turismo... ¿Nuestro alcalde, al que estas cosas se le dan bien, no podría, por lo menos, mandar un telegrama de condolencia a su colega de Diego de Almagro? Isaías Zavala Torres se llama.

jueves, 9 de abril de 2015

Lecturas de don Juan: 'Kaleidoscopio insomne'

Kaleidoscopio insomne
Isabel Fraire
Fondo de Cultura Económica
México, D.F. 2004


Isabel Fraire —¡qué tentación de escribir Freire!—, poeta mexicana, murió el domingo pasado. Tenía ochenta años y en los últimos ha estado ya fuera de este mundo porque padecía esa enfermedad cruel que deja vivo el cuerpo y mata el alma. Antes, había sido poeta, traductora, diplomática y feminista, lo mismo que Rosario Castellanos.
Don Juan la conoció en 2005 gracias a este libro de nombre fascinante, que reúne toda su poesía y cuesta diecisiete euros. Los que tengan más de cincuenta años sabrán bien qué es un kaleidoscopio porque seguramente, en sus años de instituto, construyeron alguno. Los que tengan menos que lo busquen en la Wikipedia.
Y el título del libro no es solo fascinante: es exacto. En la poesía de Fraire las palabras, trozos multicolores de vidrio, se descomponen y se recomponen ante los ojos del lector como por casualidad o magia, pero obedeciendo en realidad a normas bien fundadas y plenamente conscientes. El poema, pues, aparece vistoso y frágil; natural y, a menudo, juguetón y risueño: una revelación de la danza de las palabras. Lo dijo, certero siempre, Octavio Paz: "Su poesía es un continuo volar de imágenes que se disipan, reaparecen y vuelven a desaparecer".
En España no es muy conocida. Por eso don Juan la trae aquí, aunque tenía pensado dedicar esta lectura a Gabriela Mistral porque a Gabriela sí la conocen todos ustedes.
Si leen a Fraire se lo agradecerán. He aquí dos de sus poemas:

no te deseo
te veo
tu imagen sigue
ocupando el silencio junto a mí

no tengo otra manera de moverme
que envuelta en tu mirada
tu recuerdo me viste

el aire que ocupaban tus palabras
resuena en mis oídos
como un tropel de ángeles

mis dedos sonámbulos
se tropiezan contigo
en cada objeto

*** *** ***

[Después de ver Jules et Jim]




desde el atardecer invulnerable
me mira fijamente
fija por el recuerdo
tu mirada


inmóvil como el tiempo
que se dice ha pasado
como las estaciones
inexorablemente sucesivas
e idénticas


fijos por el recuerdo tus dos ojos
como la luna suspendida en alto
me contemplan


y yo cambio
visto y desvisto caras y momentos
que van quedando inmóviles
fijos en el atardecer invulnerable


domingo, 5 de abril de 2015

Sábado de Gloria

Don Juan me invita hoy a comer. Puntual, a las doce llama a la puerta. No lleva chaqueta ni corbata. En la calle nos espera el coche, un Mercedes grande, impoluto, señorial. Dentro huele a rico. Enfilamos la carretera de Bolaños, lo cruzamos y salimos en dirección a Manzanares. Don Juan conduce seguro, bastante rápido. Yo, que todavía no me he repuesto de la impresión, no abro la boca.
—¿No quiere saber adónde vamos?
—Sé que huimos de la Semana Santa. En lo demás me fío de usted.
—Huimos, sí. Ya hemos tenido suficiente. El auge de la Semana Santa en los últimos años es desmesurado; como plaga medieval su veneno ha enloquecido a millones de personas. Ciertamente, es pasión; pero no de Cristo: de los cofrades y sus adláteres. Si hace cuarenta años alguien hubiera predicho esta inflación de pasos, hermandades, cortejos procesionales, nazarenos... nos hubiéramos reído en sus narices. Pero aquí está y no hace más que crecer.
—¿A qué se debe, don Juan?
—No lo sé. Como dicen los sociólogos y los periodistas cuando quieren nadar y guardar la ropa, será una conjunción de múltiples factores. Se me ocurren varios. En primer lugar, la celebración de la primavera: igual que los perros echan a correr si alguien hace ademán de agarrar una piedra, los seres humanos de hoy, aunque no vean la luna y vivan de espaldas al campo, conservan en los genes el vínculo con la naturaleza y festejan la resurrección de la vida. En segundo lugar, la Semana Santa se parece al carnaval, otro atavismo: da la oportunidad de participar en ella y sentirse importante a mucha gente que el resto del año no cuenta para nada. En tercer lugar está la moda: un machaqueo publicitario continuo en la televisión, en los periódicos, en las radios incita, para regocijo de los hosteleros, a la emulación rebañega de lo que se ofrece como modelo —y de paso difunde una jerga rimbombante, hueca y ridícula que algún día comentaremos—. Las autoridades, otra vez en la línea del carnaval o de los toros, también han contribuido: promocionando estas tradiciones tan nuestras tienen la oportunidad de exhibirse...
—Algo habrá de catolicismo.
—Algo hay, pero no tanto. La prueba es que muchos de los que se suman con entusiasmo a los saraos no dudan —incoherentemente, a mi parecer— en proclamarse ateos o, por lo menos, anticlericales. Y a los católicos más comprometidos no les hacen mucha gracia. Pero la iglesia transige: ella es especialista en apropiarse de festejos y dioses ajenos. Y aquí pone un dios que muere y resucita —¡hay tantos!— y un lenguaje. Que los significados de ese lenguaje no sean exactamente los mismos para los que van en las procesiones y para la jerarquía eclesiástica tiene una importancia secundaria: la iglesia cuenta a todos los cofrades como suyos.
—A usted estas cosas no le gustan, ¿verdad, don Juan?
—A mí me gustaría vivir en un estado laico de verdad: como Francia, por ejemplo. Pero nosotros no hicimos la revolución que hicieron ellos y, además, hay un componente musulmán en nuestra cultura —habría que volver constantemente a Américo Castro— que nos impide distinguir bien lo civil de lo religioso. Y quien podría enseñárnoslo —las autoridades mediante la escuela y el ejemplo— no tiene ningunas ganas. ¡Qué le vamos a hacer! Mientras tanto, huyo o miro con asombro, y repudio las ceras y los oros, la sangre de los toros y el humo de los altares. Ahora bien, la libertad es lo primero: que cada uno haga lo que le dé la gana.
En la autovía de Tomelloso, pasada la cárcel de Herrera, don Juan toma un desvío a la derecha; por carreteras y caminos cada vez menos transitados llega a una finca que se llama Nava del Tizón —obviamente, el vulgo le dice Navaltizón—. Era de su mujer y él la mantiene en usufructo, o fideicomiso o comodato o algo parecido: no entiendo de estas cosas. Allí ha mudado la biblioteca y se recoge a escribir y a leer. Comemos chuletas a la brasa, bebemos vino bueno, café de un termo que ha dejado la casera. Don Juan, con seriedad litúrgica, sirve luego unas copas de Peinado 100 años.
—¿Quién va a conducir, don Juan?
—No se preocupe por menudencias.
A media tarde, el casero nos acerca a la estación de Manzanares. En tren volvemos a Almagro. Se oyen los sones que preceden a la procesión de las mantillas; nos adelanta gente encopetada que acude a verla. Por calles suburbiales vamos cada uno a nuestra casa. Libres de la Semana Santa: felices.

jueves, 2 de abril de 2015

Lecturas de don Juan: 'Libro de la vida'

Libro de la vida
Santa Teresa de Jesús
Cátedra
Madrid, 1981

Don Juan no es religioso; es más, algunas manifestaciones públicas de la piedad católica le resultan francamente desagradables —pero no las critica y en modo alguno querría que se prohibiesen: allá cada cual—. Sin embargo, sabe que muchas de las grandes obras culturales de la humanidad las han hecho personas religiosas y por razones religiosas. Por eso es un gran visitador de templos y lector frecuente de la Biblia, de las Confesiones de San Agustín, de nuestros ascetas y místicos de los Siglos de Oro —sobre todo, siente fascinación por la corriente heterodoxa de los alumbrados, recogidos, dejados, quietistas... y, entre ellos muy especialmente, por Miguel de Molinos, de prosa seductora— y sigue las controversias teológicas que, tormentas en vaso de agua, agitan de vez en cuando ciertos charcos pantanosos. Todo ello sin olvidar, claro está, que los documentos de cultura son también documentos de barbarie. Pero no sigamos por aquí, no sea que nos metamos en algún berenjenal.
El caso es que, aprovechando la Semana Santa y el centenario del nacimiento de la autora, don Juan ha tomado una vez más este viejo libro —lo tiene desde 1981 y le costó 375 pesetas; ahora vale 11,50 euros— tan manoseado y lo está leyendo al tuntún, en ratos perdidos, pasando deprisa por ciertos pasajes, saltándose otros y demorándose en bastantes, porque la prosa de Santa Teresa, descuidada en apariencia, es rica, eficacísima, bien trabajada, muy distante de las protestas de ignorancia que hace la propia autora y, sin darte cuenta, te atrapa y no te suelta fácilmente.
Don Juan siente simpatía por Santa Teresa, una de esas mujeres que no se resignaron a guardar la casa y cerrar la boca (por cierto, Clara Janés, que la ha estudiado y antologado, publicaba en El País un breve artículo muy interesante el día del quinto centenario de su nacimiento), porque, lo mismo que Cervantes o que Fernando de Rojas, padeció tribulaciones históricas característicamente españolas y, a base de inteligencia y de tesón, puedo sobreponerse a ellas, aunque fuera dejándose algunos pelos en la gatera. Por eso, si a ustedes no les llaman la atención las procesiones ni tienen cosa mejor que hacer en la Semana Santa, les recomienda vivamente la lectura de este libro —que se publicó después de muerta la santa, por iniciativa de Fray Luis de León, lo cual ya es recomendación suficiente— de quien se atrevió a escribir que "solo podía pensar en Cristo como hombre".
La BCRAE lo ha editado recientemente y lo vende por 24,50 euros.