Don Juan rara vez habla de sí
mismo; pero hoy, por causa de cierta pregunta pública sobre su persona, me da
algunos detalles. A su manera, claro.
—Poco después de que enterráramos a mi madre, murió Luis
Cernuda. Vivíamos entonces en Valladolid, en la plaza de San Miguel. Yo acababa
de licenciarme en Filosofía y Letras, estaba pendiente de empezar la mili, y
quemaba aquellos días insulsos, de paréntesis vital, leyendo obsesivamente
—todavía casi me los sé de memoria— La realidad y el deseo y las dos
primeras Residencias de Pablo Neruda, que había conseguido de manera
rocambolesca gracias a Francisco Pino, poeta secreto y espléndido, dueño de una
acreditada tienda de telas en la ciudad. La muerte de Cernuda, a pesar de la
devoción literaria que sentía por él, no me dolió.
—Normal: el dolor por la muerte de su madre no dejaba hueco
para otros dolores.
—Efectivamente. Se lo cuento porque estos días hay mucha
gente buena, con esa enorme bondad infalible y pánfila —en el
sentido etimológico del término— de los seguidores de Pero Grullo y de Rosa
Montero, que nos reprocha no ser más sensibles ante las víctimas del atentado
de Kenia. Se equivocan de perspectiva. Una cosa es que todos los seres humanos,
todos, sean iguales en dignidad y en derechos, y otra bien distinta que todas
las muertes humanas, todas, nos deban doler por igual. Si alguien hubiera de
cargar diariamente con toda la pena inmensa de todas las muertes que se
producen en el mundo, no podría vivir: se moriría él mismo de tristeza. Por
eso, la naturaleza, que es sabia, gradúa el dolor en función de la proximidad
del difunto y del tipo de muerte que haya tenido: cuanto más próxima y menos
natural sea una muerte más nos duele. Las de Charlie Hebdo nos dolieron por el
fanatismo que las causó y porque los franceses son vecinos; las del 11-M, no
digamos... Las de Kenia vienen del mismo fanatismo que las de París y Madrid,
pero nos duelen menos porque nos pillan más lejos. No hay que esforzarse mucho
en entenderlo, creo yo.
—¿Y no será también porque los kenianos son negros de
África, dos cualidades que tienden a hacer invisibles a los seres humanos? —me
atrevo a aventurar.
—No puedo excluir totalmente algún poso de racismo, pero
creo que en este caso no es lo más importante. Le pongo un ejemplo: el 25 de
marzo hubo lluvias torrenciales en la región de Atacama, un desierto donde no
llueve nunca, menos que en el Sahara. Los aluviones causados por las lluvias
han destruido todo a su paso: hay más de veinte muertos, muchos desaparecidos,
daños cuantiosos. El gobierno ha movilizado al ejército y a la armada, a los
carabineros; se ha declarado el estado de emergencia y el toque de queda...
¿Nos hemos enterado? ¿Algún periódico ha dicho algo, aunque solo sea por la
rareza de que llueva en el desierto de Atacama?
—Hombre, don Juan, Chile está muy lejos.
—Ahí quería yo llegar —dice socarronamente—. En kilómetros,
más lejos que Kenia. Pero en el corazón de los almagreños parece estar
más cerca: una calle de Chile, otra de Salvador Allende, una travesía de los
Chilenos, una placa —mellada, es cierto— en la iglesia de Madre de Dios, la
bandera de Chile dentro de la propia iglesia, una excelente octava real escrita
en bronce que habla de Chile, fértil provincia y señalada..., un
monumento a Diego de Almagro, el cual también da nombre a una calle, a un
colegio, a una peña del caballo...
—Pero del dicho al hecho... Ya sabe usted cómo es la
retórica.
—La retórica es una cosa muy digna; la demagogia y la
palabrería no lo son —don Juan se enfada un poco—. ¡Y, encima, uno de los
pueblos más destrozados se llama precisamente Diego de Almagro! Si quiere ver
los daños busque las imágenes en Youtube: tremendas.
—¿Cómo se entera usted de estas cosas, don Juan?
—Como se podría enterar todo el mundo: leyendo. ¿Qué le
impide a usted en estos tiempos leer los periódicos de Chile? Ahora bien, no
seré yo quien culpe a los almagreños por su desinterés: es perfectamente humano
y comprensible que los muertos lejanos nos duelan poco o nada.
Ya en mi casa, antes de escribir estos apuntes, consulto la
Wikipedia. Llego a saber que Diego de Almagro —antes se llamó Pueblo Hundido,
ahora ha estado a punto de serlo— es la capital de una de las dos comunas o
municipios de la provincia de Chañaral, en la región de Atacama, la III de
Chile. Tiene, poco más o menos, los mismos habitantes que este Almagro nuestro,
pero un término municipal casi tan grande como la provincia de Ciudad
Real. Viven de la minería y del turismo... ¿Nuestro alcalde, al que estas cosas
se le dan bien, no podría, por lo menos, mandar un telegrama de condolencia a
su colega de Diego de Almagro? Isaías Zavala Torres se llama.
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