domingo, 30 de diciembre de 2018

Próspero año nuevo

—¡Próspero año nuevo a todos los españoles!
—¿Y a los demás que los zurzan?
—Efectivamente: si no son verdaderos españoles, que los zurzan.
El que habla —con evidente sarcasmo— es el rojo. En el corro muchos pillan el sarcasmo evidente: sonríen; unos pocos no lo aprecian tan evidente: miran desaprobatorios al rojo; dos o tres no lo aprecian en absoluto: casi ponen cara de darle la razón.
—¿Quiénes son los españoles? —pregunta el despistado.
El rojo persevera en el sarcasmo:
—Que te lo diga el conservador: ellos tienen un detector infalible de españolidad que da o quita la patente de español en un segundo.
El conservador acepta el reto:
—No es para tanto. Ahora bien, resulta fácil decir quién es español: el que tiene documentos de identidad españoles, está impregnado de la cultura española y se siente orgulloso de nuestra historia y tradiciones.
El rojo, ahora en serio, toma el relevo:
—En lo primero, estamos de acuerdo; en lo demás… Habría que definir claramente qué es eso de nuestra cultura, y establecer un umbral de orgullo histórico por encima del cual uno pueda ser declarado español genuino y, por debajo, español defectuoso o antiespañol.
—Más bien, habría que leer a Américo Castro —se entromete don Juan.
—¿Por qué?
—Porque leer no estorba nunca y porque don Américo nos enseñó a mirar de otra manera la historia en tanto que proceso doloroso que nos ha ido llevando a ser lo que somos.
—¿Qué somos?
—Españoles. Es decir, individuos que no están muy seguros de su propia identidad y que propenden a interrogarse y discutir sobre ella.
—¿En otros sitios no lo hacen?
—Quizá no tan a menudo ni con tanta virulencia.
—¿Cómo hemos llegado a ser lo que somos? —pregunta uno, casi suplicante.
—Aunque caben matices, al menos en el ámbito castellano la identidad española se constituyó esencialmente por oposición.
—Todas las identidades se forjan por oposición, don Juan. Mire, por ejemplo, a los polacos. ¿Qué son? Católicos emparedados entre ortodoxos y luteranos —observa un culto.
—Por eso hay algunas similitudes notables entre polacos y españoles. En cualquier caso, los españoles eran, ante todo, cristianos contra el moro. Cuando el moro ya solo representaba un peligro militar residual, los españoles se percataron de que, a su lado, casa con casa, vivían judíos y moros los cuales eran iguales que ellos, aunque no eran exactamente iguales que ellos.
—¿Qué hicieron entonces?
—Obligarles, por la persuasión o la fuerza, a que se convirtieran al cristianismo.
—¿Se resolvió el problema?
—En absoluto. Pese a la conversión continuaron tercamente distintos: en la comida, en la ropa, en el habla, en las fiestas, en los duelos…
—Acaso fuera un esfuerzo inútil y algo tonto —propone el escéptico.
—Acaso, pero eso ya carece de importancia si no es como ejemplo u ocasión de escarmentar en cabeza ajena
—Siga contando.
—El 5 de junio del año que viene se cumplirán 570 años de la revuelta toledana contra los judíos y conversos que encabezó Pedro Sarmiento. De allí viene la pesadilla, terrible, de la limpieza de sangre, una obsesión que atormentó a los españoles durante siglos y, en cierto modo, pervive todavía.
—¿Qué es eso de la limpieza de sangre?
—La consagración formal de que hay españoles de primera —los cristianos viejos—, que tienen todos los derechos, y españoles de segunda —los cristianos nuevos—, a los que se les mira por encima del hombro y se les imponen numerosas restricciones.
—¿Y ahí se acabó?
—Ahí comenzó una nueva fase de la historia, aciaga y persistente. Por un lado, los cristianos viejos, a cambio de la supremacía, cargaron con el pesado fardo de la honra y el afán testarudo y absorbente de mantenerla. Por otro, los excluidos, vedada la posibilidad de integración, se vieron forzados a la disidencia secreta, el disimulo y el engaño. Ni siquiera la expulsión solucionó el asunto, porque muchos aprovecharon diversos resquicios para quedarse; de modo que las suspicacias y susceptibilidades, lo hemos dicho, llegan hasta hoy.
—¿Tanto tiempo?
—En muchos aspectos, pero principalmente en uno que ahora nos aflige todos los días: que hay españoles conspicuos y dudosos; que los conspicuos se asimilan a los cristianos viejos, los únicos capacitados para conceder marchamo de españolidad; que frente a los españoles dudosos solo caben dos opciones: la expulsión o la mano dura; y, por supuesto, que nadie debe venir de afuera a engorrinar aún más este charco fétido en donde nos ahogamos. Aznar, Casado, Rivera, Abascal, Valmaña y sus secuaces —¿o mentores?: Savater, Azúa, Juaristi, Trapiello— deberían declarar a Pedro Sarmiento santo patrón de los españoles españoles españoles.
—¿Y nosotros?
—Nosotros abominamos de él y le deseamos próspero año nuevo a todo el mundo.
A ustedes, queridos lectores, más que a nadie.


domingo, 23 de diciembre de 2018

Feliz Navidad

Por mucho que en mitologías diversas —y en la liga de fútbol— se resalte la condición cíclica del tiempo, la dolorosa experiencia nos ha hecho saber a los viejos que el tiempo es una flecha volando, decidida y rauda, hacia la diana, que es el morir.
—¿No era la mar?
—La mar es el blanco de los ríos.
—Blanca de los Ríos, querrá decir —se cuela en cínico.
Don Juan le agradece el chiste con una sonrisa:
—¿Quién se acuerda de Blanca de los Ríos? La flecha que fue yace enterrada en el olvido.
—Probablemente ninguno de nosotros sepa dar razón de doña Blanca de los Ríos ni de otros innumerables que brillaron en el mundo, pero tampoco es para ponerse melancólicos.
—Algún día hablaremos de ella, aunque solo sea como muestra de las mujeres que no se resignan a guardar la casa y cerrar la boca, sino que aspiran y logran atender vocaciones consideradas —por qué, por quiénes— impropias de su sexo.
—Nadie la mató, gracias a Dios.
—Hay abundantes maneras de matar. Estorbar que alguien cultive los propios talentos o se conduzca libremente por el mundo, si no es matar, se le parece.
—Afortunadamente, en lo que respecta a las mujeres y a Occidente, los estorbos cada vez son menos.
—Pero existen. Mire a Laura Luelmo: muerta por su mera condición de mujer que se atreve a ciertas cosas.
—No: muerta por un bárbaro. La barbarie y la maldad —los bárbaros, los malos— existen y existirán y producirán víctimas. Cuantas menos haya, se nos harán más escandalosos los crímenes y más repugnantes los criminales. El caso de Laura Luelmo es un jarro de agua fría para los optimistas ilusos, un recordatorio de que la lucha entre civilización y barbarie no terminará nunca, una advertencia contra los frívolos —o estúpidos o bárbaros— partidarios de abolir leyes que apuntalan el progreso de la civilización.
—Luego las clases de tiempo son numerosas, y avanza cada una a su manera: en círculo, en dientes de sierra, hacia adelante, hacia atrás, en flecha…
—No sé si tiempo es la palabra precisa, pero ya que la usa… Resulta obvio que la naturaleza es cíclica; que el progreso moral se expande trabajosamente, que nosotros nos iremos y no volveremos más
—Nosotros y nuestras obras.
—Claro. Las ciudades, por ejemplo: producto y ámbito genuino de la civilización, nacen, cambian, duran poco o mucho… y desaparecen pronto o tarde sin remedio.
—A algunos no les gusta.
—Ellos sabrán.
—¿De qué hablamos?
—De la fachada que están hundiendo en la calle de la Feria.
—La han puesto por las nubes y lamentado el derribo.
—Contra toda evidencia.
—¿Por qué?
—Porque la fachada es anodina y vulgar: ni en el conjunto ni en los detalles vale la pena; carece de mérito arquitectónico, estético, sentimental, histórico… como no sea el de documentar la Edad de las Hileras de Balcones, periodo abominable y largo que debería estudiarse con ahínco para hallarle vacuna, pero del que perviven muestras suficientes.
—¿Y la casa?
—Lo mismo. Una casa levantada a trompicones, monstruosa y laberíntica, en la que, no obstante, hay piezas destacables: sobre todo, una pila del agua bendita —¿cómo llegaría allí?— preciosa. Por separado, las piezas tienen indiscutible calidad; en el conjunto abigarrado del que forman parte se tornan anomalías, aberraciones casi. De todas formas, supongo que las conservarán y les darán el realce que deben. Supongo también que no se omitirá el estudio arqueológico: estando donde está el edificio, acaso aclare enigmas de la historia almagreña.
—Hombre, don Juan, quienes lamentan el derribo lo hacen porque lo ven un síntoma de degradación patrimonial.
—¿En esa calle, penosos y bien surtido catálogo de horrores? No es el sitio ideal para escandalizarse. A poco que se esmere el arquitecto, lo que se construya superará ampliamente a lo derribado, y aun a no escasa parte de la vecindad.
—Habrá que conservar el patrimonio.
—Con criterio. Las ciudades son seres vivos y las demoliciones —esta, sin ir más lejos— pueden ser oportunidades para mejorarlas, incluso cirugías indispensables para mantenerlas vivas. El fundamentalismo conservacionista conduce a la muerte de la ciudad tanto como otros procesos nefastos —y silenciosos— que Almagro experimenta con suma virulencia.
—Díganos alguno.
—Otro día. Hoy nos limitaremos a las tradiciones —aunque sean desde anteayer— navideñas, tan entrañables e implacablemente cíclicas. Brindemos, felicitémonos, felicitemos a los que celebran el nacimiento del Mesías, y a los que se quedan en los placeres de la fiesta. Y acordémonos de los que no tengan nada que celebrar.
—Y de Silvia Valmaña —propone el rojo.
Nemine discrepante, brindamos entusiastas también por ella. Yo por mi parte extiendo la felicitación a todos ustedes, queridos lectores. Pásenla bien.

domingo, 16 de diciembre de 2018

Renacer de Iglesias e inmatriculación de conventos

Don Juan trae un buen resfriado, pero acude.
—Hombre de Dios, ¿por qué no ha aguantado en la cama?
—Hay obligaciones ineludibles salvo causa de fuerza mayor.
—No se ponga leguleyo —le reprocha quien lo conoce bien—: tendrá algo importante que comentar.
—La comparecencia de Iglesias en el Senado —ironiza el cínico.
—La comparecencia de Iglesias admite escasas observaciones: el lenguaje ridículamente formulario o los errores en el recitado del Don Mendo.
—Entonó un mea culpa.
—No. La culpa se la cargó al Iglesias viejo, al que fue hace años, con quien no comparte ya según qué cosas.
—Se habrá caído del caballo: será hombre nuevo.
—¿Quién se ha caído del caballo? —pregunta el despistado.
—Iglesias.
—¿Practica a la equitación? ¿Tiene caballos en la casa rural?
—No sabemos. Solo sabemos que es un renacido.
—¿Renato? ¡Como don Mendo!
Don Mendo renació, efectivamente, y se convirtió en juglar, lo cual acaso diera para inferir similitudes más o menos pertinentes entre el uno y el otro; don Juan, sin embargo, tira del ramal de la conversación:
—Conocemos más cosas de las Calatravas —deja caer.
La mayoría se sorprende, unos pocos asienten con cara de estar en el secreto.
—¿Cuáles?
—Se ha divulgado el texto completo de la inmatriculación. El edificio se registró a nombre del obispado de Ciudad Real el 23 de julio de 1975.
El despistado vuelve:
—¿Qué es la inmatriculación?
—La palabra un tecnicismo cuyo alcance exacto nosotros, legos, no osaremos precisar— se refiere, en resumidas cuentas, a la primera inscripción en el Registro de la Propiedad de un bien que antes nunca había estado registrado.
—¿Un bien sin dueño?
—No: un bien que pertenece a quien lo pone a su nombre, pero que, por las razones que fueran, nunca se había inscrito en el Registro.
—Entonces, habrá que demostrar claramente que es de quien pretende registrarlo: el registrador no va a creerse así como así lo que le diga el primero que llegue.
—Naturalmente. La inmatriculación es un asunto complejo.
—Y ¿qué dijo el obispo para que el registrador lo creyese?
—El obispo certificó que era dueño del monasterio de las Calatravas desde tiempo inmemorial: la iglesia puede hacer esas cosas.
—¿Dónde está el misterio, pues?
—En lo de tiempo inmemorial. Nosotros ignoramos el significado que dan a tiempo inmemorial obispos y registradores; para la gente común significa un tiempo muy remoto del que no hay memoria ni en documentos ni en testigos.
—¿No es así en este caso?
—No. El monasterio pasó a manos de obispado de Ciudad Real, con muchas limitaciones, por Real Orden del 17 de febrero de 1903. Hasta esa fecha el obispado no había tenido nada que ver con él nunca jamás.
—Al obispo podía fallarle la memoria —sugiere el cínico—: quizá creyera en 1975 que 1903 era ya tiempo inmemorial
—El, sí; sus archivos, no. Y en Almagro quedaba vivo el recuerdo de cuando se instalaron los dominicos en la Navidad de 1903, y de cuando se consagró la iglesia en febrero de 1905.
El conservador acude en auxilio del prelado:
—Hubo que inmatricular el edificio en 1975 porque las hordas rojas quemaron el Registro de la Propiedad en 1936.
—Eso dicen algunos —de buena fe o pro domo sua, pero yerran. Durante los desmanes que ocurrieron a partir del 18 de julio de 1936, las hordas rojas, como usted las llama —acaso con razón—, quemaron el Registro: lo sabe todo el mundo; pero, si para entonces el exconvento de Calatrava estaba registrado a nombre del obispado, ¿por qué no se volvió a inscribir inmediatamente después de acabada la Guerra haciendo referencia al incendio?, ¿por qué se aguardó a 1975?, ¿por qué no se mentó la Real Orden de 1903?
—Responda usted.
—A lo primero, porque obviamente nunca había estado registrado a nombre del obispo; a lo segundo, porque la Real Orden no le daba al obispo la plena propiedad: le imponía condiciones derivadas del Convenio-Ley de 1860.
—Otros obispos también han inmatriculado bienes a su nombre.
—Será con mejores títulos. La misma mezquita de Córdoba, que tanto ruido hace, ha sido usada libremente por el obispo desde el siglo XIII. En cambio, esto es de ayer tarde.
—Desde que nosotros tenemos memoria, nadie ha discutido que el monasterio fuera de la iglesia, don Juan.
—Los malpensados dirían que eso obedece a un plan consciente de ocultación y desinformación: de los documentos, sobre todo del de inmatriculación, no se ha hablado nunca.
—¿Qué cabe hacer?
—El Gobierno, que fue quien se lo cedió al obispado en 1903, sabrá. Mientras, pedirle al obispo que se ocupe del edificio, que lo mantenga dignamente si quiere convencernos de que le pertenece y le tiene algún apego: por si hay juicio de Salomón...

domingo, 9 de diciembre de 2018

¿Chorro de voz o 'flatus vocis'?

El rojo viene enfadado: no ha digerido aún el resultado de las elecciones en Andalucía.
—¿Te vas a manifestar tú también contra los resultados? —pregunta sarcástico el conservador.
—Los resultados son un dato tan cierto e irreversible como el solsticio de invierno o el cerro de la Yezosa. Manifestarse contra ellos es una estupidez considerable; procurar que no se repitan o prevenirse contra las consecuencias es, en cambio, sensato. Por lo demás, yo solo me manifiesto aquí, ante vosotros, de palabra. Con don Juan he aprendido lo inútil del proselitismo y lo agotador de la predicación.
—Inútil no —matiza don Juan—; agotador, quizá tampoco. Mire a san Pablo, a Mahoma, a Buda, incluso a Santiago Abascal. Inasequibles al desaliento, ellos han hecho proselitismo tenazmente: su esfuerzo ha logrado recompensa. Otra cosa es que nosotros no tengamos vocación.
—Así va el mundo —deja caer el escéptico.
—Así va, en efecto; e irá peor —profetiza el rojo.
—¿Cuándo?
—En cuanto Vox entre en el gobierno.
—Valls lo impedirá. ¿Cómo va a permitir Ciudadanos que la extrema derecha se le siente al lado? ¿Cómo va aceptar siquiera sus votos?
—Valls viene de Francia, una tierra feraz en derechistas extremos —los hubo siempre: Pétain no estaba solo—, pero en la que los demócratas se reconocen mejor mutuamente e identifican bien a los enemigos de la democracia.
—¿En España no?
—En España la división es, sobre todo, entre izquierda y derecha. En épocas turbulentas, principalmente, esa es la raya que importa. Conque, para derribar a la izquierda, Ciudadanos y el Partido Popular absolverán sin remordimiento a Vox de sus veleidades autoritarias.
—La izquierda hace lo mismo cuando le conviene.
—Y no es para estar orgullosos.
—Tal vez piensen de los extremistas lo que muchos padres piensan de los hijos díscolos: que dándoles todos los caprichos se tornarán dóciles y reinará en la casa por siempre la paz.
—Se equivocan, claro.
—Claro; suele ser al revés.
—¿Qué hacemos entonces con Vox?
—Volverlo a su condición de diccionario —musita el cínico.
Don Juan, que oye lo que quiere, le sonríe:
—Los diccionarios, sabios y silenciosos, merecen respeto. Pero la figura es aprovechable: ¿de chorro de voz a flatus vocis? Sería estupendo, aunque ignoremos cómo se hace. Por lo pronto, a los dirigentes habría que negarles el pan y la sal: recluirlos en el lazareto de los apestados.
—Y ¿con los votantes?
—Ese es otro cantar.
Interviene el optimista:
—Los votantes no tienen la culpa. Ellos, pobres y mal informados, han dado rienda suelta a las frustraciones y se han rendido a los cantos de sirena de quien les promete remediar sus males de inmediato y por las bravas. Será fácil traerlos al buen camino.
Desconocemos si es ironía; el rojo reacciona airado:
—Encima de pobres y mal informados, también son fachas.
—Dice Errejón que no hay cuatrocientos mil fachas en Andalucía.
—Errejón es un ingenuo como tú.
—¿Qué opina, don Juan?
—Que habrá de todo un poco. No cabe descartar, desde luego, el hartazgo de tantos años de socialismo nominal, la competencia entre pobres —los de aquí y los recién venidos— por las migajas del banquete de los ricos —los de siempre y los nuevos: a los de El Ejido se les nota todavía el pelo de la dehesa—; el resurgir del nacionalismo español frente al independentismo catalán, del machismo frente al feminismo, del franquismo latente frente a la exhumación de Franco… Ahora bien, tampoco cabe olvidar que había en España muchos fachas a quienes el Partido Popular creía tener sujetos. ¿Por qué se han asilvestrado? Los sociólogos sabrán.
—Es usted blando, don Juan —protesta el rojo—. Los votos de Vox son votos indeseables para individuos indeseables de individuos indeseables. Tan indeseables que se avergüenzan de serlo: solo en los bares, pasados de copas, vociferan las barbaridades sin sonrojo.
—Y en internet.
El rojo briza la tulipa de Macallan:
—En internet abundan los bares de hombres solos, turbios y bestiales, cargados de humo y alcohol barato, donde rebuznar entre amigos.
Don Juan previene:
—¿No hablaba de los datos? Téngalos en cuenta. Porque ¿no querrá usted privar del derecho al voto a los votantes de Vox?
—El derecho al voto es sagrado, don Juan. Ciertos votos —hasta ciertos votantes— pueden parecernos nauseabundos; habrá que soportarlos, no obstante. Pero sin achicarnos: intus timoris, sí; foris pugnæ.
—¿Dijo eso san Pablo?
—Aproximadamente.
No entro en latines; pienso entre mí —acaso quiera engañarme— que será un sarampión: que los indignados de 2018 están en la extrema derecha como los indignados de 2011 estaban en la extrema izquierda; estos se han domesticado y van veloces a la irrelevancia; a aquellos —¿padres o hermanos menores?— les pasará lo mismo más temprano que tarde. La democracia española es firme y consistente. Ojalá.

domingo, 2 de diciembre de 2018

La plaza

Hacía algunas semanas que no veníamos por la plaza. Cuando la abordamos esta tarde desde la calle de la Feria don Juan repara de inmediato en la ausencia de toldos, de sillas y mesas apiladas, en que el lado de la umbría se halla completamente despejado de los cachivaches que con frecuencia convertían la plaza en un revoltijo de trastos. Se hace de nuevas:
—¿Qué ha pasado aquí? ¿Una epidemia de civismo en los hosteleros?
—Aún no, don Juan: un cambio en la ordenanza.
—¿No ha habido tumultos ni motines?
—Tampoco.
—Me alegro.
—¿Por qué lo pregunta?
—Los espacios públicos, —las plazas en particular, cuando están vivas— suelen ser lugares de confrontación y conflicto; unas veces los conflictos son endógenos; otras, conflictos originados afuera vienen a hacerse visibles, a manifestarse en ellas: así ha sido siempre y así será.
—¿Qué quiere decir?
—Quiero decir que en la plaza de Almagro —que todavía está viva, o sea, que no es mera atracción para turistas, aunque vaya camino de serlo— confluyen múltiples intereses: económicos, de ocio y convivencia, ideológicos, estéticos, de exhibición de poder o posición social… No será fácil armonizarlos sin roces.
—Alguien debería probar.
—Las autoridades, desde luego; pero las autoridades, y más si se acercan elecciones, procuran no meterse en avisperos de los que puedan salir perjudicadas.
—A veces lo hacen.
—Por fortuna. En los últimos días hemos visto dos casos: el de Madrid y este de Almagro.
—Hombre, no compare…
—Salvo por las dimensiones, son de naturaleza idéntica: el propósito de llevar algo de sensatez al uso de los espacios públicos sabiendo que nadie quedará por completo satisfecho, pero que el interés general saldrá ganando. Y en ambos resulta sorprendente la reacción ciudadana: comprensiva, expectante y moderada. ¿Se acuerdan ustedes de la manifestación del jueves 1 de julio de 2004, cateta y vergonzosa? ¿Se acuerdan de cuando se prohibió fumar en ciertos espacios públicos?
—Era por razones de salud.
—De convivencia también. La mayoría de los fumadores lo aceptaron muy cívicamente: hoy nadie concebiría la vuelta a aquellas atmósferas nocivas y asquerosas. Las profecías apocalípticas y las reacciones desmesuradas de los fundamentalistas cerriles —valga el pleonasmo se deslieron como azucarillos en agua.
—Pues aquí ha habido protestas.
—Que han durado poco. Por lo que he podido observar, las protestas han venido de cuatro grupos de personas: los residentes, los hosteleros, los políticos de la oposición y los estetas.
—Qué opina de cada caso.
—De todos, los residentes son quienes merecen mayor respeto y cuidado: no solo habrán de cambiar pequeñas rutinas, sino que quizá se vean perjudicados seriamente en algunos de los requerimientos importantes de la vida cotidiana. Como lo peor que le podría pasar a la plaza es que se quedara sin almagreños y fuera invadida por la plaga de alojamientos turísticos, conviene prestar detenida atención a las demandas de los residentes, ver cómo va evolucionando la situación y modular cuanto sea preciso para que no sucumban a la tentación de huir. Naturalmente, lo dicho de los residentes vale para los pocos establecimientos que aún prestan servicio a quienes viven en Almagro.
—¿Los hosteleros?
—Los hosteleros son de naturaleza egoísta, plañidera, conservadora, poltrona y rutinaria. Las reticencias que hayan podido albergar se les pasarán enseguida: en cuanto vean que entre todos les seguimos trayendo clientes a mansalva para que los ordeñen muy cómodamente.
—¿Los políticos?
—Me choca la reacción de la mayoría: extraordinariamente cauta.
—Normal —interviene el cínico—: no querrán perder un solo voto ni por exceso ni por defecto.
—Esperaba, al menos, la crítica por falta de perfección.
—¿Qué es eso?
—La regla número uno de la oposición demagógica y ventajista: si el gobierno hace algo que no se puede criticar frontalmente, se le echa en cara que no haya alcanzado la perfección.
—Eso es pueril, don Juan.
—Pero común y sorprendentemente eficaz. Le pongo un ejemplo: si en su casa gotea un grifo o se rompe un cristal no se muda usted a otra: arregla el grifo o cambia el cristal.
—Claro.
—Pues en política parece que no es así: o todo está completamente bien o todo está completamente mal, no hay vicios pequeños. Cuando dentro de unos días celebremos la Constitución podrá comprobarlo: nadie discute que haya sido buena para los españoles; quienes la descalifican lo hacen porque no ha sido perfecta: no nos ha conducido al paraíso. Una lástima.
—¿Y los estetas?
—A los pobres les gustaría que la plaza fuera un museo donde no tuvieran cabida las miserias del mundo: una pieza aséptica, silenciosa, vacía, en cuya contemplación se pudieran deleitar perennemente. O sea, el cielo. Lo malo es que el cielo viene tras la muerte.

domingo, 25 de noviembre de 2018

Sagaseta

Hemos comido en un restaurante recién abierto de la calle de Bernardas. Salvo por el nombre y una niña que lloraba sin consuelo ni tregua, nos ha gustado: tendremos que volver. Copas luego en la calle de Madre de Dios, en un sitio penumbroso, de aire cándidamente pasado de moda; don Juan no lo conocía; tal vez le recuerde tiempos mejores, porque lleva un rato sin meter baza en la conversación. De pronto dice:
—En la primera legislatura de la democracia la actividad del Congreso de los Diputados acabó siendo muy interesante y, vista desde hoy, sumamente instructiva.
Del corro brotan sonrisas y murmullos entre comprensivos e indulgentes: cosas de don Juan, pensarán.
Cosas de don Juan, en efecto, pienso entre mí yo también. A menudo don Juan echa mano a la historia no por lo que pueda tener de erudición, menos todavía por exhibicionismo pedante; don Juan recurre a la historia como magistra vitæ, que decían los antiguos: para extraer de ella alguna luz que ilumine el presente y constatar —unas veces con melancolía, otras con satisfacción— que las flaquezas y virtudes humanas son en la actualidad las mismas que en el Paleolítico.
—¿Qué pasó en la primera legislatura de la democracia, don Juan?
—Muchas cosas que quizá no venga mal recordar.
—Empiece.
—Ahora se habla constantemente de que el bipartidismo ha desaparecido para siempre y que hemos de acostumbrarnos a la pluralidad, a los gobiernos en minoría, a los pactos y coaliciones. Será verdad. Pero en el Congreso de 2018 hay siete grupos parlamentarios; en el de la primera legislatura había diez. El grupo mixto —el cajón de sastre donde van a parar los diputados que no hallan acomodo en otro sitio— cobija en 2018 a diecinueve diputados; el de la primera legislatura llegó a contar treinta y tres. Había allí gentes conspicuas y diversas: Juan María Bandrés, Heribert Barrera, Francisco Fernández Ordóñez, Modesto Fraile —aquel que, según el chiste de Forges, pretendía ascender a Importante Obispo—, Francisco Letamendía, Telesforo Monzón, Ramón Tamames —que empezó por entonces el camino hacia la derechización y la irrelevancia—, o Blas Piñar y Fernando Sagaseta…
De la letanía de don Juan nos suenan algunos nombres; otros —y probablemente hablaríamos de ellos largo y tendido en su momento— yacen sepultados bajo la losa del olvido.
—¿Nos va a contar la vida y milagros de cada uno, don Juan? —pregunta aprensivo el despistado.
—Más adelante, quizá —responde don Juan tranquilizador—. Por ahora confórmese con los dos últimos.
—A Blas Piñar lo conocemos —interviene el conservador.
—Unos más que otros —puntualiza el rojo con algo de ironía.
—Unos más que otros, claro —el conservador no se achica—. Todos, sin embargo, sabemos que era un franquista recalcitrante, acaso más franquista que el propio Franco, con ribetes fascistas, impulsivo, fundador de un partido extremista y violento… En la Europa de nuestros días hubiera hecho buenas migas con Le Pen, Salvini, Orbán, o sea, con gente poco recomendable, lo reconozco. Ahora bien, nadie podrá negarle ni coherencia ni dotes oratorias.
—Llamas coherencia a lo que nos es más que obcecación, y dotes oratorias a la palabrería ampulosa, enfática, mentirosa y, al cabo, inane.
Don Juan atiende complacido; pero alguien, temiendo que la disputa se haga interminable, cambia de tema:
—¿Sagaseta quién fue, don Juan?
—Fernando Sagaseta Cabrera era un abogado nacido en Las Palmas que padeció la cárcel durante el franquismo, militó en el PCE, fundó la Unión del Pueblo Canario, anduvo en el PCPE, en Izquierda Unida… y, a pesar de tantos vaivenes y cambios, nunca se apartó del marxismo-leninismo ortodoxo ni del nacionalismo canario. Fue famosa su oratoria contundente, inflamada y viva.
—Es decir, igual que Blas Piñar, pero en las antípodas —resume uno.
—Los extremos se tocan —remacha otro.
—Aunque Sagaseta, exaltado en las formas y algo naíf si trataba del imperialismo yanqui o de la crisis final del capitalismo, decía muchas cosas sensatas acerca, por ejemplo, del problema del agua y la sobrepoblación de Canarias; y distinguía bien entre liberación de los pueblos e independencia. Mientras que Blas Piñar…
El despistado ruega:
—¿A qué viene esta matraca? ¿Sacaremos algo en claro? Podríamos hablar de la actualidad
—De eso hablamos —tranquiliza don Juan—. Algunos incidentes de la semana pasada en el Congreso, broncos, torpes, tabernarios, me han recordado aquellos tiempos en que era posible discutir sin salirse de madre. Si uno compara a Sagaseta con Rufián o con Hernando, dan ganas de sumarse a los viejos que pontifican sobre la decadencia de la humanidad en general, o a los cultos que lamentan el descrédito de las humanidades, haya las que haya. ¡Adónde iremos a parar!

domingo, 18 de noviembre de 2018

Otra vez las Calatravas

En la televisión las selecciones de Inglaterra y Croacia disputan un partido cuyo resultado, creo entender, le importa también a la selección de España: misterios del fútbol. Con entusiasmo variable, la mayoría de los amigos y parroquianos del bar mira la tele; muchos se exaltan, se abaten o se remansan alternativamente sin otra solución de continuidad que los tragos distraídos, maquinales, que toman de cuando en cuando; apenas hablan, pero gruñen, suspiran, rezan, bufan, gritan, gesticulan; en el descanso aprovechan para ir al váter y rellenar las copas. Un amigo, olvidado provisionalmente del fútbol, se dirige a don Juan:
—Estará usted contento: los de Almagro Sí Puede le han hecho caso.
—¿En qué?
—En lo de las Calatravas. Han sacado una nota pidiendo que se paralice la venta hasta aclarar la titularidad del edificio.
—La he visto. No es un prodigio de argumentación.
—Me sorprende usted. ¿Le incomoda que nos lean?
—A nosotros nos lee muy poca gente, y menos aún es la que nos toma en serio. Hacen bien; no somos nadie: meros ciudadanos particulares que los domingos se juntan a tomar copas.
—La vanidad…
—La vanidad —me mira—, si la quiere, para el escribiente.
—Con todo y con eso, le parecerá bien que salgan a la luz las dudas sobre la propiedad del monasterio.
—Claro. Es el punto esencial: los podemistas, ahí, atinan; en lo demás, resbalan. Ellos, tan seguros de sí, tan convencidos de la propia suficiencia, se desentienden a menudo de ser rigurosos.
—Les profesa escasa simpatía.
—A algunos, no solo simpatía: cariño y admiración. Pero la nota de prensa decepciona bastante.
—Muéstrelo.
—Dejando aparte algunas inexactitudes históricas y el sintagma emblemático edificio, merecedor de cárcel o cuantiosa multa, por lo que atañe a la nota del viernes resulta asombroso ver cómo disparatan —para regocijo del obispado, probablemente— respecto al Real Decreto-Ley del 9 de agosto de 1926, relativo al Tesoro artístico arqueológico nacional, y al Decreto de 3 de junio de 1931, el cual, entre otros numerosísimos edificios, declara Monumento Histórico-Artístico perteneciente al Tesoro Artístico Nacional el Convento de la Asunción de Calatrava, en Almagro. Por mucho que se empeñen los podemistas, ninguna de las dos normas expropia o nacionaliza nada, simplemente pone limitaciones —sensatas y razonables— a la propiedad. Es más: el artículo 10 del Real Decreto-Ley de 1926 dice nítidamente que los edificios o sus ruinas declarados pertenecientes al Tesoro Artístico Nacional propiedad o en poder de particulares podrán ser libremente enajenados sin traba ni limitación alguna y sin necesidad de dar conocimiento al Estado, aunque, claro está, el adquiriente queda obligado a conservarlos con arreglo a las prescripciones de este Decreto-Ley y a poner el hecho de la adquisición en conocimiento del Ministerio de Instrucción Pública y Bellas Artes. Y más todavía: los artículos 15 y 16 del mismo Real Decreto-Ley dejan abierta la posibilidad de conceder la custodia y conservación de monumentos pertenecientes al Tesoro Artístico Nacional a aquellas corporaciones, entidades o particulares que, ofreciendo las necesarias garantías, lo soliciten. No es preciso seguir.
—Y ¿qué más da, don Juan? Importa la intención.
—Importan la intención y la manera de concretarla. La intención de los podemistas es buena; la argumentación que la apoya, pésima.
—¿Por qué?
—Porque lo errado de los argumentos quizá desacredite la propuesta y distraiga del fondo del asunto.
—¿Que es…?
—Saber qué títulos de propiedad adujo el obispado para que el registrador inscribiera a su nombre el monasterio. Los podemistas, la prensa, las instituciones preocupadas por la conservación del patrimonio, el alcalde, el Ministerio de Hacienda, que era el dueño y lo cedió en 1903 —el domingo pasado vimos las condiciones deberían batallar porque se hagan públicos. Que se pare o no se pare la venta —no habrá puñetazos para comprarlo— puede esperar.
—¿Qué títulos serán?
—Lo ignoramos. Inmatricularlo basándose en el artículo 6º del Convenio-Ley de 1860 es difícil: tendría que aparecer expresamente en la relación por triplicado de bienes excluidos de la desamortización que se les pidió a los obispos en su momento, pero se antoja improbable que el de Ciudad Real —que no se interesó por las Calatravas hasta 1902— lo incluyera. Más difícil es alegar, como se ha hecho en tantos sitios, que el obispado lo ha poseído desde tiempo inmemorial, porque sabemos fehacientemente que no se le cedió hasta principios de 1903, o sea, ayer tarde: además de la Real Orden de 17 de febrero de 1903, todavía queda en casas almagreñas un curioso librito que lo corrobora: Restablecimiento de los dominicos en la ciudad de Almagro e inauguración de su iglesia en los días 2, 3, 4 y 5 de febrero de 1905.
—¿Entonces?
—Quizá lo compraran en algún momento. Ya veremos. Por lo pronto, para mitigar la tristeza del fútbol, tomémonos otra copa.

domingo, 11 de noviembre de 2018

Las Calatravas

Esta mañana nos hemos acercado al convento de los dominicos.
—Todavía hay almagreños que lo llaman las Calatravas. No andan descaminados.
—¿Por qué?
—Porque monasterio de calatravas fue durante dos siglos y medio.
De la construcción, más que lo bello —que conocemos: don Juan no se cansa de alabarla—, conmueve lo vacío: se han ido los frailes, y hasta Dios mismo, aburrido de que nadie le haga caso, parece haber abandonado la iglesia. Un grupo de turistas deambula, fantasmal y disperso, por salas y galerías. Entran en el coro; oyen el eco susurrante de sus voces; sienten el frío de la ausencia; se marchan cabizbajos. Nosotros también salimos sobrecogidos; menos mal que es la hora del vermú: vinos y martinis espantan la tristeza, nos devuelven al presente inmediato y carnal, y a sus exigencias:
—¿Qué va a ser de esto, don Juan?
—No lo sé; nadie lo sabe.
—Hay quien propone que lo compre el ayuntamiento.
—Antes de pensar en la compra habría que formularse —y responder— dos preguntas: ¿para qué lo quiere el ayuntamiento?, ¿para qué lo quiere el obispado?
—Contéstelas.
—La preocupación máxima del ayuntamiento y de los almagreños ha de ser la restauración y conservación del edificio; no cabe conservación sin uso adecuado: ¿qué uso adecuado y realista le daría el ayuntamiento?, ¿con qué dinero lo compraría?, ¿con qué dinero lo mantendría?
—Y ¿el obispado?
—Las propiedades de la iglesia se justifican solo por tres motivos: el culto, el sustento digno de quienes la sirven, y determinados fines sociales como la evangelización, la caridad, la enseñanza, la cultura… Por eso, la propia iglesia se impone restricciones a la hora de comerciar con sus bienes. Sin embargo, en las Calatravas se ha suprimido el culto, se ha dejado a su suerte el monumento y se ha descartado cualquier utilidad social salvo la mera explotación turística. Es decir, el obispado, que no necesita el inmueble, aspira a convertirlo en dinero cuanto antes: quizá no sea un comportamiento muy ejemplar, sobre todo comparándolo con el que han adoptado los dominicos respecto a la huerta.
—¿Debería donarlo?
—Se le agradecería.
El rojo interviene:
—Olvida usted una cuestión previa y decisiva: cómo ha venido la finca a propiedad del obispado.
—Es cierto. Se trata de un asunto que nadie plantea y que acaso debiera plantearse. Pero nosotros somos legos en la materia: ignoramos las vicisitudes históricas y nos perdemos en los laberintos jurídicos. Historiadores y juristas sí podrían alumbrar.
—Algo sabremos…
—Muy poco. Que el monasterio se desamortizó en 1836: en la desamortización de Mendizábal; entonces era de los calatravos; la diócesis de Ciudad Real ni siquiera existía. Que no se consiguió vender en las subastas que hubo a continuación. Que, si bien el Concordato de 1851 devolvió a la iglesia las propiedades desamortizadas y no vendidas, el obispado de Ciudad Real —previsto en el Concordato, pero creado en 1875 y con obispo desde 1876— no lo reclamó. Tampoco lo reclamó, obviamente, cuando el Convenio-Ley de 1860 permitió a la iglesia reservarse los edificios destinados al culto, a residencia de los eclesiásticos y al uso y esparcimiento de los obispos. Que solo en 1902, apalabrada con los dominicos la ocupación, el obispo solicita al Ministerio de Hacienda que se lo entregue, aunque —Dios lo habrá perdonado, porque la intención era buena— echándole dos mentirijillas sin importancia: que lo restauraría —en realidad lo iban a restaurar los dominicos— y que lo usaría para su propio esparcimiento —que sepamos, ningún obispo de Ciudad Real se ha esparcido nunca por aquí—. Que el ministro accedió a la pretensión del obispo en febrero de 1903 considerando, entre otras cosas, que de pasar este edificio al poder del prelado no perdería su carácter histórico y artístico pues que no podría aquel —o sea, el obispo— proceder en ningún tiempo a su enajenación sin previa autorización del Gobierno. Y que, acto seguido, el obispo se apresuró a autorizar a los RR. PP. dominicos de la provincia Bética para que lo ocuparan indefinidamente.
—¿Entonces?
—Entonces queda claro que el obispado, históricamente, ha mostrado nulo interés por el monasterio, y el que muestra ahora es solo crematístico: de ahí que una vez evacuado por los dominicos se haya aprestado a venderlo.
—Me refería a la propiedad...
—¿La propiedad? Somos gente de orden; confiamos ciegamente en la iglesia, los notarios, los registradores. Ahora bien... hemos leído —sin formar opinión: no estamos capacitados— que la inmatriculación a nombre de los obispos de los predios desamortizados en 1836 y recuperados por la iglesia en virtud del Concordato de 1851 y del Convenio-Ley de 1860 presenta dificultades.
—¡Inmatriculación! Ya salió la palabreja.
—Los obispos la han puesto de moda. Para evitar suspicacias de los santotomases quisquillosos y malpensados, convendría despejar toda duda.


domingo, 4 de noviembre de 2018

Hemeroteca

Estos días del otoño que ya huelen a invierno —fríos, lluviosos, insólitamente nivosos— son propicios para encerrarse en casa y emplear el tiempo en tareas prescindibles que uno llevaba meses postergando. Con frecuencia, tareas melancólicas cuyo efecto inmediato es revestirnos de tristeza: la conciencia punzante del tiempo que ha pasado —los días luminosos en que fuimos felices—, del tiempo que nos queda —breve y raudo como el atardecer—.
—¿Ha ido usted al cementerio, don Juan?
—Todos los años voy: sin tristeza ninguna.
—¿Ha hecho testamento?
—Lo tengo desde antes de enviudar.
—¿Entonces?
—He estado buscando el primer poema de Manolita Espinosa.
—¿Por qué?
—Mera curiosidad: este verano leí en algún sitio que se lo había publicado el Lanza en 1968.
—¿Lo ha encontrado?
—Sí: el 13 de junio. La versión del Lanza presenta ligeras variantes, que más parecen erratas o errores, respecto a la versión definitiva, bien conocida, de la que hemos hablado aquí dos o tres veces.
—Y ¿eso es tristeza, don Juan? ¡Eso es filología! —anima el rojo, que se da al Macallan sin remordimiento ni aprensión.
—En la misma página publicaban otro poema de Espinosa; no lo había visto nunca; me parece enigmático.
—Más filología.
—Y, de Angelita Rodero, uno muy bueno dedicado a Sagrario Torres. Las dos llevan muertas largo tiempo.
—Eran bastante más viejas que usted.
—Ya puesto, he ojeado todos los números del año.
—El Lanza del 68 no sería el colmo de la diversión: ¿quizás por eso la melancolía?
—Quizá. Y porque he recordado muchas cosas y me he enterado de otras que desconocía.
—Cuente.
—Limitándonos a Almagro, es decir, olvidando los acontecimientos mundiales que todos saben, se aprecia que algo empezaba a cambiar o, mejor, que cambios empezados unos años antes comenzaban a hacerse visibles.
—Ponga ejemplos.

—Solo algunos. De la feria en adelante: el 24 de agosto alguien escribe engoladamente una sarta de tópicos sobre las calles de Almagro… que a no pocos aún les parecerán bonitos; en la feria hubo toros con lleno a rebosar —Palomo Linares, Diego Puerta, Calatraveño—, pero el 30 y el 31 de agosto actuaron Los Goliardos en el Corral de Comedias. El 3 de noviembre, Utrera Molina —¿se acuerdan? El suegro de Gallardón— pronunció una conferencia en Sevilla sobre las provincias en las que había estado de gobernador; de esta de ustedes dijo abundantes y ampulosas tonterías sin sustancia… que a no pocos aún les parecerán bonitas. El 3 de diciembre el ministro de Información y Turismo —¿se acuerdan? Manuel Fraga; entonces era todavía Fraga Iribarne— impuso la medalla de bronce al mérito turístico al alcalde de Almagro. Unos días antes, el director general de Empresas y Actividades Turísticas había inaugurado la oficina de turismo. Dos o tres semanas después, el director general de Promoción Turística volvió a inaugurar —eran adictos— la oficina de turismo con ocasión de reunirse en Almagro el pleno de la Comunidad Turística de la Mancha; hubo asistencia profusa de autoridades, discursos altisonantes e inundación de agua bendita; el cronista no ahorra elogios: la oficina ha sido concebida, tanto en su arquitectura como en su decoración, respetando el más puro y típico estilo manchego. Todas las piezas de que consta están perfectamente armonizadas, con muebles, cuadros, detalles de la más bella artesanía y arte. Y el 22 de diciembre —¡plaga de inauguraciones!— se inauguró el Club Juventud; también hubo misas, un par de frailes —no durarían siglos—, autoridades, representación del Juman Club —consiliario a la cabeza—, teatro, música, conferencia… y «animado baile». ¿No es para ponerse melancólicos?

domingo, 28 de octubre de 2018

Homenaje a Luis Molina

Tratamos poco a Luis Molina. Lo vemos, eso sí, casi todos los días por las calles de Almagro paseando la noble, la quijotesca figura: un Quijote que, tras regresar a la aldea, no se resignara ni a la muerte ni al papel de Alonso Quijano; lo oímos a menudo pronunciar discursos largos, divagatorios y una pizca enfáticos en numerosos actos públicos; asistimos habitualmente a recitales poéticos en los que, con muy buena voz y ademanes solemnes, declama —esa es la palabra— versos ampulosos de Machado, de Lorca, de Hernández, de Felipe… Pero apenas hemos hablado con él.
Sabemos, no obstante, de su generosidad para con tanta gente que se inicia en el camino de las artes; del magisterio que continúa ejerciendo con numerosos artistas que ya andan solos; de su inagotable feracidad como promotor de iniciativas culturales; del tesón con que ha levantado el oasis de La Veleta, hortus conclusus que paradójicamente se abre fácilmente a cualquier creador que quiera traspasar los muros: teatristas, poetas, pintores, músicos…
Conocemos la impronta que de él pervive en instituciones culturales muy relevantes —el Ateneo, por ejemplo, heredero de bastantes de sus virtudes y algunas de sus flaquezas— o en acontecimientos que esparcen por Almagro y todo el Campo de Calatrava la semilla de la ilustración, de la curiosidad, de la inquietud artística.
Hemos seguido la trayectoria de Luis Molina en Almagro desde que hace más de veinte años —a saber por qué— se instalaron aquí: las ilusiones, los sinsabores, las decepciones, los frutos, la perseverancia. Hemos palpado la actitud tibia, indiferente, de muchos almagreños ante lo que Molina les estaba ofreciendo: tal vez la actitud displicente del sordo ante la música, por excelsa que sea.
Intuimos —aunque se nos escape su exacta dimensión— la importancia del CELCIT como levadura para la modernización del teatro, incubadora de festivales, congresos, encuentros, y puente al fin, todavía transitable, entre el teatro de América y el de España. Nos consta, a este respecto, el aprecio que sienten por él relevantes figuras de la escena española y latinoamericana, y la huella que ha dejado en Puerto Rico, en Colombia, en Venezuela, en Cádiz, en Agüimes…
Nos admira el Festival Iberoamericano de Teatro Contemporáneo que trae todos los años a Almagro espectáculos de muy alta calidad y sirve de trampolín para que muchas compañías americanas puedan representar en España y en Europa.
Lamentamos que el CELCIT, La Veleta y, consiguientemente, el propio Luis Molina y su familia estén atravesando momentos difíciles y teniendo que enfrentarse a adversidades sin cuento.
Por eso, vimos desde el primer momento con simpatía el homenaje que un grupo de incondicionales pretendía tributarle. Pensamos que el homenaje sería el justo reconocimiento a una obra fecundísima; y pensamos también, acaso ingenuamente, que sería un medio eficaz de recaudar fondos para que el futuro se presentase algo menos áspero, algo más halagüeño. Por eso, varios amigos hemos ido con don Juan al Silo y no todos hemos resistido hasta el final.
—Menudo aburrimiento —suelta uno de los que no ha resistido.
—¿Cuál?
—El de esta mañana: el homenaje a Luis Molina en el Silo. No vuelvo.
—¿Cómo ha sido?
—Largo y tedioso.
—¿Está usted de acuerdo, don Juan?
—Quizás el amigo exagere un poco. La gala ha resultado deslavazada y larga, sí: es decir, por momentos, inevitablemente aburrida. Además, ha concluido con un vino español… Los viejos nos preguntamos melancólicamente por qué pervive aún este sintagma rancio, y hubiéramos querido salir huyendo adonde pusieran vinos mejores, aunque fueran de Australia.
—Luego viene a coincidir usted con el amigo.
—No. Su descripción peca de expeditiva y sumaria: se le han olvidado dos aspectos muy relevantes, uno encomiable y el otro detestable.
—¿Cuál es cuál?
—Encomiable, el trabajo de los organizadores: sacrificado y paciente, porque habrán tenido que lidiar con numerosas dificultadas, armonizar pretensiones diversas e incluso vanidades crecidas. Encomiable igualmente, la participación de quienes han intervenido y de quienes han acudido; sin los primeros el acto no hubiera llegado a celebrarse: altruistas, han exhibido ante nosotros sus creaciones con la mejor voluntad; los segundos se han sobrepuesto a la mañana desapacible y fría para asistir resueltamente a algo que consideran justo.
—¿Detestable?
—Que hubiera apenas una docena de almagreños —políticos, los que estaban de servicio, y lo exiguo de los fondos recaudados. A mucha gente se le llena la boca con el “Salvemos La Veleta”, firma manifiestos, los mueve por las redes sociales, se rasga las vestiduras ante el poco aprecio en que se tiene a la cultura… pero, si hay que traducir en obras las buenas razones, recula.
—Hombre, esto es cosa de las instituciones.
—¿Por qué se embarcarían las instituciones en un asunto que a los ciudadanos —o sea, al bolsillo de los ciudadanos— les trae sin cuidado?



domingo, 21 de octubre de 2018

Los «putos amos» y otra de jueces

—¡Don Juan…!
Don Juan es moderado en el hablar, no cae nunca en las malas palabras ni en expresiones vulgares o groseras: por eso, algunos se soliviantan. Él lo justifica:
—Échenle ustedes a la culpa a Martínez Maíllo. Martínez Maíllo se fue de vacaciones como lo que venía siendo: el alcalde de un pueblo de cuatrocientos habitantes; ha vuelto irreconocible.
—La gente vuelve renovada de las vacaciones. Acuérdese usted de Floriano, que experimentó una transformación semejante.
—Este más.
—Habrá conocido el amor, sufrido una crisis religiosa o tal vez le haya tocado la lotería.
—No lo sabemos. Pero, del aspecto de campesino zamorano hecho a manejar el tractor y arrear las ovejas que llega a la ciudad y anda un tanto perdido, ha dado en otro elegante y plenamente cosmopolita: cabello y barba de barber shop, piel bronceada, gafas de marca, atuendo casual, modales cuidadosamente descuidados… y lengua de suficiencia podemista.
—Podemista no: barriobajera.
—El arrabal siempre ha seducido a los finos: piensen en los aristócratas aplebeyados que alternaban con majas y toreros. A los dirigentes podemistas, aristocracia intelectual, les atraía la gente hasta ayer tarde —ya menos—, y bebían botellines a morro… Y Martínez Maíllo, olvidada la biografía anterior, incluso la historia de sus antepasados, ha debido sentir este verano el encanto del suburbio, lo ha combinado con cuatro parrafadas del Icon, y ahí lo tenemos: camino de meterse a hipster. ¡Qué dirán en Casaseca de las Chanas!
—Que anda en malos pasos y se junta con malas compañías: otro que se ha echado a perder.
—Quizá lo admiren, porque la televisión llega a todas partes —insinúa uno.
—Explícate.
—Si hay una máquina expendedora de zafiedad, esa es la tele. Cualquiera que salga en ella, así sea el obispo de Sigüenza, la presidenta de la asociación de amas de casa o el Defensor del Pueblo, pueden deslizarse a la ordinariez, retozar en ella, sin que nadie se lo reproche: las palabras y expresiones que antes se llamaban inconvenientes ahora convienen a todo el mundo. Pero, eso sí: que no se relajen en la vestimenta o en el peinado, que entonces los crucificamos sin misericordia. De modo que en Casaseca de las Chanas estarán curados de espanto.
—Y hasta le aplaudirán.
El conservador, que ha estado pendiente y cada vez más incómodo, pregunta:
—¿Ha dicho acaso Martínez Maíllo que los jueces son los putos amos?
—No es lo mismo. Decirlo de Pablo Iglesias entra en las costumbres del debate político; decirlo de los jueces hubiera sido atentar muy gravemente contra la separación de poderes —distingue solemne el conservador.
—Decirlo de los jueces hubiera sido mucho más preciso —contesta el rojo, Macallan en mano.
—¿Qué opina, don Juan?
—Que estábamos comentando las revistas de moda y el envilecimiento del habla. Pero, si nos ponemos escrupulosos, podemos afirmar también que el amigo lleva razón. Martínez Maíllo ha errado el tiro: los verdaderos, los únicos amos —don Juan omite el adjetivo malsonante— son, en rigor, los jueces.
—¿Por qué?
—Porque gozan de atribuciones que solo ellos poseen: disponer de la vida, la hacienda o la reputación de cualquiera como consideren oportuno; y porque, aunque cometan algún desliz, no les pasará nada.
—Exagera usted.
—No demasiado. Supongo que el pensamiento judicial procederá de manera idéntica al pensamiento de la mayoría de los mortales: primero se adopta una decisión —a saber mediante qué oscuros mecanismos psicológicos y bajo qué complejas influencias externas— y luego se buscan argumentos para justificarla. Como las leyes son por propia naturaleza interpretables, cualquier decisión que adopte un juez, aun la más descabellada o absurda, encuentra argumentos jurídicos en los que apoyarse: los jueces trabajan bien seguros sobre esta red irrompible.
—Groucho Marx lo expresó estupendamente —apoya el cínico.
—Seamos serios —pide el conservador.
—Seamos. Pongamos tres ejemplos: se quejan los jueces de que les critiquen haber negado protección a ciertas mujeres que después murieron asesinadas por «sus parejas o exparejas» —así lo dicen—; pues bien, cualquier ciudadano —arquitecto, médico, policía— que hubiera evaluado equivocadamente un riesgo del que luego directa o indirectamente se hubiera derivado una muerte habría sido, sin duda alguna, empapelado por algún juez.
—Hombre…
—Y mujer. Segundo: dicen los jueces que, respecto a los políticos catalanes presos, no les cabe sino aplicar la ley, aunque ello tenga indeseables consecuencias políticas y sociales.
—Claro: fiat iustitia et pereat mundus.
—Salvo que sea el mundo económico y financiero: ahí tiene usted desviviéndose al pobre presidente de la Sala de lo Contencioso-Administrativo del Supremo para ver cómo corrige el fallo de la Sección Segunda sobre las hipotecas; y todo porque los bancos se desploman en la bolsa y por la enorme repercusión económica y social.
—Es que…
—Es que los jueces están siempre donde hay que estar, decíamos el otro día.

domingo, 14 de octubre de 2018

"Bonito... Todo me parece bonito..."

Hoy, cumpleaños de don Juan —setenta y nueve—, hemos comido a su costa en Navaltizón. No hablamos del paso inexorable del tiempo, materia lóbrega e impropia de celebraciones —memento mori—, sino de otra ligera y achampañada: cierta consulta de El País cuyo resultado establece la clasificación de los pueblos más bonitos de España. Almagro es el trigésimo de la lista: con desigual entusiasmo numerosos almagreños han replicado la noticia en las redes sociales. Don Juan no ha prestado interés; alguien se lo reclama:
—¿Qué le parece?
—Me parece bien que la gente gane dinero.
—¿Quién gana dinero aquí?
El País en primer lugar, que ya ha logrado notable difusión y espera aumentar las ganancias cuando los pueblos de la lista, individualmente o en comandita, le vayan subvencionando reportajes.
—Si quieren.
—Querrán. Los suplementos de viajes en los periódicos —y los programas equivalentes de las radios— tienen en realidad un fin publicitario más o menos encubierto: quien aparece  ha contribuido directa o indirectamente, pero con dinero, a que el invento sobreviva.
—Las reglas del mercado —justifica el conservador.
—Por supuesto: legítimas y provechosas.
—Se burla usted…
—Yo no tengo nada contra las reglas del mercado, porque —siempre que existan efectivamente y se hagan respetar— son uno de los pilares de la sociedad libre, democrática y equitativa en que aspiro a vivir.
—No se escabulla, don Juan: cuéntenos qué opina de los pueblos bonitos.
—El sintagma es digno de estudio.
—Empiece.
—El adjetivo bonito, diminutivo de bueno, en lo que respecta al castellano de España ha ido remplazando progresivamente a lindo hasta arrinconarlo en el chiribitil de las palabras moribundas. Durante el proceso lo que ha ganado en extensión lo ha perdido en profundidad, de modo que actualmente es una palabra ómnibus que, según quien la use, vale lo mismo para un vestido de primera comunión que para la Alhambra.
—Hay muchas palabras así: que abarcan mucho y aprietan poco.
—La imprecisión de bonito se hace especialmente peligrosa.
—¿Por qué?
—Porque, armada de pereza, derriba toda jerarquía: si bajo la etiqueta de bonito caben El matrimonio Arnolfini y la foto de boda de Eugenia de York, el primero se pone a la altura trivial de la segunda.
—¿Qué es lo bonito exactamente? —pregunta el despistado.
—Debido a la amplitud semántica, definirlo con rigurosa exactitud es muy difícil. No obstante, unos cuantos rasgos acaso nos acerquen a ella.
—¿Cuáles?
—Dos al menos. Hace tiempo que bonito dejó de estar relacionado con la bondad para relacionarse solo con la belleza. La belleza es un territorio inmenso que se extiende de lo sublime a lo cursi; pues bien, todo lo bello —hasta lo sublime y lo cursi— puede ser calificado de bonito siempre que no resulte conflictivo ni su detección precise aprendizaje.
—Por favor…
—Un ejemplo: ciñéndonos a la poesía y evitando berenjenales como el de la calidad, es evidente que el Romancero gitano —siquiera en una lectura superficial— y un poema de Sastre aceptan el calificativo; las Soledades no, Poeta en Nueva York tampoco. ¿Por qué? Porque las Soledades y Poeta en Nueva York requieren del lector esfuerzo y entrenamiento, y lo interrogan y lo desasosiegan y lo retan y lo sacan de la seguridad de los caminos trillados.
—O sea, que cualquier patán se halla capacitado para apreciar lo bonito…
—Si usted lo dice… Por mi parte solo afirmo que lo bonito es cómodo y fácil: se percibe sin esfuerzo y nunca pone en cuestión nuestros presupuestos estéticos.
—Y de quien usa a menudo la palabra bonito ¿qué nos cuenta?
—Que se trata de alguien que no conoce otra o de alguien que no quiere meterse en líos. Es decir, alguien que encaja bien con un determinado tipo de turista muy abundante en los últimos años: pide arte y cultura, aunque en dosis homeopáticas.
—Los turistas de hoy buscan exotismo y experiencias.
—Y ¿dónde los van a encontrar mejores y más próximos que en los pueblos, esos sitios extraños donde vivieron nuestros abuelos como ahora viven en el Tercer Mundo? Por eso, si a lo exótico y auténtico del pueblo le añaden ustedes una belleza obvia, tierna, dulce y banal, brota el cóctel perfecto, el sintagma perfecto: pueblo bonito. Y los pueblos bonitos abundan en España y están por ahí cerca esperándonos con los brazos abiertos: vamos en un rato y nos volvemos tan campantes, satisfechos de nosotros mismos.
—Lo dicho, entonces: que a usted no le gusta eso de Almagro, uno de los pueblos más bonitos de España.
—Creo que Almagro es más y debe aspirar a más.
Pecunia non olet, don Juan. Si trae dinero…
—Pues que se agarren al anzuelo los hosteleros y cuantos comen de ordeñar turistas; los demás no tenemos la obligación de comulgar con ruedas de molino.
—Por lo tanto...
—No vendría mal dedicarle al turismo un rato de reflexión.