—¡Don Juan…!
Don Juan es moderado en el hablar, no cae nunca en las malas
palabras ni en expresiones vulgares o groseras: por eso, algunos se
soliviantan. Él lo justifica:
—Échenle ustedes a la culpa a Martínez Maíllo. Martínez
Maíllo se fue de vacaciones como lo que venía siendo: el alcalde de un pueblo
de cuatrocientos habitantes; ha vuelto irreconocible.
—La gente vuelve renovada de las vacaciones. Acuérdese usted
de Floriano, que experimentó una transformación semejante.
—Este más.
—Habrá conocido el amor, sufrido una crisis religiosa o tal
vez le haya tocado la lotería.
—No lo sabemos. Pero, del aspecto de campesino zamorano
hecho a manejar el tractor y arrear las ovejas que llega a la ciudad y anda un
tanto perdido, ha dado en otro elegante y plenamente cosmopolita: cabello y
barba de barber shop, piel bronceada, gafas de marca, atuendo casual,
modales cuidadosamente descuidados… y lengua de suficiencia podemista.
—Podemista no: barriobajera.
—El arrabal siempre ha seducido a los finos: piensen
en los aristócratas aplebeyados que alternaban con majas y toreros. A los
dirigentes podemistas, aristocracia intelectual, les atraía la gente
hasta ayer tarde —ya menos—, y bebían botellines a morro… Y Martínez
Maíllo, olvidada la biografía anterior, incluso la historia de sus antepasados,
ha debido sentir este verano el encanto del suburbio, lo ha combinado con
cuatro parrafadas del Icon, y ahí lo tenemos: camino de meterse a hipster.
¡Qué dirán en Casaseca de las Chanas!
—Que anda en malos pasos y se junta con malas compañías:
otro que se ha echado a perder.
—Quizá lo admiren, porque la televisión llega a todas partes
—insinúa uno.
—Explícate.
—Si hay una máquina expendedora de zafiedad, esa es la tele.
Cualquiera que salga en ella, así sea el obispo de Sigüenza, la presidenta de
la asociación de amas de casa o el Defensor del Pueblo, pueden deslizarse a la
ordinariez, retozar en ella, sin que nadie se lo reproche: las palabras y
expresiones que antes se llamaban inconvenientes ahora convienen a todo el
mundo. Pero, eso sí: que no se relajen en la vestimenta o en el peinado, que
entonces los crucificamos sin misericordia. De modo que en Casaseca de las
Chanas estarán curados de espanto.
—Y hasta le aplaudirán.
El conservador, que ha estado pendiente y cada vez más
incómodo, pregunta:
—¿Ha dicho acaso Martínez Maíllo que los jueces son los putos
amos?
—Ha dicho que
lo es Pablo Iglesias.
—No es lo mismo. Decirlo de Pablo Iglesias entra en las
costumbres del debate político; decirlo de los jueces hubiera sido atentar muy
gravemente contra la separación de poderes —distingue solemne el conservador.
—Decirlo de los jueces hubiera sido mucho más preciso
—contesta el rojo, Macallan en mano.
—¿Qué opina, don Juan?
—Que estábamos comentando las revistas de moda y el
envilecimiento del habla. Pero, si nos ponemos escrupulosos, podemos afirmar
también que el amigo lleva razón. Martínez Maíllo ha errado el tiro: los
verdaderos, los únicos amos —don Juan omite el adjetivo malsonante— son, en
rigor, los jueces.
—¿Por qué?
—Porque gozan de atribuciones que solo ellos poseen:
disponer de la vida, la hacienda o la reputación de cualquiera como consideren
oportuno; y porque, aunque cometan algún desliz, no les pasará nada.
—Exagera usted.
—No demasiado. Supongo que el pensamiento judicial procederá
de manera idéntica al pensamiento de la mayoría de los mortales: primero se
adopta una decisión —a saber mediante qué oscuros mecanismos psicológicos y
bajo qué complejas influencias externas— y luego se buscan argumentos para
justificarla. Como las leyes son por propia naturaleza interpretables,
cualquier decisión que adopte un juez, aun la más descabellada o absurda,
encuentra argumentos jurídicos en los que apoyarse: los jueces trabajan bien
seguros sobre esta red irrompible.
—Groucho Marx lo expresó estupendamente —apoya el cínico.
—Seamos serios —pide el conservador.
—Seamos. Pongamos tres ejemplos: se quejan los jueces de que
les critiquen haber
negado protección a ciertas mujeres que después murieron asesinadas por «sus parejas o exparejas» —así lo dicen—; pues
bien, cualquier ciudadano —arquitecto, médico, policía— que hubiera evaluado
equivocadamente un riesgo del que luego directa o indirectamente se hubiera
derivado una muerte habría sido, sin duda alguna, empapelado por algún juez.
—Hombre…
—Y mujer. Segundo: dicen los jueces que, respecto a los
políticos catalanes presos, no les cabe sino aplicar la ley, aunque ello tenga
indeseables consecuencias políticas y sociales.
—Claro: fiat iustitia et pereat mundus.
—Salvo que sea el mundo económico y financiero: ahí tiene
usted desviviéndose al pobre presidente de la Sala de lo
Contencioso-Administrativo del Supremo para ver cómo corrige el
fallo de la Sección Segunda sobre las hipotecas; y todo porque los bancos
se desploman en la bolsa y por la enorme repercusión económica y social.
—Es que…
—Es que los jueces están siempre donde hay que estar,
decíamos el otro día.
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