Colea aún —y coleará— el asunto Villarejo cuando nos
enteramos de que a otro juez se le suelta la lengua en el propio juzgado
—¡Templo de la Ley!— como si fuera el bar de la esquina. Alguien pregunta:
—¿De estas grabaciones no hablamos?
—¿Para qué? Son pura nadería tecnológica aderezada con un
buen chorro de estupidez.
—Aclare.
—Las oficinas judiciales han pasado en poco tiempo de la
burocracia filipina a las nuevas
tecnologías: es comprensible que jueces y funcionarios no estén todavía
hechos a apretar el botón de apagado nada más pronunciar el enfático Se levanta la sesión —o la jaculatoria que proceda—. Igual de
comprensible y trivial es que los médicos critiquen —en privado— a los
pacientes; los maestros a los alumnos; los curas a los feligreses, etcétera. Lo
que no resulta trivial, sino estúpido, es no haber comprobado qué grabación se
le estaba entregando exactamente al abogado de la demandante o como se diga en el latín leguleyo. He ahí lo único que
merece reproche: la atolondrada estupidez cotidiana en la que incurren listos y tontos con la misma asiduidad.
—Incurrimos, don Juan, incurrimos —me atrevo a poner las
cosas en su sitio.
—Lleva usted razón: nosotros también somos pecadores.
El conservador, sensato, retoma el hilo:
—Nadie debería criticar a quien le da de comer.
—Pero somos desagradecidos. Con frecuencia los funcionarios
olvidan que comen gracias al ciudadano corriente: el médico gracias al enfermo,
el maestro gracias al alumno, el cura gracias al feligrés…
—Y a los que no lo somos —salta vehemente el rojo.
Don Juan sonríe aprobatorio:
—Hablaremos otro día de la
dotación del culto y clero; ahora nos quedamos en los jueces: para
bastantes, el ciudadano que les da de comer es una pejiguera fastidiosa; y la
obligación de estudiarse sumarios —o lo que sean— de miles de folios, un
suplicio que los priva de actividades más amenas. Pobrecillos.
—Para eso les pagamos.
Don Juan se encoge de hombros dubitativo:
—Quizá… En realidad no sé para qué les pagamos.
—Para hacer justicia y mantener la paz social —proclama sin
dudas el conservador.
—No, señor: para garantizar la pervivencia del sistema de
opresión capitalista y patriarcal, y las desigualdades sociales —refuta el
rojo, también sin dudas.
Don Juan media:
—Ambas cosas no son del todo incompatibles. Desde luego, los
jueces, al menos en los casos más obvios —atracos, asesinatos, secuestros—,
normalmente hacen justicia y contribuyen a la paz social. Pero la paz social
—sea eso lo que sea y la llamemos como la llamemos— beneficia más a unos individuos
que a otros, y ahí los jueces saben siempre en qué lado colocarse.
—Habrá de todo —objeta el ingenuo.
—Qué más quisiéramos. Grosso
modo, los seres humanos somos por naturaleza idénticos: tenemos en mayor o
menor proporción las mismas virtudes y defectos; sin embargo, los expresamos de maneras distintas según
condicionantes históricos, familiares, étnicos, religiosos, económicos…
—Ponga ejemplos, por favor.
—Por ejemplo, y limitándonos al asunto que traemos entre
manos: es muy improbable que los miembros de las clases pudientes ejerzan la
violencia física ellos mismos; es muy improbable que los pobres incurran en el
delito de falsedad documental o en el de prevaricación o en el de cohecho
impropio…
—¿Qué tiene que ver?
—Que, curiosamente, los códigos penales castigan con dureza
los delitos que suelen cometer los pobres; en cambio, para los delitos de ricos las penas son benignas, los
jueces indulgentes.
—¡Pues todavía se quejan! —dice el escéptico.
—¿Quién se queja? —pregunta el despistado.
—Esperanza Aguirre.
—Se estará poniendo la venda antes de que le den la pedrada
—insinúa el cínico.
El despistado insiste:
—¿De qué se queja Esperanza Aguirre?
—De que el pobre
Rato vaya a ir a la cárcel por noventa mil euros de nada.
—Hay gente en la cárcel por muchísimo menos.
—Desgraciados que robaron como roban los pobres de verdad:
navaja en mano; Rato y sus amigos usaron la tarjeta de crédito, un procedimiento más fino: de ahí que la pena sea más suave y el trato en la cárcel —tal vez— más
delicado.
—Hay ocasiones, don Juan, donde los ricos y poderosos no
reciben trato privilegiado.
—No demasiadas; en la España reciente solo se me ocurren dos, y bastante parecidas: Garzón y los secesionistas catalanes. El primero, pájaro que ensucia su propio nido, rompió
de algún modo las convenciones del gremio: puso en peligro la solidaridad de clase. Los segundos, con
osadía que raya en la locura, han puesto en peligro la unidad de la patria. La
patria y la clase son sagradas: quien les toque un pelo no quedará impune.
—Imprudentes que son —ironiza el cínico.
—Y la justicia, ciega —concluye don Juan.
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