domingo, 30 de octubre de 2016

Azaña

Don Juan viene hoy reflexivo:
—Con frecuencia los viejos tenemos la sensación de que el mundo empeora. Casi siempre nos equivocamos: quienes vamos a peor somos nosotros; pero algunas veces, por desgracia, llevamos razón: el mundo empeora, en efecto y muy claramente.
—¿Por qué lo dice?
—Ayer invistieron a Rajoy; el jueves que viene se cumplirán setenta y seis años de la muerte —en Francia, de tristeza del presidente Azaña. ¿Alguien podría negar que hemos ido a peor?
Al menos uno lo niega:
—La política española de hoy no es una balsa de aceite, pero cuando Azaña fue presidente del Consejo de Ministros por segunda vez o mientras fue presidente de la República, estaba peor que ahora. Y la sociedad, mucho más dividida: tanto que la división derivó en guerra civil. Eso por no hablar de los presidentes del Consejo de Ministros que hubo mientras Azaña presidía la República: ni Barcia, ni Casares Quiroga, ni Giral, ni siquiera un Largo Caballero anciano y mermado fueron mejores que Rajoy. Negrín sí: Negrín estaba muy por encima.
Don Juan no tiene ganas de discutir; se repliega:
—Hablábamos de Azaña; de los otros ya trataremos otro día. Azaña fue una figura intelectual de primer orden, un buen escritor, un orador excepcional, un político con ideas, un estadista como ha habido pocos en la historia de España…
—¿Estadista? —pregunta el despistado.
—Estadista es el político que tiene un proyecto a largo plazo para su país, la decisión y el carácter necesarios para ponerlo en marcha, y la generosidad de no dejarse atar por sus propios intereses. Azaña percibió con claridad los problemas de España —el atraso educativo, la desvertebración territorial, el desmesurado poder de la Iglesia y del Ejército, la propiedad de la tierra, el caciquismo…—; se enfrentó a ellos de manera decidida, rápida e irreprochablemente democrática, sin ninguna veleidad revolucionaria...
—Y fracasó —remacha el disidente.
—Fracasó, esa es la verdad, porque tuvo muy pocos apoyos e infinidad de enemigos. Fueron sus enemigos quienes querían conservar privilegios injustos; fueron sus enemigos también los partidarios de una revolución milagrosa que instaurara el paraíso en la tierra al cabo de cuatro días: por ejemplo, los insensatos anarquistas o los seguidores de Largo Caballero, más insensatos aún… Pero el ideal de Azaña perdura y el camino que trazó todavía nos sirve: él simboliza la España culta, moderada, tolerante, cívica, liberal, razonable, valiente y trabajadora. Un espejo al que puede asomarse cualquier persona de buena voluntad.
—Aznar, por decir alguien.
—Durante un tiempo, mientras aspiraba a ganar las elecciones, Aznar se dijo seguidor de Azaña y lo nombraba entre sus modelos. Algún asesor listo se lo aconsejaría, quizá para espantar el miedo de los pequeñoburgueses ilustrados. En cuanto llego a la Moncloa sus modelos y modales fueron bien diferentes. Qué le vamos a hacer.
—Pocos se acuerdan ya de eso; y de Azaña, no tantos —me atrevo a intervenir.
—De Azaña no sé quién se acuerda: en Madrid tiene una calle que todos llaman de otra manera; en Alcalá de Henares, una rotonda y, cada año por estas fechas, un ciclo de conferencias. Quienes ganaron la guerra sepultaron a Azaña bajo toneladas de ignominia; quienes la perdieron tenían otros santos a quienes encomendarse; y la democracia actual, olvidadiza, no se ocupa de estas cosas: cuando se cumplieron ochenta años de su elección como presidente de la República —el 11 de mayo de 2016— pocos se acordaron; si en alguno de estos pueblos de alrededor a algún alcalde se le ocurriera llamar Manuel Azaña a una calle, una biblioteca, un colegio, habría ruido y no poco. Y un botón de muestra absolutamente ridículo, pero muy significativo: Numancia de la Sagra se llama todavía Numancia de la Sagra.
A pesar del sol dulce que entra por la ventana, la tertulia se aniebla de melancolía. Don Juan, de puente en el tratamiento, ha venido para acercarse al cementerio de Manzanares en el que está enterrada su mujer. Aunque, obviamente, él no cree en la vida después de la vida y le parecen ganas de perder el tiempo las preocupaciones eclesiásticas sobre las cenizas de los difuntos, está convencido de que los muertos viven mientras vivan quienes conservan su memoria amada: honrar a los muertos que lo merecen es conservar digna nuestra propia vida. Y lo que vale para las personas vale para las sociedades.


domingo, 23 de octubre de 2016

Cirlot

Si don Juan no viene, ¿de qué hablo? Yo soy un hombre convencional que carece de imaginación. Puedo redactar informes, oficios, resoluciones, elevar instancias… pero no sé escribir. Bien que lo siento.
—¿Redactar no es escribir? —pregunta retóricamente un amigo, tal vez para levantarme el ánimo.
—No. El que redacta es un músico de banda; el que escribe es, por lo menos, director de orquesta.
—¿Todos los que escriben son directores de orquesta? —insiste el amigo.
—O lo pretenden. Muchos lo son verdaderamente; bastantes, compositores extremados. En cambio, yo abro el ordenador y no se me ocurre nada. La pantalla en blanco me intimida con su requerimiento acuciante; el parpadeo del cursor es un reloj que cuenta hacia atrás implacablemente los segundos que faltan para la catástrofe.
—¿Qué catástrofe?
—La del abandono, la de la rendición. Yo solo puedo, más o menos dignamente, levantar acta de las tertulias del domingo. Pero, si no viene don Juan…
—Llámalo a ver qué te dice. Algunos días te saca del aprieto con los correos electrónicos.
Lo llamo. Le pregunto por la salud, le digo que lo echamos de menos… y procuro llevar el agua a mi molino:
—¿Qué lee ahora, don Juan?
—De todo un poco. Aquí al lado tengo la antología de Cirlot que ha publicado Siruela.
—Dígame algo —imploro como quien pide una limosna.
—Cirlot nació en 1916. Hace cien años. Hace cien años nacieron también Cela, Buero Vallejo o Blas de Otero. Cirlot poco tiene que ver con ellos. Cirlot es un fenómeno extrañísimo en la poesía española, en la literatura española: sin precursores casi, sin seguidores, sin lectores, marginal y, a pesar de todo, uno de los grandes poetas del siglo XX. Es fascinante, es difícil, es original. La lectura de Cirlot produce el deslumbramiento misterioso, y la extrañeza y la maravilla de estar asomándonos a un mundo desconocido, a otro planeta. Sobre todo, si uno ha frecuentado solamente el canon poético español de los manuales de literatura. Además fue un estupendo crítico de arte y se interesó por cosas en las que nadie reparaba: ahí está, por ejemplo, el Diccionario de símbolos. La antología de Siruela es una buena puerta para entrar en él: amplia y representativa; no muy cara —veinte euros—, y materialmente impecable. La selección es de Elena Medel: hay que darle las gracias. Y el prólogo también: se lo puede uno saltar.
—¿Por qué?
—Porque es espeso, reiterativo, torpe y balbuceante. Nunca había leído prosa de Elena Medel: quizá no me haya perdido nada.
—Ya que estamos con la poesía, don Juan: ¿ha visto el programa de la semana que viene?
—¿Qué programa?
—El del trigésimo primer encuentro de poesía española.
—Nombre alto y sonoro, pero nada significativo. La que antiguamente se llamaba semana de poesía ha conocido mejores tiempos: cuando un poeta solo era capaz de llenar el teatro municipal. Luego ha rodado muchos años sin criterio, cansinamente; ahora es por completo irrelevante. Dando vueltas siempre a la misma noria, sin querer saber nada de la poesía actual —¿cuándo se les pararía el reloj a los programadores?— y despreciando al público, ha venido a ser un suceso insignificante del calendario cultural almagreño, una rutina que se cumple por cumplir.
—Es usted duro, don Juan.
—No tanto como debiera. ¿Cuánto hace que no tenemos un poeta o unos poetas? Salvo excepciones escasísimas, todo se queda en naderías musicovocales para una concurrencia más generosa que entendida.
—¡Don Juan, por Dios, que hay amigos en esto!
—Soy viejo y estoy enfermo: nadie se meterá conmigo —me imagino la sonrisita irónica—. Yo me lavo las manos, no discuto con nadie, no quiero que nadie comparta mis opiniones, conque haga usted lo que le dé la gana: si le parece, cuéntelo; si no, endúlcelo como le convenga.
Eso haré si Dios quiere: suavizar palabras tan ácidas.
—Este año sí hay poetas, don Juan.
—Poetas de tercera división.
Me pilla descuidado:
—¿De tercera división?
—Sin ánimo de ofender: poetas provinciales —uno o dos, buenos; otros, aseados; la mayoría, meramente voluntariosos— que, salvo excepciones, tienen poco que ver con la poesía que se hace ahora en España. El resto de la programación también es provincial. Como el primer día va del Parnaso, me he acordado de aquel Parnasillo provincial de poetas apócrifos. ¿Se acuerda usted también?
—No, don Juan.
—Pues búsquelo y pasará un buen rato.
Quizá por la enfermedad, don Juan exagera: no se lo tengan en cuenta.

(Juan Eduardo Cirlot, El peor de los dragones. Antología poética 1943-1973, edición de Elena Medel, Siruela, Madrid, 2016. Veinte euros) 


domingo, 16 de octubre de 2016

Francisco Rico

Don Juan cumplió el viernes setenta y siete años. Otras veces nos ha convidado a comer y le hemos hecho algún regalo conforme a sus intereses, casi siempre libros. Este año, por la enfermedad, la celebración ha quedado orillada: ya la recuperaremos. Con todo, como le han dado unos días de descanso en el tratamiento, se ha venido a Almagro a ver a la familia. Llegó en el tren la mañana del cumpleaños; comió con la hija y los nietos; se echó la siesta; a media tarde dimos un paseo por el pueblo comentando las novedades. Está demacrado, pálido, pero se le ve de buen ánimo; no ha perdido el humor y tiene más fuerzas de las que aparenta: el paseo no se le ha resistido; aunque lleva bastón, apenas se apoya en él. Anocheciendo se despidió; dijo que iba a ver a Francisco Rico. Algunos lo acompañaron; yo tenía otros compromisos. Ayer mañana nos contaron la conferencia.
Uno de los acompañantes de don Juan estaba indignado:
—Francisco Rico es la mayor figura intelectual que ha visitado Almagro en años; no había ni cincuenta personas en el salón. Qué vergüenza.
Yo no fui; me doy por aludido:
—Hombre, no exageres: acudió el 0,5 por ciento de los almagreños. Si en Madrid a un acto de esta clase acudiera el 0,5 por ciento de los madrileños, habría que meterlos en un campo de fútbol.
—Pero los almagreños presumen de cultos y refinados —persevera.
—¡No vamos a presumir de ignorantes y brutos! Sin embargo, todos sabemos que la sabiduría y el refinamiento, la ignorancia y la zafiedad, se reparten aquí en las mismas proporciones que en el resto del mundo. No somos tan fatuos.
El indignado matiza:
—Lo de Francisco Rico era un acontecimiento, un cometa que se asoma de higos a brevas. En Madrid están acostumbrados a estas cosas. Y aquí… —se para un poco, hace recuento mental, prosigue— los profesores de instituto se podían contar con los dedos de una mano y sobraban dedos; maestros en activo solo vi a una; jóvenes de menos de treinta años había dos o tres —los profesores de literatura ¿no podrían haber mandado a los alumnos de bachillerato?—; figuras intelectuales de primer nivel, Lola Cabezudo y Elena Arenas; políticos, los que estaban de servicio…
—Completaste bien el censo —apunto maliciosamente.
No me hace caso. Continúa:
—Y estaba la polémica con Pérez Reverte. Pérez Reverte tiene muchos lectores, ¿ninguno quiso venir a defenderlo? ¿Nadie se dejó atraer por el morbo de una riña de altura? Los partidarios del lenguaje no sexista ¿dónde estaban? ¿El venenoso adverbio alatristemente carece de poder de convocatoria?
Tengo que recular:
—Había otras cosas al mismo tiempo: el teatro, la poesía de las mujeres rurales, el desfile de moda, mañana viene la Virgen…
Me mira despectivamente, seguro de haber ganado la batalla. Don Juan, que ha estado en silencio, expectante, interviene:
—La gente va a lo que le da la gana. No hay que llorar por lo de ayer; mucho menos despreciar al vulgo necio y sentirnos superiores a él como el fariseo de la parábola o los militantes de Podemos —miro de reojo al indignado: está disolviendo la azúcar del café—. Es posible que el formato de las conferencias esté anticuado ahora que cualquiera puede ver cualquier cosa en cualquier momento echando mano al teléfono de bolsillo. Además, la conferencia de Rico tampoco fue excesivamente brillante ni dijo nada que sus lectores desconocieran: quizá los que no acudieron son, precisamente, los que leen a Rico, y se lo saben.
Le brillan los ojos con una chispa de ironía. Cierra:
—Por otra parte, en estos tiempos eso que llamamos la Cultura —mayúsculas, por favor— no es solo, ni siquiera principalmente, cultura escrita.
—Carlos García Gual lo confirmaba hace poco en Babelia. Escribía que la lectura ya no es una actividad prestigiosa —paradójicamente, presumo de lecturas cultas.
—Por eso la Academia Sueca la ha dado el Nobel a Bob Dylan.
—Hay polémica. ¿Que opina usted?
—A menudo hay polémica. Estando Boyero y Sabina a favor, casi estoy por decirles que lo sensato es estar en contra, y no darle muchas vueltas. Pero no se lo diré: las cosas son siempre algo más complejas. Otro día lo comentamos.
Se despidió con prisa: la hija estaba esperándolo para acercarlo al tren. Yo no sé a qué carta quedarme.


domingo, 9 de octubre de 2016

Vinuesa en el Ateneo

La otra tarde se presentaron en el Ateneo José Vicente Vinuesa y su primera novela —de los que yo, pobre ignorante, no había oído hablar nunca—. Un amigo que acude a estas cosas me informa: José Vicente Vinuesa, manchego de origen, se crio en Valencia; allí se hizo músico; ahora ejerce de profesor en el instituto de Bolaños; vive en Almagro. Este primer libro suyo ya se había presentado aquí antes del verano; luego ha habido presentaciones en otros sitios; parece que se está vendiendo bien: lo han reimprimido. En el Ateneo la presentadora fue Elena Arenas Cruz; como se podía prever, estuvo brillante; no había mucha gente —también se podía prever—; los que había salieron contentos. El amigo me trajo un ejemplar; lo hojeé; se lo he mandado a don Juana a ver qué le parece. Esto me ha escrito:
Querido amigo:
La autoficción está de moda. Los autores, en lugar de idear argumentos, trazar personajes, ubicarlos en el espacio y en el tiempo, se miran al espejo, miran también lo que hay por allí cerca, y nos lo cuentan —unos mejor y otros peor, claro es—, pero sacudiéndose el compromiso de veracidad. A mí no acaba de gustarme, aunque hay excepciones que sí me gustan.
Vinuesa disimula; sin embargo, cualquier lector algo entrenado adivina enseguida que la novela —como muchas de otros tantos autores primerizos— entra de lleno en el saco de la autoficción, y hasta en el de la autobiografía. No queda malparada, sobre todo considerando que es la primera. El título, largo y sin gracia, responde bien al contenido: lo que se nos cuenta es la vida amorosa del protagonista, es decir, nada del otro jueves; las tres historias de amor acaban en desastre, es verdad: a más de uno le habrá pasado. Pero lo cuenta bien, a ratos brillantemente: por eso el libro no se nos cae de las manos. Yo, ahora que no puedo hacer otra cosa, lo he leído en dos tardes, entre el hospital y mi casa.
Lo mejor es la construcción, la arquitectura novelística, la distribución de elementos. Me atrevería a decir, incluso, que el libro responde a la estructura de alguna forma musical o tiene algo que ver con la profesión del autor: tema y variaciones, ritmos, desarrollos, ecos, están muy bien pensados y dispuestos. También son muy buenos los diálogos, ciertas descripciones y algunos tipos; y el lenguaje, en general, es rico y adecuado.
Hay, es normal, algunas cosas manifiestamente mejorables. Señalaré tres: las dos historias que se cuentan apenas tienen relación entre sí; por tanto, se podría haber prescindido de la segunda —la de don Juan Bermejo y El Holandés Errante— sin menoscabo; igual pasa con las anécdotas de sus amistades que nos cuenta el protagonista: perfectamente prescindibles. Las reflexiones sobre la vida y el amor son tópicas y banales. Y, finalmente, la edición está muy poco cuidada: las mayúsculas se usan mal, en los cortes de palabras a final de renglón hay abundantes incorrecciones; algún verbo se conjuga arbitrariamente, cansan las muletillas y repeticiones de palabras…
Todo ello no son más que pequeñas manchas en una obra que nos descubre a un autor con cualidades para llegar a escribir buenas novelas: si se esfuerza un poco y escoge editores más cuidadosos, lo logrará pronto.
Por otro lado, también me ha gustado que el libro se presentara en el Ateneo. Ya sabe usted que yo tengo escasa relación con él y que, por sus horarios y los míos, muy pocas veces acudo a las actividades que organiza. Pero estoy al tanto de lo que hacen y me parece muy meritorio, casi heroico, que una entidad así haya podido sobrevivir en Almagro durante tantos años sin el apoyo —y frente a la indiferencia— de las instituciones. Los socios y directivos del Ateneo mantienen encendida la llama de la cultura en un ambiente que no siempre le es propicio; y perseveran tozudamente, y siguen poniendo a disposición de los almagreños su saber y su tiempo. ¿Por qué no se les hace más caso? ¿Por qué lo que organizan apenas logra eco? Yo no lo sé; pero, desde luego, ellos no tienen la culpa.
Visto el correo de don Juan, hago dos propósitos: leer el libro de Vinuesa y acercarme de cuando en cuando al Ateneo.

(José Vicente Vinuesa, Tres historias de amor, mis desastres y yo, Oros Libros, Granada, 2016. 14 euros.)


domingo, 2 de octubre de 2016

Penas socialistas

Don Juan no ha venido hoy. Quizá no venga en todo el mes, porque el martes empieza el tratamiento de radioterapia. Esta mañana le he preguntado qué le parecía lo del PSOE. Por correo electrónico me contesta lo siguiente:
Querido amigo:
Ya sabe que nunca he votado al PSOE, y desconozco absolutamente sus interioridades. Sin embargo, estoy convencido de que un partido socialdemócrata fuerte, serio y cohesionado es imprescindible para la salud de cualquier democracia europea: de hecho —aunque no me atrevo a decir qué es causa y qué es efecto— las convulsiones actuales de muchas democracias europeas coinciden con la crisis que vive la socialdemocracia en varios países importantes.
Solo por eso me pongo a escribirle, a vuelapluma y sin ninguna pretensión de sentar cátedra, lo que se me viene ahora a la cabeza:
a) El espectáculo que han dado los llamados críticos no tiene justificación ninguna. Cualquiera que haya participado en el movimiento debería quedar marcado para siempre y —al menos, durante un tiempo— excluido de cargos internos.
b) El motín del que ha sido víctima no borra los errores de Sánchez: los que comentábamos el domingo pasado.
c) Hay quienes dicen —nuestro amigo Martínez Carrión, entre otros— que el PSOE necesita refundarse. No sé exactamente lo que eso significa. Pero sí creo que los socialistas, si quieren seguir jugando un papel de lustre en la democracia española, deben replantearse tres cuestiones: la ideología, la organización y el liderazgo. En cuanto a la ideología, lo mejor para España, me parece, es un partido socialdemócrata clásico; o sea, que asume la democracia parlamentaria y las libertades tal como se entienden en Europa; que acepta sin reservas mentales el capitalismo, pero que lo somete a normas estrictas y no renuncia a la intervención pública en sectores estratégicos como la banca, la energía o los transportes; que garantiza el llamado estado del bienestar mediante un sistema fiscal justo y progresivo; que es firme partidario de la unidad de España, pero no le incomodan las distintas sensibilidades patrióticas que en ella hay, y está dispuesto a reconocerlas políticamente; y que se siente a gusto en la Unión Europea y en la OTAN. En cuanto a la organización, debería conjugar armónicamente —y es muy difícil, lo reconozco— la legitimidad tradicional de un partido de cuadros —la que disfrutan los candidatos a diputado, por ejemplo— con la surgida de la democracia directa —la que tenía el pobre Sánchez—, dando a los militantes de base mayor protagonismo y asegurando el acceso a los cargos por mérito y capacidad, no por asentimiento. Y, por último —por último, en todos los sentidos: es decir, que no pueden empezar la casa por el tejado—, deben procurarse un líder solvente y atractivo dentro y fuera del partido. Bien sé que todo esto es más difícil de hacer que de decir, pero doctores tendrá la iglesia…
d) El PSOE no se va a romper. Desde el día siguiente a la fundación ha demostrado ser más una patria que un partido. Por eso ha sobrevivido a disensiones internas gravísimas. Ahora bien, si se empeñan, pueden pasar muchos años en la más absoluta irrelevancia.
e) El principal enemigo para la supervivencia del PSOE es Podemos. Con él es con quien deben marcar claramente la linde, cosa que, por otra parte, no es tan difícil.
f) ¿Qué pasará en los próximos meses? Lo ignoro. No creo que le ofrezcan a Rajoy una abstención sin condiciones, porque ello equivaldría a traicionar a muchos militantes y votantes. Creo, incluso, que Rajoy tal vez se permitiera despreciar el ofrecimiento —ya sabe: Roma no paga a los traidores— y forzar las terceras elecciones, que ganaría sin despeinarse.
g) ¿Se presentará Sánchez a unas hipotéticas primarias? Con los partidarios sobrevenidos que le han brotado, es probable que saliera vencedor. Por lo tanto, tendrán que buscar alguna manera de cerrarle el paso.
h)…
Podría seguir divagando —hablar de los dirigentes de su región, de alguna diputada de su provincia que parece estar secuestrada, de Felipe González, de El País—, pero estoy cansado de perder el tiempo en asuntos que me han de dar resueltos. De modo que salgo a pasear un rato por el barrio en esta hermosa mañana de domingo, ocupación más fructífera que cualquier especulación política.
Un abrazo.
Los amigos de la tertulia han leído también el correo. Le hacemos caso a don Juan: tomamos una copa y salimos a disfrutar de la tarde.