Don Juan viene hoy reflexivo:
—Con frecuencia los viejos tenemos la sensación de que el
mundo empeora. Casi siempre nos equivocamos: quienes vamos a peor somos
nosotros; pero algunas veces, por desgracia, llevamos razón: el mundo empeora,
en efecto y muy claramente.
—¿Por qué lo dice?
—Ayer invistieron a Rajoy; el jueves que viene se cumplirán
setenta y seis años de la muerte —en Francia, de tristeza— del presidente Azaña. ¿Alguien podría
negar que hemos ido a peor?
Al menos uno lo niega:
—La política española de hoy no es una balsa de aceite, pero
cuando Azaña fue presidente del Consejo de Ministros por segunda vez o mientras fue
presidente de la República, estaba peor que ahora. Y la sociedad, mucho
más dividida: tanto que la división derivó en guerra civil. Eso por no hablar
de los presidentes del Consejo de Ministros que hubo mientras Azaña presidía la República:
ni Barcia, ni Casares Quiroga, ni Giral, ni siquiera un Largo Caballero anciano
y mermado fueron mejores que Rajoy. Negrín sí: Negrín estaba muy por encima.
Don Juan no tiene ganas de discutir; se repliega:
—Hablábamos de Azaña; de los otros ya trataremos otro día.
Azaña fue una figura intelectual de primer orden, un buen escritor, un orador
excepcional, un político con ideas, un estadista como ha habido pocos en la
historia de España…
—¿Estadista? —pregunta el despistado.
—Estadista es el político que tiene un proyecto a largo
plazo para su país, la decisión y el carácter necesarios para ponerlo en marcha,
y la generosidad de no dejarse atar por sus propios intereses. Azaña
percibió con claridad los problemas de España —el atraso educativo, la
desvertebración territorial, el desmesurado poder de la Iglesia y del Ejército,
la propiedad de la tierra, el caciquismo…—; se enfrentó a ellos de manera decidida,
rápida e irreprochablemente democrática, sin ninguna veleidad revolucionaria...
—Y fracasó —remacha el disidente.
—Fracasó, esa es la verdad, porque tuvo muy pocos apoyos e
infinidad de enemigos. Fueron sus enemigos quienes querían conservar
privilegios injustos; fueron sus enemigos también los partidarios de una
revolución milagrosa que instaurara el paraíso en la tierra al cabo de
cuatro días: por ejemplo, los insensatos anarquistas o los seguidores de Largo
Caballero, más insensatos aún… Pero el ideal de Azaña perdura y el camino que
trazó todavía nos sirve: él simboliza la España culta, moderada, tolerante,
cívica, liberal, razonable, valiente y trabajadora. Un espejo al que puede asomarse cualquier persona de buena voluntad.
—Aznar, por decir alguien.
—Durante un tiempo, mientras aspiraba a ganar las
elecciones, Aznar se dijo seguidor de Azaña y lo nombraba entre sus modelos.
Algún asesor listo se lo aconsejaría, quizá para espantar el miedo de los
pequeñoburgueses ilustrados. En cuanto llego a la Moncloa sus
modelos y modales fueron bien diferentes. Qué le vamos a hacer.
—Pocos se acuerdan ya de eso; y de Azaña, no tantos —me
atrevo a intervenir.
—De Azaña
no sé quién se acuerda: en Madrid tiene una calle que todos llaman de otra
manera; en Alcalá de Henares, una rotonda y, cada año por estas
fechas, un ciclo de conferencias. Quienes ganaron la guerra
sepultaron a Azaña bajo toneladas de ignominia; quienes la perdieron tenían
otros santos a quienes encomendarse;
y la democracia actual, olvidadiza, no se ocupa de estas cosas: cuando se
cumplieron ochenta años de su elección como presidente de la República —el 11
de mayo de 2016— pocos se acordaron; si en alguno de estos pueblos de alrededor
a algún alcalde se le ocurriera llamar Manuel Azaña a una calle, una
biblioteca, un colegio, habría ruido y no poco. Y un botón de muestra
absolutamente ridículo, pero muy significativo: Numancia de la Sagra se llama
todavía Numancia de la Sagra.
A pesar del sol dulce que entra por la ventana, la tertulia
se aniebla de melancolía. Don Juan, de puente en el tratamiento, ha venido para acercarse al cementerio de Manzanares en el que está
enterrada su mujer. Aunque, obviamente, él no cree en la vida después de la
vida y le parecen ganas de perder el tiempo las preocupaciones eclesiásticas sobre
las cenizas de los difuntos, está convencido de que los muertos viven mientras
vivan quienes conservan su memoria amada: honrar a los muertos que lo merecen es conservar
digna nuestra propia vida. Y lo que vale para las personas vale para las
sociedades.
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