domingo, 26 de marzo de 2017

Europa

Europa está vieja y cansada, nos dijo don Juan hace más de dos años y nos lo recuerda hoy que se cumplen sesenta de los Tratados de Roma.
—¿Se une usted al coro de quienes denuestan a Europa? —me atrevo a preguntar.
—Dios no lo permita. Está de moda, es verdad, hablar mal de Europa: cualquiera, incluso los mayores beneficiarios de la Unión, se atreve a ponerla verde —unos por pasarse, otros por no llegar, otros por ignorancia o esnobismo—; a mí no me cuente entre ellos.
—¿Entonces?
—La Unión Europea es una entidad política que se ha hecho sin épica. El “mito fundacional” se reduce a la foto de unos cuantos hombres firmando unos papeles cuya redacción final —a la que se había llegado tras veinticinco meses de negociación— tuvo que ser aprobada por los parlamentos de sus países y entró en vigor el uno de enero del año siguiente: ¿hay algo más anodino? Es normal que no provoque entusiasmos y que a nadie se le ponga la piel de gallina al recordarlo. Y, sin embargo, aquella cosa tan modesta —sus propios artífices la llamaron “Pequeña Europa”— era heroica y revolucionaria.
—¿Dónde está el heroísmo, don Juan? ¿Cuál fue la revolución?
—El heroísmo estuvo en descartar el heroísmo. Habían pasado menos de doce años desde el fin de la Segunda Guerra Mundial —cincuenta millones de muertos, poco más o menos. Europa Occidental dejaba de ser, a duras penas, el Continente Salvaje. En el Este el comunismo perseveraba en la farfolla bélica… Y los que hasta hace nada habían sido enemigos y se habían matado con heroico entusiasmo decidieron olvidar, hacer las paces y trabajar porque nunca más nadie en Europa tuviera tentaciones heroicas. ¿Les parece poco?
Como nos pilla lejos no opinamos. El escéptico pregunta:
—¿Y la revolución?
—La revolución fue el método: renunciar al todo o nada, ir poco a poco, por pequeños pasos negociados, hacia la unión, sin saber exactamente ni cuándo ni cómo se habría de lograr. O sea: la prudente modestia y los papeles, no el ímpetu orgulloso y las armas. Algo sin precedentes.
—Por eso Bruselas está llena de burócratas —retruca el mismo.
—Efectivamente. La Unión Europea es, por fortuna, obra de burócratas, es decir, de gentes que se ocupan meticulosamente de pequeñas cosas —la PAC, la extinción del roaming, los Erasmus, la libertad de movimientos de personas y bienes, la moneda común— que mejoran la vida de los ciudadanos sin que nos demos cuenta ni les demos importancia: como no se le dio importancia a la invención de la aguja de coser o del pisto manchego.
—Si todo es tan bueno, ¿por qué habla usted de vejez y cansancio?
—Porque no siempre se avanza deprisa; ahora Europa está parada o retrocediendo. La vejez, por ejemplo, se demuestra en dos cosas: el miedo y la necesidad de aliento espiritual. Los viejos nos asustamos enseguida: un hombre solo, armado con un cuchillo, ha matado a cuatro; Europa entera se acobarda, se encoge y no habla de otra cosa: ¿se trata de una reacción proporcionada? También los viejos necesitamos aliento: ¿han visto ustedes a los dignatarios europeos congregados en Roma? Lo primero ha sido ir a que el papa Francisco los aleccione y reconforte. ¿Era necesario? Y, sobre todo, ¿era oportuno, ahora que tenemos la que tenemos con los europeos musulmanes? Quienes se reunieron en 1957 no visitaron a Pío XII.
—Asistieron a una misa por el alma de Alcide de Gasperi —apunta el católico.
—No es lo mismo. La misa fue el homenaje emocionado a un amigo muerto —zanja don Juan.
Prosigue:
Y del cansancio no hace falta hablar: ¿dónde están los europeos europeístas, templados y resueltos a proseguir el camino que comenzó hace sesenta años? ¿Conocen a alguno que se atreva a enfrentarse desde la decidida y prudente moderación a tanto insensato como anda por ahí, de Le Pen a Wilders, de Szydło a Orbán, o de Grillo a Garzón? Como no sea Merkel…
Don Juan se queda pensativo y triste. Si fuera creyente, rezaría:
—Ojalá no pase con la Unión Europea lo que pasó con la República liberal, democrática, gradualista y pequeñoburguesa del 31.
—¿Qué pasó?
—Que los nietos de todos los vehementes y heroicos personajes que abominaron de ella e hicieron cuanto pudieron por enterrarla la añoran hoy, la exaltan y la suben a los altares.
Yo deseo lo mismo, pero… Estoy seguro de que derrotaremos a los extremistas antieuropeos; costará más orillar a los europeístas viejos y flojos que, cómodamente apoltronados en el sillón, repiten a cada instante: “No es esto, no es esto…”



domingo, 19 de marzo de 2017

'Donde nacen los charcos'

El amigo que va a estas cosas acudió la otra tarde a la presentación del último libro de Horcajada. Naturalmente, le compró un ejemplar a don Juan. Hoy hablan de ello.
—¿Qué tal la ceremonia? —pregunta don Juan.
—No lo sé. Horcajada tiene la voz susurrante, monocorde, fláccida, y una dicción que patina en las erres: más que leer, reza el rosario como las viejas de antes. Me enteré de poco.
—Nunca he oído leer a Horcajada, pero le pasará lo que a Mairena —disculpa don Juan.
—¿Qué le pasa a Mairena?
—Que cuando leía versos —o prosa— no pretendía nunca que se dijese: ¡qué bien lee este hombre!, sino: ¡qué bien está lo que lee este hombre!, sin importarle mucho que se añadiese: ¡lástima que no lea mejor!
—Es cierto: al final leyeron algunos espontáneos y me di cuenta de que los poemas estaban muy bien.
—Últimamente hay inflación galopante de poetas que leen o declaman —rancio verbo redivivo— versos en público. Algunos hasta les cobran a quienes van a oírlos. Pero hay poemas que no están hechos para ser declamados y poetas que no deberían atreverse a declamar. Horcajada y su poesía son buenos ejemplos. La poesía de Horcajada elude todo énfasis y grandilocuencia, cualquier tentación declamatoria: se trata de una poesía para leída en soledad o, como mucho, en grupo pequeño e íntimo. Los poemas de Horcajada, leídos en silencio, sorprenden, deslumbran, inquietan y conmueven.
—¿Tanto? ¿Ya ha visto usted el libro?
—Sí: es excelente. De los tres que lleva, el mejor con diferencia. En los anteriores, Horcajada era un poeta de cualidades y afición; en este se ven, además, lecturas y mayor destreza técnica: ha ampliado el repertorio de recursos, los domina con segura habilidad. También ha crecido el mundo en que se movía: los primeros libros de Horcajada eran llorar sin premio y suspirar en vano; aquí hay más anchuras.
—¿Llorar sin premio y suspirar en vano?
—Saben ustedes que es el último verso de un estupendo soneto de Góngora —no lo sabemos, claro: don Juan nos sobrestima—; pero es igualmente, creo yo, un buen resumen de los otros libros de Horcajada: acumulación de desdenes amorosos, pese a la constancia del amante, que, por reiterados, se acercaban peligrosamente al tedio. En Donde nacen los charcos sobreviven la certeza del inevitable fracaso del amor y la voluntad de perseverar en él; sin embargo, el mundo de afuera —físico y metafísico— y el mundo de adentro —la propia conciencia del yo poético que se explora meticulosamente— se constituyen en un marco extenso, en un paisaje donde el amor es solo un elemento: están también la naturaleza, la familia, los sueños, la incomodidad de la existencia, el pasado, los miedos, el futuro, la muerte innombrada, los fugaces momentos de felicidad…
—Cuántas cosas —corta el escéptico.
—Muchas, en efecto; dichas de forma original, rica y variada. Los poemas de Donde nacen los charcos, unos en verso convencional —o sea, en renglones cortos— y otros en prosa convencional —o sea, en renglones largos que ocupan todo el ancho de la página—, están preñados de cosas, ninguna deleznable ni adquirida en el baratillo donde se surten numerosos poetas provinciales: su autor evita la quincalla que se vende en el mercado común de la plaza del Pilar.
—Tal vez por eso no está en Cántiga —envenena alguien.
—Aunque los criterios de Fernández nos sean desconocidos, no debemos cargar las tintas: quizá cuando ella comenzó el inventario Horcajada ni escribía ni pensaba escribir. Desde luego, Horcajada no es un poeta del primer cuarto del siglo XXI: si continúa la dedicación y el aprendizaje, llegará a ser —ojalá— un gran poeta de siglo XXI. Pero el mar de la poesía es proceloso, y se requieren buenos pertrechos y destrezas para manejarse en él: no sé yo si en Almagro los hay.
—¿Qué quiere decir?
—Que Almagro y la provincia, por ahora, son charcos de aguas someras: surcarlos cómodamente no significa haber alcanzado ya el grado de poeta. Es preciso aventurarse en mares más hondos, más anchos, más abiertos y más ventilados.
Don Juan, como Nuestro Señor Jesucristo, habla en parábolas. Yo ni entiendo ni tengo ganas de hacer de exégeta. Pero la charla me ha abierto el apetito de leer a Horcajada; compraré Donde nacen los charcos y lo leeré la semana que entra: el 21 es el Día de la Poesía.

(Jesús Miguel Horcajada, Donde nacen los charcos, Versátiles Editorial, Huelva, 2017. Diez euros.)


domingo, 12 de marzo de 2017

Ifni

Lo habré escrito otras veces: don Juan no añora el pasado ni espera mucho del futuro; tiene una idea muy poco transcendente de la historia.
—Don Juan es un nihilista —insinúa alguien con sorna.
Él, que oye lo que quiere, responde:
—En cuanto al sentido de la vida o de la historia, por supuesto: estoy convencido de que la historia no es historia de la salvación. Ahí discrepo tanto de los creyentes como de los crédulos.
—¿Quiénes son los crédulos?
—Los que creen lo mismo que los creyentes, pero no se dan cuenta y hasta puede que presuman de ateísmo. Hay muchos.
—Ponga ejemplos —pide alguien a quien esto le parece un galimatías.
—El pensamiento religioso —que no se confunde, pero está cerca del pensamiento mágico— consiste en creer que hubo un tiempo en que los seres humanos vivían felices en algún tipo de paraíso; pecaron y fueron arrojados a este valle de lágrimas; ahora bien, pronto o tarde vendrá un salvador que restaurará el paraíso; mientras eso pasa, habrá que esforzarse porque llegue cuanto antes. Los cristianos, por ejemplo, culpan a Eva —y al pobre Adán de la caída; pero Cristo nos redimió: el que lo siga se salvará.
—Eso lo sabemos desde la catequesis.
—Los crédulos —que no irían a la catequesis— parece que no lo saben. Sin embargo, también están convencidos de que hubo una edad dorada; que por la avaricia —el mayor pecado para los crédulos; los creyentes se inclinan por la lujuria— de unos pocos hemos venido a la postración en que hoy penamos; pero la salvación —quizá votando a Iglesias— es inexorable y está próxima.
—Hablará usted en broma, don Juan. Los creyentes hallan la salvación en otro mundo; los que usted llama —con bastante mala intención— crédulos esperamos hallarla en este —dice el rojo.
—No, querido amigo. También la esperan ustedes para otro mundo: el del futuro.
—Pero el futuro llegará.
—De ninguna manera: cuando el futuro llegue, será un presente poco más o menos como este nuestro.
—¿No cree usted en el progreso?
—Por supuesto. Solo los viejos gruñones creen que el pasado fue mejor que el presente: desde la prehistoria hasta aquí ha habido progreso moral y material para muchos seres humanos en bastantes lugares de la tierra, pero no como flecha que se dirige al blanco, sino como un paseante desocupado que anda errabundo, unas veces deprisa y otras despacio, se entretiene con cualquier cosa, se sienta a descansar, retrocede… Así se ha ido haciendo la cultura, es decir la historia: al tuntún.
—Es usted un pesimista, don Juan.
—Si lo dice porque no creo en paraísos ni en mesías, desde luego: soy un ser humano que espera seguir siéndolo; no tengo ningún interés por convertirme en ángel.
Cierto contertulio —no lo señalaré— bosteza disimuladamente y otros se pierden en tanto vericueto. Uno pregunta impaciente:
—¿A qué cuento viene este sermón, don Juan?
—Yo no echo sermones ni quiero prosélitos; pero el otro día oí en la radio a un estudiante huelguista contándonos la historia de la salvación; tanta ingenuidad me llenó de ternura hacia el cándido posadolescente que hablaba en nombre de un sindicato de estudiantes, y de perplejidad hacia el tipo de formación universitaria que debe estar recibiendo. Y el martes pasado leí la columna de Azúa sobre Territorio, el libro de Miguel Sáenz —Azúa escribe Sáenz, pero El País escribe Saenz: ellos sabrán—, que todavía no he leído. Trata de Ifni. ¿Les suena?
A unos pocos nos cuesta un rato hallar Ifni en el vertedero de recuerdos: cerca de las ruinas del Sputnik, de los barbudos en La Habana y del segundo concilio vaticano. Los demás, nada. Don Juan explica:
—Ifni está al sur de Marruecos, frente a Lanzarote; fue colonia, luego provincia, española. En 1957 —¡sesenta años ya!— comenzó una pequeña guerra entre España y los nacionalistas marroquíes, que pretendían incorporar Ifni al reino recién independizado. En España se hablaba poco de la guerra, pero los que andábamos próximos a la edad militar sabíamos lo suficiente como para abominar de Ifni, de las colonias de mentirijillas… y de otras muchas cosas: menos mal que aquello acabó pronto.
He leído en la Wikipedia el artículo sobre la guerra de Ifni. A mí el sentido que tenga o no tenga la historia me trae sin cuidado, pero ¿habrá viejos que, confundiendo su juventud con el tiempo de su juventud, recuerden aquello como el paraíso?



domingo, 5 de marzo de 2017

Oliva Blanco y las mujeres de hace un siglo

Ayer mañana don Juan y yo cometimos una imprudencia: mientras caían copos de nieve grandes como boinas —un amigo hace siempre la misma comparación—, nos acercamos a Ciudad Real a ver la exposición de Oliva Blanco. Don Juan tiene estas cosas: prudente y sensato de ordinario, puede arriesgar la vida por una exposición.
—No era para tanto —matiza esta tarde—: dejó de nevar enseguida, la nieve se deshizo rápidamente y pasamos un rato muy instructivo en la biblioteca.
Es verdad, ahora tengo que reconocerlo. Pero, mientras don Juan pasaba y repasaba delante de los paneles, se ponía las gafas, se las quitaba, daba un paso atrás, avanzaba y retrocedía espasmódicamente, hacía gestos aprobatorios o dubitativos… yo miraba el cielo del parque temiendo que volviera a nevar.
—¿Qué le parece?
—Que mejora el tiempo.
Me mira incrédulo:
—La exposición, hombre.
—Ah. Bien, muy bonita.
Don Juan —lo sabemos— es paciente; me hace un gesto de invitación con la mano:
—Échele un vistazo. Hace ahora cien años a la Gran Guerra le quedaban todavía casi dos. La euforia del verano de 1914 se había esfumado: en todas partes la gente, harta de penalidades, renegaba del conflicto. En Rusia, donde más.
—¿Y qué tiene que ver eso con las mujeres?
—Si el siglo XX ha de pasar a la historia por algo, no será por la bomba atómica, los viajes a la luna, el automóvil o los ordenadores: lo que se ha de recordar del siglo XX será la “liberación de la mujer”, por lo menos en la parte del mundo que llamamos Occidente.
—Quién lo diría.
—Cualquiera con algo de perspectiva histórica. El camino a la igualdad está todavía lejos de la meta, pero en el último siglo se ha avanzado hacia ella más que en todos los anteriores juntos. Y quizá la carrera empezó aquí, en la I Guerra Mundial: eso es lo que Blanco nos revela.
—¿Por qué?
—La Gran Guerra fue probablemente la primera “guerra total”, es decir, la primera que exigió poner todos los recursos materiales y humanos al servicio del esfuerzo bélico: como los hombres combatían en el frente, a las mujeres les correspondió ocuparse del resto. Mire aquí —me señala el texto que hay debajo del primer cartel.
Me va llevando a los demás: las mujeres en la industria, en la agricultura, en los “servicios auxiliares”...
Prosigue:
—Naturalmente, muchas mujeres se dieron cuenta de su propia importancia. Trabajar fuera de casa cambió las costumbres y cambió, sobre todo, las mentalidades: ¿Por qué, si hacemos lo mismo que los hombres, no tenemos los mismos derechos que los hombres? En Rusia, el protagonismo de las mujeres fue decisivo.
—¿Decisivo?
—Sí. El 8 de marzo de 1917, las mujeres de Petrogrado —una ciudad que empezó y terminó el siglo XX llamándose San Petersburgo, pero que entremedias se ha llamado Petersburgo, Petrogrado, Leningrado— comenzaron la Revolución de Febrero, que derribó al zar.
—¿Revolución de febrero el 8 de marzo?
—En Rusia usaban todavía el calendario juliano. ¿Se da cuenta? ¡Las mujeres, el Día de la Mujer, comienzan la revolución que acaba con el imperio ruso! ¿Sabe por qué?
Se contesta él solo:
—Porque, como dijo Kérenski, “el hambre era su único zar”.
—¿Quién es Kérenski?
—Un personaje al que la historia ha tratado peor de lo que merecía. Tal vez, de haber ganado la partida Kérenski y no Lenin, a Rusia y al mundo les hubiera ido mejor. Ya hablaremos de él.
Seguimos caminando por la exposición. No somos los únicos. Don Juan me hace ver que es muy buena: los carteles, estupendos y bien seleccionados, pertinentes; y las explicaciones, precisas y claras. Cuando salimos me llama la atención sobre otra cosa:
—Además, el siglo XX ha sido el siglo de la propaganda. Observe usted que la palabra propaganda ha caído en desuso; creo que los jóvenes hasta la desconocen y los viejos no la empleamos: hoy se prefiere decir publicidad. Pero no es lo mismo: la publicidad promociona productos de consumo —aunque el “producto” sea un partido político—, la propaganda es más ambiciosa: persigue cambiar ideas, es decir, personas y, en consecuencia, cambiar el mundo. De ahí que muchas obras de propaganda sean auténticas obras de arte. Oliva Blanco nos lo recuerda, nos enseña dos lecciones importantísimas: sobre la mujer y sobre la propaganda. Habrá que darle las gracias.
Estoy de acuerdo. Y el próximo 8 de marzo pensaré en aquellas mujeres de Petrogrado para quienes el hambre era el único zar.