Europa está vieja y cansada, nos dijo don Juan hace más de
dos años y nos lo recuerda hoy que se cumplen sesenta de los Tratados de Roma.
—¿Se une usted al coro de quienes denuestan a Europa? —me
atrevo a preguntar.
—Dios no lo permita. Está de moda, es verdad, hablar mal de
Europa: cualquiera, incluso los mayores beneficiarios de la Unión, se atreve a
ponerla verde —unos por pasarse, otros por no llegar, otros por ignorancia o
esnobismo—; a mí no me cuente entre ellos.
—¿Entonces?
—La Unión Europea es una entidad política que se ha hecho
sin épica. El “mito fundacional” se reduce a la foto de unos cuantos hombres
firmando unos papeles cuya redacción final —a la que se había llegado tras
veinticinco meses de negociación— tuvo que ser aprobada por los parlamentos de
sus países y entró en vigor el uno de enero del año siguiente: ¿hay algo más
anodino? Es normal que no provoque entusiasmos y que a nadie se le ponga la
piel de gallina al recordarlo. Y, sin embargo, aquella cosa tan modesta —sus propios artífices la llamaron “Pequeña Europa”— era heroica y
revolucionaria.
—¿Dónde está el heroísmo, don Juan? ¿Cuál fue la revolución?
—El heroísmo estuvo en descartar el heroísmo. Habían pasado
menos de doce años desde el fin de la Segunda Guerra Mundial —cincuenta millones de muertos, poco más o menos—. Europa Occidental dejaba de ser, a duras penas, el Continente Salvaje. En el Este el comunismo perseveraba en la farfolla
bélica… Y los que hasta hace nada habían sido enemigos y se habían matado con
heroico entusiasmo decidieron olvidar, hacer las paces y trabajar porque nunca
más nadie en Europa tuviera tentaciones heroicas. ¿Les parece poco?
Como nos pilla lejos no opinamos. El escéptico pregunta:
—¿Y la revolución?
—La revolución fue el método: renunciar al todo o nada, ir
poco a poco, por pequeños pasos negociados, hacia la unión, sin saber
exactamente ni cuándo ni cómo se habría de lograr. O sea: la prudente modestia y los
papeles, no el ímpetu orgulloso y las armas. Algo sin precedentes.
—Por eso Bruselas está llena de burócratas —retruca el mismo.
—Efectivamente. La Unión Europea es, por fortuna, obra de
burócratas, es decir, de gentes que se ocupan meticulosamente de pequeñas cosas —la PAC, la
extinción del roaming, los Erasmus,
la libertad de movimientos de personas y bienes, la moneda común— que mejoran
la vida de los ciudadanos sin que nos demos cuenta ni les demos importancia:
como no se le dio importancia a la invención de la aguja de coser o del pisto
manchego.
—Si todo es tan bueno, ¿por qué habla usted de vejez y cansancio?
—Porque no siempre se avanza deprisa; ahora Europa está
parada o retrocediendo. La vejez, por ejemplo, se demuestra en dos cosas: el
miedo y la necesidad de aliento espiritual. Los viejos nos asustamos enseguida: un hombre solo, armado con un cuchillo, ha matado a cuatro; Europa entera
se acobarda, se encoge y no habla de otra cosa: ¿se trata de una reacción proporcionada? También los viejos necesitamos aliento: ¿han visto ustedes a los dignatarios europeos congregados en Roma? Lo
primero ha sido ir a que el papa Francisco los aleccione y reconforte. ¿Era necesario?
Y, sobre todo, ¿era oportuno, ahora que tenemos la que tenemos con los europeos
musulmanes? Quienes se reunieron en 1957 no visitaron a
Pío XII.
—Asistieron a una misa por el alma de Alcide de Gasperi —apunta el católico.
—No es lo mismo. La misa fue el homenaje emocionado a un amigo muerto —zanja don Juan.
Prosigue:
—Y del cansancio no hace falta hablar: ¿dónde están los
europeos europeístas, templados y resueltos a proseguir el camino que
comenzó hace sesenta años? ¿Conocen a alguno que se atreva a enfrentarse
desde la decidida y prudente moderación a tanto insensato como anda por ahí, de Le Pen a Wilders, de Szydło
a Orbán, o de Grillo a Garzón? Como no sea Merkel…
Don Juan se queda pensativo y triste. Si fuera creyente,
rezaría:
—Ojalá no pase con la Unión Europea lo que pasó con la
República liberal, democrática, gradualista y pequeñoburguesa del 31.
—¿Qué pasó?
—Que los nietos de todos los vehementes y heroicos
personajes que abominaron de ella e hicieron cuanto pudieron por enterrarla la
añoran hoy, la exaltan y la suben a los altares.
Yo deseo lo mismo, pero… Estoy seguro de que derrotaremos a los
extremistas antieuropeos; costará más orillar a los europeístas viejos y flojos que, cómodamente apoltronados en el sillón, repiten a cada instante: “No es esto, no es esto…”
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