Tratamos poco a Luis Molina. Lo vemos, eso sí, casi todos los días por las calles de Almagro paseando la noble, la quijotesca figura: un Quijote que, tras regresar a la aldea, no se resignara ni a la muerte ni al papel de Alonso Quijano; lo oímos a menudo pronunciar discursos largos, divagatorios y una pizca enfáticos en numerosos actos públicos; asistimos habitualmente a recitales poéticos en los que, con muy buena voz y ademanes solemnes, declama —esa es la palabra— versos ampulosos de Machado, de Lorca, de Hernández, de Felipe… Pero apenas hemos hablado con él.
Sabemos, no obstante, de su generosidad para con tanta gente que se inicia en el camino de las artes; del magisterio que continúa ejerciendo con numerosos artistas que ya andan solos; de su inagotable feracidad como promotor de iniciativas culturales; del tesón con que ha levantado el oasis de La Veleta, hortus conclusus que paradójicamente se abre fácilmente a cualquier creador que quiera traspasar los muros: teatristas, poetas, pintores, músicos…
Conocemos la impronta que de él pervive en instituciones culturales muy relevantes —el Ateneo, por ejemplo, heredero de bastantes de sus virtudes y algunas de sus flaquezas— o en acontecimientos que esparcen por Almagro y todo el Campo de Calatrava la semilla de la ilustración, de la curiosidad, de la inquietud artística.
Hemos seguido la trayectoria de Luis Molina en Almagro desde que hace más de veinte años —a saber por qué— se instalaron aquí: las ilusiones, los sinsabores, las decepciones, los frutos, la perseverancia. Hemos palpado la actitud tibia, indiferente, de muchos almagreños ante lo que Molina les estaba ofreciendo: tal vez la actitud displicente del sordo ante la música, por excelsa que sea.
Intuimos —aunque se nos escape su exacta dimensión— la importancia del CELCIT como levadura para la modernización del teatro, incubadora de festivales, congresos, encuentros, y puente al fin, todavía transitable, entre el teatro de América y el de España. Nos consta, a este respecto, el aprecio que sienten por él relevantes figuras de la escena española y latinoamericana, y la huella que ha dejado en Puerto Rico, en Colombia, en Venezuela, en Cádiz, en Agüimes…
Nos admira el Festival Iberoamericano de Teatro Contemporáneo que trae todos los años a Almagro espectáculos de muy alta calidad y sirve de trampolín para que muchas compañías americanas puedan representar en España y en Europa.
Lamentamos que el CELCIT, La Veleta y, consiguientemente, el propio Luis Molina y su familia estén atravesando momentos difíciles y teniendo que enfrentarse a adversidades sin cuento.
Por eso, vimos desde el primer momento con simpatía el homenaje que un grupo de incondicionales pretendía tributarle. Pensamos que el homenaje sería el justo reconocimiento a una obra fecundísima; y pensamos también, acaso ingenuamente, que sería un medio eficaz de recaudar fondos para que el futuro se presentase algo menos áspero, algo más halagüeño. Por eso, varios amigos hemos ido con don Juan al Silo y no todos hemos resistido hasta el final.
—Menudo aburrimiento —suelta uno de los que no ha resistido.
—¿Cuál?
—El de esta mañana: el homenaje a Luis Molina en el Silo. No vuelvo.
—¿Cómo ha sido?
—Largo y tedioso.
—¿Está usted de acuerdo, don Juan?
—Quizás el amigo exagere un poco. La gala ha resultado deslavazada y larga, sí: es decir, por momentos, inevitablemente aburrida. Además, ha concluido con un vino español… Los viejos nos preguntamos melancólicamente por qué pervive aún este sintagma rancio, y hubiéramos querido salir huyendo adonde pusieran vinos mejores, aunque fueran de Australia.
—Luego viene a coincidir usted con el amigo.
—No. Su descripción peca de expeditiva y sumaria: se le han olvidado dos aspectos muy relevantes, uno encomiable y el otro detestable.
—¿Cuál es cuál?
—Encomiable, el trabajo de los organizadores: sacrificado y paciente, porque habrán tenido que lidiar con numerosas dificultadas, armonizar pretensiones diversas e incluso vanidades crecidas. Encomiable igualmente, la participación de quienes han intervenido y de quienes han acudido; sin los primeros el acto no hubiera llegado a celebrarse: altruistas, han exhibido ante nosotros sus creaciones con la mejor voluntad; los segundos se han sobrepuesto a la mañana desapacible y fría para asistir resueltamente a algo que consideran justo.
—¿Detestable?
—Que hubiera apenas una docena de almagreños —políticos, los que estaban de servicio—, y lo exiguo de los fondos recaudados. A mucha gente se le llena la boca con el “Salvemos La Veleta”, firma manifiestos, los mueve por las redes sociales, se rasga las vestiduras ante el poco aprecio en que se tiene a la cultura… pero, si hay que traducir en obras las buenas razones, recula.
—Hombre, esto es cosa de las instituciones.
—¿Por qué se embarcarían las instituciones en un asunto que a los ciudadanos —o sea, al bolsillo de los ciudadanos— les trae sin cuidado?