domingo, 28 de octubre de 2018

Homenaje a Luis Molina

Tratamos poco a Luis Molina. Lo vemos, eso sí, casi todos los días por las calles de Almagro paseando la noble, la quijotesca figura: un Quijote que, tras regresar a la aldea, no se resignara ni a la muerte ni al papel de Alonso Quijano; lo oímos a menudo pronunciar discursos largos, divagatorios y una pizca enfáticos en numerosos actos públicos; asistimos habitualmente a recitales poéticos en los que, con muy buena voz y ademanes solemnes, declama —esa es la palabra— versos ampulosos de Machado, de Lorca, de Hernández, de Felipe… Pero apenas hemos hablado con él.
Sabemos, no obstante, de su generosidad para con tanta gente que se inicia en el camino de las artes; del magisterio que continúa ejerciendo con numerosos artistas que ya andan solos; de su inagotable feracidad como promotor de iniciativas culturales; del tesón con que ha levantado el oasis de La Veleta, hortus conclusus que paradójicamente se abre fácilmente a cualquier creador que quiera traspasar los muros: teatristas, poetas, pintores, músicos…
Conocemos la impronta que de él pervive en instituciones culturales muy relevantes —el Ateneo, por ejemplo, heredero de bastantes de sus virtudes y algunas de sus flaquezas— o en acontecimientos que esparcen por Almagro y todo el Campo de Calatrava la semilla de la ilustración, de la curiosidad, de la inquietud artística.
Hemos seguido la trayectoria de Luis Molina en Almagro desde que hace más de veinte años —a saber por qué— se instalaron aquí: las ilusiones, los sinsabores, las decepciones, los frutos, la perseverancia. Hemos palpado la actitud tibia, indiferente, de muchos almagreños ante lo que Molina les estaba ofreciendo: tal vez la actitud displicente del sordo ante la música, por excelsa que sea.
Intuimos —aunque se nos escape su exacta dimensión— la importancia del CELCIT como levadura para la modernización del teatro, incubadora de festivales, congresos, encuentros, y puente al fin, todavía transitable, entre el teatro de América y el de España. Nos consta, a este respecto, el aprecio que sienten por él relevantes figuras de la escena española y latinoamericana, y la huella que ha dejado en Puerto Rico, en Colombia, en Venezuela, en Cádiz, en Agüimes…
Nos admira el Festival Iberoamericano de Teatro Contemporáneo que trae todos los años a Almagro espectáculos de muy alta calidad y sirve de trampolín para que muchas compañías americanas puedan representar en España y en Europa.
Lamentamos que el CELCIT, La Veleta y, consiguientemente, el propio Luis Molina y su familia estén atravesando momentos difíciles y teniendo que enfrentarse a adversidades sin cuento.
Por eso, vimos desde el primer momento con simpatía el homenaje que un grupo de incondicionales pretendía tributarle. Pensamos que el homenaje sería el justo reconocimiento a una obra fecundísima; y pensamos también, acaso ingenuamente, que sería un medio eficaz de recaudar fondos para que el futuro se presentase algo menos áspero, algo más halagüeño. Por eso, varios amigos hemos ido con don Juan al Silo y no todos hemos resistido hasta el final.
—Menudo aburrimiento —suelta uno de los que no ha resistido.
—¿Cuál?
—El de esta mañana: el homenaje a Luis Molina en el Silo. No vuelvo.
—¿Cómo ha sido?
—Largo y tedioso.
—¿Está usted de acuerdo, don Juan?
—Quizás el amigo exagere un poco. La gala ha resultado deslavazada y larga, sí: es decir, por momentos, inevitablemente aburrida. Además, ha concluido con un vino español… Los viejos nos preguntamos melancólicamente por qué pervive aún este sintagma rancio, y hubiéramos querido salir huyendo adonde pusieran vinos mejores, aunque fueran de Australia.
—Luego viene a coincidir usted con el amigo.
—No. Su descripción peca de expeditiva y sumaria: se le han olvidado dos aspectos muy relevantes, uno encomiable y el otro detestable.
—¿Cuál es cuál?
—Encomiable, el trabajo de los organizadores: sacrificado y paciente, porque habrán tenido que lidiar con numerosas dificultadas, armonizar pretensiones diversas e incluso vanidades crecidas. Encomiable igualmente, la participación de quienes han intervenido y de quienes han acudido; sin los primeros el acto no hubiera llegado a celebrarse: altruistas, han exhibido ante nosotros sus creaciones con la mejor voluntad; los segundos se han sobrepuesto a la mañana desapacible y fría para asistir resueltamente a algo que consideran justo.
—¿Detestable?
—Que hubiera apenas una docena de almagreños —políticos, los que estaban de servicio, y lo exiguo de los fondos recaudados. A mucha gente se le llena la boca con el “Salvemos La Veleta”, firma manifiestos, los mueve por las redes sociales, se rasga las vestiduras ante el poco aprecio en que se tiene a la cultura… pero, si hay que traducir en obras las buenas razones, recula.
—Hombre, esto es cosa de las instituciones.
—¿Por qué se embarcarían las instituciones en un asunto que a los ciudadanos —o sea, al bolsillo de los ciudadanos— les trae sin cuidado?



domingo, 21 de octubre de 2018

Los «putos amos» y otra de jueces

—¡Don Juan…!
Don Juan es moderado en el hablar, no cae nunca en las malas palabras ni en expresiones vulgares o groseras: por eso, algunos se soliviantan. Él lo justifica:
—Échenle ustedes a la culpa a Martínez Maíllo. Martínez Maíllo se fue de vacaciones como lo que venía siendo: el alcalde de un pueblo de cuatrocientos habitantes; ha vuelto irreconocible.
—La gente vuelve renovada de las vacaciones. Acuérdese usted de Floriano, que experimentó una transformación semejante.
—Este más.
—Habrá conocido el amor, sufrido una crisis religiosa o tal vez le haya tocado la lotería.
—No lo sabemos. Pero, del aspecto de campesino zamorano hecho a manejar el tractor y arrear las ovejas que llega a la ciudad y anda un tanto perdido, ha dado en otro elegante y plenamente cosmopolita: cabello y barba de barber shop, piel bronceada, gafas de marca, atuendo casual, modales cuidadosamente descuidados… y lengua de suficiencia podemista.
—Podemista no: barriobajera.
—El arrabal siempre ha seducido a los finos: piensen en los aristócratas aplebeyados que alternaban con majas y toreros. A los dirigentes podemistas, aristocracia intelectual, les atraía la gente hasta ayer tarde —ya menos—, y bebían botellines a morro… Y Martínez Maíllo, olvidada la biografía anterior, incluso la historia de sus antepasados, ha debido sentir este verano el encanto del suburbio, lo ha combinado con cuatro parrafadas del Icon, y ahí lo tenemos: camino de meterse a hipster. ¡Qué dirán en Casaseca de las Chanas!
—Que anda en malos pasos y se junta con malas compañías: otro que se ha echado a perder.
—Quizá lo admiren, porque la televisión llega a todas partes —insinúa uno.
—Explícate.
—Si hay una máquina expendedora de zafiedad, esa es la tele. Cualquiera que salga en ella, así sea el obispo de Sigüenza, la presidenta de la asociación de amas de casa o el Defensor del Pueblo, pueden deslizarse a la ordinariez, retozar en ella, sin que nadie se lo reproche: las palabras y expresiones que antes se llamaban inconvenientes ahora convienen a todo el mundo. Pero, eso sí: que no se relajen en la vestimenta o en el peinado, que entonces los crucificamos sin misericordia. De modo que en Casaseca de las Chanas estarán curados de espanto.
—Y hasta le aplaudirán.
El conservador, que ha estado pendiente y cada vez más incómodo, pregunta:
—¿Ha dicho acaso Martínez Maíllo que los jueces son los putos amos?
—No es lo mismo. Decirlo de Pablo Iglesias entra en las costumbres del debate político; decirlo de los jueces hubiera sido atentar muy gravemente contra la separación de poderes —distingue solemne el conservador.
—Decirlo de los jueces hubiera sido mucho más preciso —contesta el rojo, Macallan en mano.
—¿Qué opina, don Juan?
—Que estábamos comentando las revistas de moda y el envilecimiento del habla. Pero, si nos ponemos escrupulosos, podemos afirmar también que el amigo lleva razón. Martínez Maíllo ha errado el tiro: los verdaderos, los únicos amos —don Juan omite el adjetivo malsonante— son, en rigor, los jueces.
—¿Por qué?
—Porque gozan de atribuciones que solo ellos poseen: disponer de la vida, la hacienda o la reputación de cualquiera como consideren oportuno; y porque, aunque cometan algún desliz, no les pasará nada.
—Exagera usted.
—No demasiado. Supongo que el pensamiento judicial procederá de manera idéntica al pensamiento de la mayoría de los mortales: primero se adopta una decisión —a saber mediante qué oscuros mecanismos psicológicos y bajo qué complejas influencias externas— y luego se buscan argumentos para justificarla. Como las leyes son por propia naturaleza interpretables, cualquier decisión que adopte un juez, aun la más descabellada o absurda, encuentra argumentos jurídicos en los que apoyarse: los jueces trabajan bien seguros sobre esta red irrompible.
—Groucho Marx lo expresó estupendamente —apoya el cínico.
—Seamos serios —pide el conservador.
—Seamos. Pongamos tres ejemplos: se quejan los jueces de que les critiquen haber negado protección a ciertas mujeres que después murieron asesinadas por «sus parejas o exparejas» —así lo dicen—; pues bien, cualquier ciudadano —arquitecto, médico, policía— que hubiera evaluado equivocadamente un riesgo del que luego directa o indirectamente se hubiera derivado una muerte habría sido, sin duda alguna, empapelado por algún juez.
—Hombre…
—Y mujer. Segundo: dicen los jueces que, respecto a los políticos catalanes presos, no les cabe sino aplicar la ley, aunque ello tenga indeseables consecuencias políticas y sociales.
—Claro: fiat iustitia et pereat mundus.
—Salvo que sea el mundo económico y financiero: ahí tiene usted desviviéndose al pobre presidente de la Sala de lo Contencioso-Administrativo del Supremo para ver cómo corrige el fallo de la Sección Segunda sobre las hipotecas; y todo porque los bancos se desploman en la bolsa y por la enorme repercusión económica y social.
—Es que…
—Es que los jueces están siempre donde hay que estar, decíamos el otro día.

domingo, 14 de octubre de 2018

"Bonito... Todo me parece bonito..."

Hoy, cumpleaños de don Juan —setenta y nueve—, hemos comido a su costa en Navaltizón. No hablamos del paso inexorable del tiempo, materia lóbrega e impropia de celebraciones —memento mori—, sino de otra ligera y achampañada: cierta consulta de El País cuyo resultado establece la clasificación de los pueblos más bonitos de España. Almagro es el trigésimo de la lista: con desigual entusiasmo numerosos almagreños han replicado la noticia en las redes sociales. Don Juan no ha prestado interés; alguien se lo reclama:
—¿Qué le parece?
—Me parece bien que la gente gane dinero.
—¿Quién gana dinero aquí?
El País en primer lugar, que ya ha logrado notable difusión y espera aumentar las ganancias cuando los pueblos de la lista, individualmente o en comandita, le vayan subvencionando reportajes.
—Si quieren.
—Querrán. Los suplementos de viajes en los periódicos —y los programas equivalentes de las radios— tienen en realidad un fin publicitario más o menos encubierto: quien aparece  ha contribuido directa o indirectamente, pero con dinero, a que el invento sobreviva.
—Las reglas del mercado —justifica el conservador.
—Por supuesto: legítimas y provechosas.
—Se burla usted…
—Yo no tengo nada contra las reglas del mercado, porque —siempre que existan efectivamente y se hagan respetar— son uno de los pilares de la sociedad libre, democrática y equitativa en que aspiro a vivir.
—No se escabulla, don Juan: cuéntenos qué opina de los pueblos bonitos.
—El sintagma es digno de estudio.
—Empiece.
—El adjetivo bonito, diminutivo de bueno, en lo que respecta al castellano de España ha ido remplazando progresivamente a lindo hasta arrinconarlo en el chiribitil de las palabras moribundas. Durante el proceso lo que ha ganado en extensión lo ha perdido en profundidad, de modo que actualmente es una palabra ómnibus que, según quien la use, vale lo mismo para un vestido de primera comunión que para la Alhambra.
—Hay muchas palabras así: que abarcan mucho y aprietan poco.
—La imprecisión de bonito se hace especialmente peligrosa.
—¿Por qué?
—Porque, armada de pereza, derriba toda jerarquía: si bajo la etiqueta de bonito caben El matrimonio Arnolfini y la foto de boda de Eugenia de York, el primero se pone a la altura trivial de la segunda.
—¿Qué es lo bonito exactamente? —pregunta el despistado.
—Debido a la amplitud semántica, definirlo con rigurosa exactitud es muy difícil. No obstante, unos cuantos rasgos acaso nos acerquen a ella.
—¿Cuáles?
—Dos al menos. Hace tiempo que bonito dejó de estar relacionado con la bondad para relacionarse solo con la belleza. La belleza es un territorio inmenso que se extiende de lo sublime a lo cursi; pues bien, todo lo bello —hasta lo sublime y lo cursi— puede ser calificado de bonito siempre que no resulte conflictivo ni su detección precise aprendizaje.
—Por favor…
—Un ejemplo: ciñéndonos a la poesía y evitando berenjenales como el de la calidad, es evidente que el Romancero gitano —siquiera en una lectura superficial— y un poema de Sastre aceptan el calificativo; las Soledades no, Poeta en Nueva York tampoco. ¿Por qué? Porque las Soledades y Poeta en Nueva York requieren del lector esfuerzo y entrenamiento, y lo interrogan y lo desasosiegan y lo retan y lo sacan de la seguridad de los caminos trillados.
—O sea, que cualquier patán se halla capacitado para apreciar lo bonito…
—Si usted lo dice… Por mi parte solo afirmo que lo bonito es cómodo y fácil: se percibe sin esfuerzo y nunca pone en cuestión nuestros presupuestos estéticos.
—Y de quien usa a menudo la palabra bonito ¿qué nos cuenta?
—Que se trata de alguien que no conoce otra o de alguien que no quiere meterse en líos. Es decir, alguien que encaja bien con un determinado tipo de turista muy abundante en los últimos años: pide arte y cultura, aunque en dosis homeopáticas.
—Los turistas de hoy buscan exotismo y experiencias.
—Y ¿dónde los van a encontrar mejores y más próximos que en los pueblos, esos sitios extraños donde vivieron nuestros abuelos como ahora viven en el Tercer Mundo? Por eso, si a lo exótico y auténtico del pueblo le añaden ustedes una belleza obvia, tierna, dulce y banal, brota el cóctel perfecto, el sintagma perfecto: pueblo bonito. Y los pueblos bonitos abundan en España y están por ahí cerca esperándonos con los brazos abiertos: vamos en un rato y nos volvemos tan campantes, satisfechos de nosotros mismos.
—Lo dicho, entonces: que a usted no le gusta eso de Almagro, uno de los pueblos más bonitos de España.
—Creo que Almagro es más y debe aspirar a más.
Pecunia non olet, don Juan. Si trae dinero…
—Pues que se agarren al anzuelo los hosteleros y cuantos comen de ordeñar turistas; los demás no tenemos la obligación de comulgar con ruedas de molino.
—Por lo tanto...
—No vendría mal dedicarle al turismo un rato de reflexión.

domingo, 7 de octubre de 2018

Otra de jueces

Colea aún —y coleará— el asunto Villarejo cuando nos enteramos de que a otro juez se le suelta la lengua en el propio juzgado —¡Templo de la Ley!— como si fuera el bar de la esquina. Alguien pregunta:
—¿De estas grabaciones no hablamos?
—¿Para qué? Son pura nadería tecnológica aderezada con un buen chorro de estupidez.
—Aclare.
—Las oficinas judiciales han pasado en poco tiempo de la burocracia filipina a las nuevas tecnologías: es comprensible que jueces y funcionarios no estén todavía hechos a apretar el botón de apagado nada más pronunciar el enfático Se levanta la sesión —o la jaculatoria que proceda—. Igual de comprensible y trivial es que los médicos critiquen —en privado— a los pacientes; los maestros a los alumnos; los curas a los feligreses, etcétera. Lo que no resulta trivial, sino estúpido, es no haber comprobado qué grabación se le estaba entregando exactamente al abogado de la demandante o como se diga en el latín leguleyo. He ahí lo único que merece reproche: la atolondrada estupidez cotidiana en la que incurren listos y tontos con la misma asiduidad.
—Incurrimos, don Juan, incurrimos —me atrevo a poner las cosas en su sitio.
—Lleva usted razón: nosotros también somos pecadores.
El conservador, sensato, retoma el hilo:
—Nadie debería criticar a quien le da de comer.
—Pero somos desagradecidos. Con frecuencia los funcionarios olvidan que comen gracias al ciudadano corriente: el médico gracias al enfermo, el maestro gracias al alumno, el cura gracias al feligrés…
—Y a los que no lo somos —salta vehemente el rojo.
Don Juan sonríe aprobatorio:
—Hablaremos otro día de la dotación del culto y clero; ahora nos quedamos en los jueces: para bastantes, el ciudadano que les da de comer es una pejiguera fastidiosa; y la obligación de estudiarse sumarios —o lo que sean— de miles de folios, un suplicio que los priva de actividades más amenas. Pobrecillos.
—Para eso les pagamos.
Don Juan se encoge de hombros dubitativo:
—Quizá… En realidad no sé para qué les pagamos.
—Para hacer justicia y mantener la paz social —proclama sin dudas el conservador.
—No, señor: para garantizar la pervivencia del sistema de opresión capitalista y patriarcal, y las desigualdades sociales —refuta el rojo, también sin dudas.
Don Juan media:
—Ambas cosas no son del todo incompatibles. Desde luego, los jueces, al menos en los casos más obvios —atracos, asesinatos, secuestros—, normalmente hacen justicia y contribuyen a la paz social. Pero la paz social —sea eso lo que sea y la llamemos como la llamemos— beneficia más a unos individuos que a otros, y ahí los jueces saben siempre en qué lado colocarse.
—Habrá de todo —objeta el ingenuo.
—Qué más quisiéramos. Grosso modo, los seres humanos somos por naturaleza idénticos: tenemos en mayor o menor proporción las mismas virtudes y defectos; sin embargo, los expresamos de maneras distintas según condicionantes históricos, familiares, étnicos, religiosos, económicos…
—Ponga ejemplos, por favor.
—Por ejemplo, y limitándonos al asunto que traemos entre manos: es muy improbable que los miembros de las clases pudientes ejerzan la violencia física ellos mismos; es muy improbable que los pobres incurran en el delito de falsedad documental o en el de prevaricación o en el de cohecho impropio…
—¿Qué tiene que ver?
—Que, curiosamente, los códigos penales castigan con dureza los delitos que suelen cometer los pobres; en cambio, para los delitos de ricos las penas son benignas, los jueces indulgentes.
—¡Pues todavía se quejan! —dice el escéptico.
—¿Quién se queja? —pregunta el despistado.
—Esperanza Aguirre.
—Se estará poniendo la venda antes de que le den la pedrada —insinúa el cínico.
El despistado insiste:
—¿De qué se queja Esperanza Aguirre?
—De que el pobre Rato vaya a ir a la cárcel por noventa mil euros de nada.
—Hay gente en la cárcel por muchísimo menos.
—Desgraciados que robaron como roban los pobres de verdad: navaja en mano; Rato y sus amigos usaron la tarjeta de crédito, un procedimiento más fino: de ahí que la pena sea más suave y el trato en la cárcel —tal vez— más delicado.
—Hay ocasiones, don Juan, donde los ricos y poderosos no reciben trato privilegiado.
—No demasiadas; en la España reciente solo se me ocurren dos, y bastante parecidas: Garzón y los secesionistas catalanes. El primero, pájaro que ensucia su propio nido, rompió de algún modo las convenciones del gremio: puso en peligro la solidaridad de clase. Los segundos, con osadía que raya en la locura, han puesto en peligro la unidad de la patria. La patria y la clase son sagradas: quien les toque un pelo no quedará impune.
—Imprudentes que son —ironiza el cínico.
—Y la justicia, ciega —concluye don Juan.