domingo, 31 de marzo de 2019

Francisco Barba y Adolfo Suárez

Don Juan, claro está, no acude a los plenos del ayuntamiento ni se toma la molestia de oírlos por la radio. Sin embargo, a veces pregunta por ellos: cabe la posibilidad más o menos remota de que la vida verdadera de los ciudadanos y la perdurable de la ciudad encuentre allí un huequecillo entre farfolla de retórica pedestre, recuelos de disputas políticas rastreras venidas de lejos y egos concejales tan hinchados como otros que se sientan en sillones muy altos. Hoy le contamos la dimisión de don Francisco Barba.
Don Juan se asombra; pregunta incrédulo:
—¿En el último pleno? ¿A dos meses de las elecciones? ¿Por qué?
—Él sabrá. Y usted: ¿no decía hace poco que el nombramiento de la candidata del Partido Popular había producido damnificados? Pues ahí va el primero.
—Casi siempre que hay más santos que nichos los santos se pelean por pillar alguno: es comprensible. Pero no me esperaba el portazo de Barba: no parece hombre proclive a los exabruptos, sino todo lo contrario: moderado, de paz.
—Pues algo debe haberle escocido, y no poco.
—Creo que el Partido Popular ha hecho mal en prescindir de Barba. Lleva tiempo de concejal; ha servido a los almagreños y al partido lealmente; se ha encargado de las pequeñeces que no tienen sitio en la retórica ampulosa pero facilitan la vida si se arreglan o la incomodan si no. Es decir, él ha sido, por excelencia y durante muchos años, el concejal de la prosa: el que se ocupaba de los baches, de las farolas que no alumbran, de los árboles que no se podan o los jardines que no se riegan, de las alcantarillas, de la limpieza…
—El Partido Popular querrá verso: más glamur —aventura el cínico.
—Quizá. Pero incurre en un pecado muy común de la política española, y hasta de la mundial: un pecado en el que con frecuencia incurrimos todos.
—¿Cuál, don Juan?
—Confundir la inteligencia con la cultura y el talento con la elocuencia.
—Explíquese.
—Les he hablado en muchas ocasiones de los asnos cargados de libros. Ahora viene a cuento: la inteligencia es la capacidad de ver el mundo, empezando por el más próximo, y comprenderlo; es, por tanto, la capacidad de calibrar de manera precisa las dimensiones de un asunto y hallar cómo abordarlas de la mejor forma. A tal efecto, la cultura no estorba, pero tampoco resulta imprescindible. Y además hay casos —conocemos varios— en que eso que llamamos cultura es apenas un barniz brillante que disfraza la inanidad de lo que hay debajo.
—Tampoco conviene generalizar, don Juan: no todos los cultos son asnos cargados de libros ni todos los incultos gozan de una inteligencia agudísima —matiza alguien que, en lugar de son, ha estado a punto de decir somos.
—En efecto: hay que mirar caso por caso.
—Adelante.
Don Juan escurre el bulto:
—Otro día.
—Continúe entonces con la explicación.
—¿Se acuerdan de las Cortes de Toledo en el Cantar de Mio Cid?
Nos miramos perplejos.
—¿Por las ramas de nuevo, don Juan?
—No, amigos. Uno de los guerreros del Cid era su sobrino Pedro Bermúdez, hombre taciturno. El tío, en broma, le llamaba Pedro Mudo. Cuando los del Cid desafían a los infantes de Carrión, a Bermúdez le da vergüenza pedir la palabra. El Cid lo anima: Habla, Pedro Mudo, varón que tanto callas. Finalmente se atreve; las palabras le salen a trompicones; tacha de mentiroso a Fernando González, lo reta; le reprocha que sea galán, pero cobarde, y acaba lapidario: ¿Lengua sin manos, cómo osas hablar? ¿Cuántas lenguas sin manos conocen ustedes en el Partido Popular y alrededores? ¿Qué prefieren, la palabrería o la eficiencia? ¿Acierta el Partido Popular prescindiendo de unas manos bien acreditadas?
La tertulia debe estar llena de Pedros Mudos; nadie contesta: acaso porque la elocuencia es muy prestigiosa. Finalmente el culto alza el dedo:
—Bermúdez no dice galán, dice hermoso.
—Viene a ser lo mismo. Miren a Adolfo Suárez.
—¿Por qué?
—Porque Suárez representa a la perfección dos pecados también muy frecuentes: creer que las virtudes paternas se heredan automáticamente, y fiarse de las apariencias. El nuevo Partido Popular se empecina en ellos.
—Deberían estar escarmentados —apunta el rojo.
—¿Escarmentados?
—Claro. Que este Adolfo Suárez en poco se parece al padre es cosa probada desde que compitió con Bono hace quince o veinte años; ahora, él mismo se empeña todos los días en corroborarlo.
—Y ha hecho por el Partido Popular menos que Barba: cuando vienen mal dadas, escurrir el bulto; cuando aprecia ocasión de medrar, sacar pecho —asegura el conservador.
—Entonces, ¿por qué Casado lo sienta a su derecha?
—Compartirán cualidades.
—Eso será.

domingo, 24 de marzo de 2019

Día de la Poesía, "un arma cargada de futuro"

Don Juan ha ido consiguiendo en estos años que nos interese la poesía. A unos más y a otros menos, a todos nos roza y todos nos acercamos a ella: los hay que con cierta prevención, los hay que solo a las manifestaciones triviales, los hay que paladean los duelos a navajazos de los poetas, los hay que oyen, los hay que leen, los hay que dudan…
—¿Qué es la poesía, don Juan? —pregunta el perplejo.
—Tú —dice uno con sorna por lo bajo.
Don Juan parece no oír:
—Entre otras cosas, un tipo particular de emoción estética suscitada genuinamente por ese artefacto literario que llamamos poema. Cuando Bécquer en la rima famosa dice aquello de que poesía eres tú está, primero, exagerando como suelen exagerar los enamorados; y, después, hablando por analogía: quizás a él la mirada atenta de la mujer y la pregunta algo ingenua —o no— le provocasen una emoción semejante a la emoción poética; pero, claro está, no se chupaba el dedo: sabía muy bien que la poesía brota del poema. Por eso escribió unos cuantos.
—O por generosidad: a lo mejor quería hacernos partícipes de una emoción excelsa.
—Da lo mismo. Carece de importancia que el poeta escriba por generosidad o por narcisismo o por dinero o por la patria, el partido o la revolución, o por decir lo que no puede ser dicho de otra manera; que sea un fatuo, un loco, un mero amanuense de la inspiración divina, un funcionario municipal o un aristócrata extravagante; que las obrecillas se le caigan sin querer de las manos o que le cuesten sudores: lo único que importa, a efectos del simple lector, es que los poemas sean buenos.
—¿Lector, dice usted?
—Y enseguida me corrijo: los poemas —y, por consiguiente, la emoción poética— existieron mucho antes que la escritura: se transmitirían, pues, de viva voz recitada o cantada. Luego, se impuso el poema escrito y leído, aunque no desaparecieran las otras formas. Las gentes de nuestra edad leemos poesía solos y en silencio. Ahora bien, los tiempos cambian: hoy los poemas nos asaltan de múltiples modos, algunos sorprendentes: bienvenidos.
—Y proliferan los poetas.
—Siempre han sido plaga. Y no es preciso recalcar que el porcentaje de los malos supera ampliamente al de los buenos.
El perplejo vuelve a la carga:
—¿Quién es poeta, don Juan?
—Cualquiera que lo afirme de sí mismo y produzca de cuando en cuando algún poema.
—Los poetas sedicentes, que ha comentado usted otras veces.
—Sin afán de calificar. Es verdad que entre quienes se dicen poetas los hay deleznables; y es verdad que abundan los pésimos entre quienes se intercambian la etiqueta como elogio mutuo: conviene desconfiar de los poetas que no desconfían de su perfecta condición y la exhiben impúdicos venga o no a cuento; también conviene arrimarse con prudencia a las tribus y sectas poéticas donde el título de poeta, falsa moneda, circula incesante. Pero, gracias a Dios, no faltan los buenos; y nosotros, a seguir el consejo evangélico: a fructibus eorum cognoscestis eos.
—De los parapoetas ¿qué opina?
—Nada.
—Venden mucho y están en todas partes.
—Y la cocacola. ¿Les gusta a ustedes?
—¡No! —gritan a coro.
—Pues compórtense igual con estos: no los miren, no les compren. La emoción poética es una necesidad humana común: la poesía, un alimento del espíritu tan preciso como el del cuerpo. Hay quienes satisfacen la necesidad con cualquier cosa —Bisbal o Sastre: tinto de verano, cocacola— y hay quienes necesitan a Góngora —el Macallan de nuestro amigo, el jerez que yo tomo—: que cada uno haga lo que quiera.
—Está usted blando hoy, don Juan.
—Estoy muy duro. Creo que un poema solo es digno del nombre si es poema bueno; creo que un poeta solo lo es si produce buenos poemas. Y creo que lo demás son zarandajas que importan a la industria o a la salud mental, no a la poesía.
—Que no es usted, sino un arma cargada de futuro —dice en voz alta el de la sorna.
—Gabriel Celaya fue un buen poeta que se ha quedado en caricatura. Una lástima: ahora cualquier indocumentado —en Almagro conocemos a varios— se cree culto si usa la muletilla.
—Las armas, para los buenos españoles —dictamina el rojo abrazado al Macallan.
—¿Las cargadas de futuro?
—Y las otras. Los buenos españoles, para asegurarse el futuro, deben poseer armas. Una vez poseídas gozarán del derecho —y cumplirán con el deber— de usarlas. En poco tiempo, obviamente, solo quedarán buenos españoles.
—¿Leerán poesía?
Cargada de futuro.
Vuelvo a casa pensando que don Juan pierde facultades: esta tarde apenas ha sobrepasado a Pero Grullo.


domingo, 17 de marzo de 2019

Fracaso

El castellano es un idioma contundente; en la lengua de escopeta que algunos gastan puede llegar a munición peligrosísima:
—¡Putos moros!
—Bien traído. Muchos han disparado esas dos balas contra pacíficos albañiles, vendedores ambulantes o aceituneros con intención de herir, acaso de matar.
—¡Perro judío!
—En otros tiempos, proyectil letal: no queda ni un judío.
—¿Adónde va, don Juan?
—A que la caza del otro es un deporte muy entretenido. Sobre todo mientras consideremos que el otro es alimaña. Fíjense en el sujeto que ha matado a cincuenta musulmanes en las antípodas.
—¿Sujeto? ¡Loco de atar!
—Alimañero tan solo. Él —blanco como la leche, cristiano— obró con intenciones profilácticas: impedir que a los europeos nos invadan los moros.
—¿Europeos? ¿Moros?
—Sí. Aunque habitante del otro lado del mundo, es europeo. Aunque nacieran en Indonesia o en Bangladés, los musulmanes muertos son moros: en español todos los musulmanes son moros. El moro es el otro por antonomasia: la alimaña. Y es evidente que nos están invadiendo: ¿cómo se pueden tolerar mezquitas en la Iglesia de Cristo?
—Don Juan…
—¿Me equivoco?
—Desvaría.
—Es que leo a Abascal.
—Abascal se está callado últimamente.
—Le leo el corazón —allí late la España Eterna— y, en ratos perdidos, me asomo al Facebook o al Whatsapp: sus voceros no paran.
—¡Vaya entretenimiento!
—Entretenimiento no: aprendizaje de la condición humana.
—La literatura que salga del cerebro de Abascal y sus secuaces poco enseñará.
—Enseña mucho, ya le digo: que la cuestión palpitante de nuestros días es la identidad colectiva, y que la identidad colectiva se forja mediante una larga cadena de oposiciones.
—Explíquenos eso.
—La identidad colectiva la constituye una serie de etiquetas que, capas de cebolla, se superponen unas a otras. Esas capas nos identifican y, al tiempo, aíslan y protegen el núcleo genuino y puro de nuestro ser. Por abreviar y olvidando matices: la capa exterior nos señala como occidentales, o sea, europeos —de Europa, de América o de Oceanía—, blancos y cristianos; en consecuencia, nos enfrenta a orientales, negros, musulmanes…. A continuación, otra etiqueta, que nos marca como católicos, nos opone a los ortodoxos y a la amplísima constelación de protestantes. Viene luego la que nos clasifica como españoles; por tanto, opuestos a catalanes, franceses o ingleses; y hasta como “buenos españoles”, enemigos jurados de la Antiespaña… No es preciso seguir: todo se resume en que sin enemigos no somos nadie.
—¿Entonces, cómo nos empeñamos en eliminarlos?
—Cuando eliminemos a estos, inventaremos otros.
—¿Dónde queda el individuo, don Juan?
—Ha muerto de nuevo: esa es la amarga decepción de nuestra vejez. Quienes nos criamos tras la Segunda Guerra Mundial, aprendimos trabajosamente que las masas, el pueblo, la patria, eran abstracciones ponzoñosas de las que había que librarse. Creíamos que los estados eran la agregación de individuos desnudos, libres, conscientes de la propia desnudez y celosos de la propia libertad, defensores de la del prójimo, que compartían un espacio común, intentaban que fuera lo más hospitalario posible y no se inmiscuían para nada en los espacios privados de los demás, irrelevantes a efectos de la convivencia política civilizada. Era mentira: hemos fracasado.
—¿Nos echamos a llorar?
—Un ratillo. Pero enseguida echémonos a pensar.
—¿Lo hace usted?
—A menudo.
—¿Ha encontrado algo?
—Muy poco. E ignoro la importancia. Pero como estamos en un bar…
—¿Qué tiene que ver?
—Que en los bares uno puede disparatar sin remordimientos y arbitrar remedios maravillosos para todas las enfermedades en menos que canta un gallo.
—Adelante.
—Quizás nos hayamos desentendido de que el espacio común fuera, de verdad, hospitalario para todos. No puede haber ciudadanos libres cuando no tienen dónde elegir. Si se carece de un mínimo de educación, de bienestar, de seguridad, de protección frente a las adversidades, si falta la esperanza… el espacio común no es casa común sino mar proceloso donde el pez grande siempre se come al chico. Naturalmente, los peces chicos buscarán protección en la familia, la religión, la clase, la patria, el rebaño… donde la haya, aunque sea ilusoria o endeble: ahora en Abascal; antes en Iglesias.
—¿Se puede hacer algo?
—Ojalá lo supiera. Cabe mirar hacia atrás y preguntarnos cuándo se jodió el Perú, Zabalita.
—¿Cuándo?
—Cuando las instituciones dejaron de interesarse por los desgraciados. Cuando se impuso el neoliberalismo.
—¿Le ve el fin?
—Pregúnteselo a Rivera: que le explique el feminismo liberal, por ejemplo. Si estamos dispuestos a tolerar las madres mercenarias —ese es su nombre crudo y exacto— o las trabajadoras del sexo —no es nombre: es eufemismo— sin darnos cuenta de que elegir entre prostitución o hambre no es elegir, entonces no. Si nos empeñamos tenazmente en evitar tal clase de dilemas, entonces sí.


domingo, 10 de marzo de 2019

Marana tha!

Se acerca el Día del Padre; aquí todos hemos tenido hijos: hablamos de colonias.
—Que antiguo es usted, don Juan.
—Viejo, mejor.
—Viejo y antiguo.
—Es posible, pero diga: ¿por qué me carga esa culpa?
—Porque festeja el Día del Padre y porque habla de colonias.
—El Día del Padre es una celebración tradicional, probablemente nacida de intereses comerciales, que la Iglesia católica, siguiendo su costumbre, acaparó y encomendó a san José. En la mayoría de las familias se queda en una cosa inocente y rutinaria; no hace mal a nadie.
—Cómo que no: exalta, fomenta y actualiza el patriarcado.
—Quizá: le diré a la hija que no me compre la colonia de todos los años. Y a quien corresponda, que ponga una fiesta de las progenitoras y los progenitores.
—Tampoco, don Juan: hay muchas familias en que los padres no son progenitores.
—Pues que no haya fiesta ninguna. A nuestros años quedarse sin colonia carece de importancia.
—¡Colonia! Ya no hay colonias, don Juan, ni siquiera perfumes: hay fragancias.
—Lleva usted razón: soy antiguo. En mi descargo, aunque parezca consuelo de tontos, únicamente puedo alegar que no estoy solo. ¿Se acuerdan ustedes de una colonia —perdón: fragancia— que se llamaba Otelo? La anunciaban en la televisión hace muchos años, por Navidad.
¡Quiero volver a sentirte sobre mi piel! ¡Vuelve el hombre! —exclama, y enseguida se arrepiente, otro antiguo.
—Ha vuelto. Mejor dicho: está a punto de volver.
—¿La colonia?
—No; el Hombre por antonomasia: Pablo Iglesias. Pronto lo sentiremos sobre la piel: fragancia no, látigo.
—Se burla usted…
—Naturalmente: hay asuntos a los que solo nos podemos acercar mediante la burla.
—¿Por qué?
—Porque a la estupidez no cabe tomarla en serio.
—Yerra, don Juan. La estupidez es más dañina que la maldad: piense en Cipolla.
—Pienso en Cipolla: el estúpido es más peligroso que el malvado; el grupo de estúpidos, más poderoso que la Mafia. O sea, contra los estúpidos hay que estar prevenidos: hay que tratarlos con muchísimo respeto; a la estupidez, no.
—¿Es estúpido Pablo Iglesias?
—Es imprudente. Debería conocer la ley de hierro de la popularidad: quienes hoy te ríen las gracias te crucificarán pronto o tarde. Pero alrededor tiene a muchos que la ignoran igualmente, acaso para halagarlo: se trata de un vicio común entre quienes sirven a cierto tipo de personas. ¿Han caído en la cuenta de cómo hablan sus próximos? ¿Con el mismo léxico, las misma muletillas, e idéntico sonsonete que irritaría al santo Job!
—Porque se han criado juntos en Somosaguas; allí hablarán así.
—El hecho es que vuelve, y nos lo anuncian con un cartel muy expresivo.
—Iglesias ha renegado del cartel.
—A su manera: en plural mayestático.
—Explíquenos el cartel.
—El cartel lanza mensajes contundentes —si subliminales, fácilmente legibles— que demuelen la ideología explícita de Podemos. De creer en Freud, pensaríamos en los actos fallidos.
—¿Qué mensajes son esos?
—Dejemos aparte la adulación al jefe, lo que antes se llamaba culto a la personalidad, tan obvio. Dejemos aparte el machismo resaltado en el letrero, más obvio todavía ¡y en vísperas del Día de la Mujer!... ¿Han visto ustedes a qué vuelve?
—Hombre, se reincorpora al trabajo tras el permiso de paternidad.
Permiso de paternidad es una simple figura retórica. Han tenido que usarla porque vivimos tiempos descreídos: en realidad se ha retirado al desierto.
—¿Como Nuestro Señor Jesucristo?
—Como innumerables profetas y santos. Ellos necesitan apartarse de cuando en cuando a la soledad del desierto, sufrir tentaciones y amarguras que pongan a prueba su entereza. Si son verdaderamente profetas o santos —Él es las dos cosas—, regresan fortalecidos, resueltos, cargados de energía.
—¡Viene el Mesías! ¡A salvarnos! Marana tha! —se oye a un irreverente por lo bajo.
—¿Qué? —pregunta el despistado.
—Que el Señor viene enseguida, está de camino.
—¿Y viene a salvarnos? ¿De verdad?
Se adelanta don Juan:
—Luego. Durante la ausencia, los vicarios, vírgenes necias, se han descuidado: ha habido guerras intestinas; herejes, apóstatas, cismáticos —en Almagro, sin ir más lejos—; los enemigos se han ensañado con el Pueblo Elegido… Pero el fin de las tribulaciones está cerca: el Señor viene…
Marana tha! ¡Ven pronto, Señor! —interrumpe de nuevo el irreverente.
Don Juan prosigue:
—Viene, primero, a poner orden, a devolvernos al redil. Sin embargo, los podemistas se empecinan en la retórica: a rencontrarse con la gente, dicen. Y, efectivamente, están diciendo la verdad: que Él no es gente.
—Es lo mismo que nosotros: casta —bromea el conservador.
Don Juan sonríe. Continúa:
—O, por decirlo con palabras del papa Francisco —otro que tal—: aunque huela a oveja, Él es pastor. El Buen Pastor.
Marana tha!
Marana tha!
En vez de Cuaresma, Adviento: brindamos por Él.


domingo, 3 de marzo de 2019

El paso del tiempo

Uno de los topoi —cuántas ganas tenía yo de usar esta palabra cultísima, cuyo significado exacto, lo admito, se me escapa— más frecuentados en las conversaciones de los viejos es el paso del tiempo: no tanto como porvenir que ha de ser, por fuerza, breve y malo, sino sobre todo como pretérito que, sin enterarnos, se ha despeñado veloz por el precipicio de la ruina. Puesto que nosotros somos viejos del montón, la tertulia también sufre la plaga, aunque don Juan nos prevenga a menudo contra el espejismo de confundir la propia juventud —mejor que la vejez: evidente— con la época histórica en que transcurrió la juventud.
—En bastantes aspectos el tiempo de la juventud fue mejor que el de ahora —afirma contundente un nostálgico.
—Y en bastantes otros fue peor que el de ahora —rebate contundente un optimista.
—Repartida y todo en dos personas, me satisface constatar la ecuanimidad de Pero Grullo —pincha el cínico.
Interviene don Juan:
—No hay que burlarse de Pero Grullo a la ligera ni despreciar las perogrulladas al tuntún.
—¿Qué quiere decir?
—Que los dos amigos llevan razón y que no será preciso poner muchos ejemplos para demostrarlo.
—Pero ponga algunos, por favor.
—Dos que nos pillan cerca y otro de más lejos.
—Adelante.
—El Consejo de Ministros concedió antes de ayer una condecoración a Lola Cabezudo. ¿Conocen ustedes a Lola Cabezudo?
Unos asienten tímidamente, otros apartan la mirada. Don Juan se muda a la formalidad: quita el hipocorístico y pone el tratamiento de respeto:
—Doña María Dolores Cabezudo Ibáñez ha sido catedrática en la facultad de química de Ciudad Real, y una eminencia científica y docente bien reconocida por discípulos y colegas. No sé cómo aterrizaría por aquí ni qué la llevaría a vivir en Almagro, pero aquí vive. Jubilada ya, mantiene la vocación de servicio público en el ámbito de la política y de la cultura. Además es persona afable, enérgica, trabajadora, generosa, independiente y solidaria. ¿Les parece poco?
—Hombre…
—Hombre no: mujer. Lola Cabezudo es mujer.
—Don Juan…
—Quiero decir que representa estupendamente a todas las mujeres españolas nacidas o criadas en la inmediata posguerra: tuvieron que enfrentarse a obstáculos que la República había querido derribar; salieron adelante con más esfuerzo que los hombres; despejaron el camino a otras y, en gran parte, a ellas se debe que las mujeres gocen hoy de derechos y oportunidades casi quiméricos en otros tiempos.
—Eso está muy bien.
—Pero no es definitivo: algunos obstáculos parecen volver a levantarse sin complejos, con jactancia incluso, entre aplausos: miren los autobuses de Hazte Oír u oigan —valga la redundancia— a ciertos curas, a ciertos políticos y a no pocos ciudadanos —¡y ciudadanas!— que no se esconden ni recatan.
—Demos la enhorabuena a doña Dolores; pasemos a otra cosa —apremia uno.
—Se ha muerto don Rafael Torija. Fue obispo de Ciudad Real entre 1976 y 2003. Al retirarse siguió viviendo allí discreta y modestamente. Tras los veintitantos años del nacionalcatólico Hervás —el que inmatriculó las Calatravas, Torija fue otra cosa. ¿Y ahora? ¿Podríamos decir lo mismo?
—Naturalmente: Algora fue otra cosa, y Melgar es otra cosa —contrataca Pero Grullo.
—Cosas peores ambas. La Iglesia contribuyó decisivamente a la demolición de la República, sirvió con lealtad a Franco, se hizo cargo del control moral de la sociedad, fue mezquina, autoritaria, obtusa y cruel. Gentes como Tarancón o Torija, en la estela del segundo concilio vaticano, le dieron un aire que pareció ponerla a la altura de los tiempos. Pero no fue definitivo: hay quien añora todavía el nacionalcatolicismo y quiere resucitarlo. Si los dejamos, cerrarán los bares en Viernes Santo, alargarán las faldas y acortarán los escotes: ¡lástima del Domingo de Ramos!
—Exagera, don Juan —dice alguien displicente.
—¿Están atentos a los juicios del Procés y de Bankia? ¿Han leído las declaraciones de Rato o de Zoido? ¿No les han llamado la atención?
—¿Por qué? Es normal que quieran escurrir el bulto. Los reos son como los niños: siempre dicen yo no he sido.
—¿A costa de pasar por irresponsables, incompetentes, bobos?
—Claro, don Juan. Es usted un ingenuo si esperaba otra cosa.
—Entonces, ¿para qué les hemos pagado sueldos formidables? Si las decisiones las tomaban otros, si ellos no sabían nada, por lo menos que nos devuelvan cuanto les pagamos.
—Otra ingenuidad.
—¿No les da vergüenza? Zoido, que no es reo, ¿no se avergüenza de echarles la culpa a los subordinados? ¿Va a seguir en la política? Antes…
Don Juan inicia una interminable sarta de lamentos. No le hago caso; pienso entre mí que él también es de barro y que los sinvergüenzas abundaron, abundan y no llevan trazas de extinguirse.