Don Juan ha ido consiguiendo en estos años que nos interese la poesía. A unos más y a otros menos, a todos nos roza y todos nos acercamos a ella: los hay que con cierta prevención, los hay que solo a las manifestaciones triviales, los hay que paladean los duelos a navajazos de los poetas, los hay que oyen, los hay que leen, los hay que dudan…
—¿Qué es la poesía, don Juan? —pregunta el perplejo.
—Tú —dice uno con sorna por lo bajo.
Don Juan parece no oír:
—Entre otras cosas, un tipo particular de emoción estética suscitada genuinamente por ese artefacto literario que llamamos poema. Cuando Bécquer en la rima famosa dice aquello de que poesía eres tú está, primero, exagerando como suelen exagerar los enamorados; y, después, hablando por analogía: quizás a él la mirada atenta de la mujer y la pregunta algo ingenua —o no— le provocasen una emoción semejante a la emoción poética; pero, claro está, no se chupaba el dedo: sabía muy bien que la poesía brota del poema. Por eso escribió unos cuantos.
—O por generosidad: a lo mejor quería hacernos partícipes de una emoción excelsa.
—Da lo mismo. Carece de importancia que el poeta escriba por generosidad o por narcisismo o por dinero o por la patria, el partido o la revolución, o por decir lo que no puede ser dicho de otra manera; que sea un fatuo, un loco, un mero amanuense de la inspiración divina, un funcionario municipal o un aristócrata extravagante; que las obrecillas se le caigan sin querer de las manos o que le cuesten sudores: lo único que importa, a efectos del simple lector, es que los poemas sean buenos.
—¿Lector, dice usted?
—Y enseguida me corrijo: los poemas —y, por consiguiente, la emoción poética— existieron mucho antes que la escritura: se transmitirían, pues, de viva voz recitada o cantada. Luego, se impuso el poema escrito y leído, aunque no desaparecieran las otras formas. Las gentes de nuestra edad leemos poesía solos y en silencio. Ahora bien, los tiempos cambian: hoy los poemas nos asaltan de múltiples modos, algunos sorprendentes: bienvenidos.
—Y proliferan los poetas.
—Siempre han sido plaga. Y no es preciso recalcar que el porcentaje de los malos supera ampliamente al de los buenos.
El perplejo vuelve a la carga:
—¿Quién es poeta, don Juan?
—Cualquiera que lo afirme de sí mismo y produzca de cuando en cuando algún poema.
—Los poetas sedicentes, que ha comentado usted otras veces.
—Sin afán de calificar. Es verdad que entre quienes se dicen poetas los hay deleznables; y es verdad que abundan los pésimos entre quienes se intercambian la etiqueta como elogio mutuo: conviene desconfiar de los poetas que no desconfían de su perfecta condición y la exhiben impúdicos venga o no a cuento; también conviene arrimarse con prudencia a las tribus y sectas poéticas donde el título de poeta, falsa moneda, circula incesante. Pero, gracias a Dios, no faltan los buenos; y nosotros, a seguir el consejo evangélico: a fructibus eorum cognoscestis eos.
—De los parapoetas ¿qué opina?
—Nada.
—Venden mucho y están en todas partes.
—Y la cocacola. ¿Les gusta a ustedes?
—¡No! —gritan a coro.
—Pues compórtense igual con estos: no los miren, no les compren. La emoción poética es una necesidad humana común: la poesía, un alimento del espíritu tan preciso como el del cuerpo. Hay quienes satisfacen la necesidad con cualquier cosa —Bisbal o Sastre: tinto de verano, cocacola— y hay quienes necesitan a Góngora —el Macallan de nuestro amigo, el jerez que yo tomo—: que cada uno haga lo que quiera.
—Está usted blando hoy, don Juan.
—Estoy muy duro. Creo que un poema solo es digno del nombre si es poema bueno; creo que un poeta solo lo es si produce buenos poemas. Y creo que lo demás son zarandajas que importan a la industria o a la salud mental, no a la poesía.
—Que no es usted, sino un arma cargada de futuro —dice en voz alta el de la sorna.
—Gabriel Celaya fue un buen poeta que se ha quedado en caricatura. Una lástima: ahora cualquier indocumentado —en Almagro conocemos a varios— se cree culto si usa la muletilla.
—Las armas, para los buenos españoles —dictamina el rojo abrazado al Macallan.
—¿Las cargadas de futuro?
—Y las otras. Los buenos españoles, para asegurarse el futuro, deben poseer armas. Una vez poseídas gozarán del derecho —y cumplirán con el deber— de usarlas. En poco tiempo, obviamente, solo quedarán buenos españoles.
—¿Leerán poesía?
—Cargada de futuro.
Vuelvo a casa pensando que don Juan pierde facultades: esta tarde apenas ha sobrepasado a Pero Grullo.
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