Uno de los topoi —cuántas ganas tenía yo de usar esta palabra cultísima, cuyo significado exacto, lo admito, se me escapa— más frecuentados en las conversaciones de los viejos es el paso del tiempo: no tanto como porvenir que ha de ser, por fuerza, breve y malo, sino sobre todo como pretérito que, sin enterarnos, se ha despeñado veloz por el precipicio de la ruina. Puesto que nosotros somos viejos del montón, la tertulia también sufre la plaga, aunque don Juan nos prevenga a menudo contra el espejismo de confundir la propia juventud —mejor que la vejez: evidente— con la época histórica en que transcurrió la juventud.
—En bastantes aspectos el tiempo de la juventud fue mejor que el de ahora —afirma contundente un nostálgico.
—Y en bastantes otros fue peor que el de ahora —rebate contundente un optimista.
—Repartida y todo en dos personas, me satisface constatar la ecuanimidad de Pero Grullo —pincha el cínico.
Interviene don Juan:
—No hay que burlarse de Pero Grullo a la ligera ni despreciar las perogrulladas al tuntún.
—¿Qué quiere decir?
—Que los dos amigos llevan razón y que no será preciso poner muchos ejemplos para demostrarlo.
—Pero ponga algunos, por favor.
—Dos que nos pillan cerca y otro de más lejos.
—Adelante.
—El Consejo de Ministros concedió antes de ayer una condecoración a Lola Cabezudo. ¿Conocen ustedes a Lola Cabezudo?
Unos asienten tímidamente, otros apartan la mirada. Don Juan se muda a la formalidad: quita el hipocorístico y pone el tratamiento de respeto:
—Doña María Dolores Cabezudo Ibáñez ha sido catedrática en la facultad de química de Ciudad Real, y una eminencia científica y docente bien reconocida por discípulos y colegas. No sé cómo aterrizaría por aquí ni qué la llevaría a vivir en Almagro, pero aquí vive. Jubilada ya, mantiene la vocación de servicio público en el ámbito de la política y de la cultura. Además es persona afable, enérgica, trabajadora, generosa, independiente y solidaria. ¿Les parece poco?
—Hombre…
—Hombre no: mujer. Lola Cabezudo es mujer.
—Don Juan…
—Quiero decir que representa estupendamente a todas las mujeres españolas nacidas o criadas en la inmediata posguerra: tuvieron que enfrentarse a obstáculos que la República había querido derribar; salieron adelante con más esfuerzo que los hombres; despejaron el camino a otras y, en gran parte, a ellas se debe que las mujeres gocen hoy de derechos y oportunidades casi quiméricos en otros tiempos.
—Eso está muy bien.
—Pero no es definitivo: algunos obstáculos parecen volver a levantarse sin complejos, con jactancia incluso, entre aplausos: miren los autobuses de Hazte Oír u oigan —valga la redundancia— a ciertos curas, a ciertos políticos y a no pocos ciudadanos —¡y ciudadanas!— que no se esconden ni recatan.
—Demos la enhorabuena a doña Dolores; pasemos a otra cosa —apremia uno.
—Se ha muerto don Rafael Torija. Fue obispo de Ciudad Real entre 1976 y 2003. Al retirarse siguió viviendo allí discreta y modestamente. Tras los veintitantos años del nacionalcatólico Hervás —el que inmatriculó las Calatravas—, Torija fue otra cosa. ¿Y ahora? ¿Podríamos decir lo mismo?
—Naturalmente: Algora fue otra cosa, y Melgar es otra cosa —contrataca Pero Grullo.
—Cosas peores ambas. La Iglesia contribuyó decisivamente a la demolición de la República, sirvió con lealtad a Franco, se hizo cargo del control moral de la sociedad, fue mezquina, autoritaria, obtusa y cruel. Gentes como Tarancón o Torija, en la estela del segundo concilio vaticano, le dieron un aire que pareció ponerla a la altura de los tiempos. Pero no fue definitivo: hay quien añora todavía el nacionalcatolicismo y quiere resucitarlo. Si los dejamos, cerrarán los bares en Viernes Santo, alargarán las faldas y acortarán los escotes: ¡lástima del Domingo de Ramos!
—Exagera, don Juan —dice alguien displicente.
—¿Están atentos a los juicios del Procés y de Bankia? ¿Han leído las declaraciones de Rato o de Zoido? ¿No les han llamado la atención?
—¿Por qué? Es normal que quieran escurrir el bulto. Los reos son como los niños: siempre dicen yo no he sido.
—¿A costa de pasar por irresponsables, incompetentes, bobos?
—Claro, don Juan. Es usted un ingenuo si esperaba otra cosa.
—Entonces, ¿para qué les hemos pagado sueldos formidables? Si las decisiones las tomaban otros, si ellos no sabían nada, por lo menos que nos devuelvan cuanto les pagamos.
—Otra ingenuidad.
—¿No les da vergüenza? Zoido, que no es reo, ¿no se avergüenza de echarles la culpa a los subordinados? ¿Va a seguir en la política? Antes…
Don Juan inicia una interminable sarta de lamentos. No le hago caso; pienso entre mí que él también es de barro y que los sinvergüenzas abundaron, abundan y no llevan trazas de extinguirse.
El tiempo es una niebla difícil de atravesar sin distraerse en el rumbo. Don Juan lo sabe, peros se atreve.
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