A don Juan, aunque lleve años durmiendo solo —o eso
sospecho, porque de estas cosas no hablamos—, le gustan las mujeres. Las
observa con actitud de connaisseur, no de viejo verde. Por eso no presta
mucha atención a las jóvenes, todas iguales, en agraz, insípidas como esos
vinos blancos de poca graduación que satisfacen el gusto de cualquier
indocumentado. Se fija en las que superan los cuarenta, trabajadas por la vida,
cada una con el cuerpo y el sabor que se merece. Cuando mira a alguna, yo lo he
visto, en sus ojos se posa una nubecilla de melancolía.
Hemos acudido a la plaza a ver la procesión de las palmas y
a tomarnos luego un vermú si encontramos sitio. La plaza está abarrotada; el
día es luminoso, tibio, resplandeciente después de las últimas lluvias. Es
Domingo de Ramos, pero bien podría ser Domingo de Resurrección; de la
resurrección de la carne, quiero decir. Los jóvenes, cuya cultura religiosa es
—gracias a las clases de religión y a las catequesis parroquiales— más bien
escasa, no sabrán a lo que me estoy refiriendo. Pero los viejos, sí; de modo
que nos ahorraremos las explicaciones.
En estos tiempos la gente se compra ropa con cualquier
pretexto, en cualquier ocasión, incluso como pasatiempo —se va de compras como
se iba al cine, por ejemplo—, pero antes tal abundancia era inconcebible.
Indumentariamente había dos temporadas: la de “primavera-verano” —por usar la
jerga del Corte Inglés—, que empezaba el Domingo de Ramos; y la de
“otoño-invierno”, a partir del día de Todos los Santos. Y, al menos en las
“clases populares” —valga el eufemismo—, nadie compraba la ropa: la hacían las
mujeres de la familia, que sabían cortar, coser, remendar, zurcir... además de
muchas otras cosas. Por eso, en este domingo aún se dice, anacrónicamente ya,
que el que no estrena no tiene manos, o sea, manos que le cosan
un hato.
Viendo a la gente que inunda la plaza, la que atesta los
bares, la que obstaculiza el paso de los armaos en las terrazas, se diría
que los hombres sí estrenan ropa el Domingo de Ramos —los jóvenes, sobre todo:
arregladísimos como para ir de boda, con fantasiosas corbatas de nudos
gordos y camisas de cuello italiano—, pero las mujeres, no: las mujeres se la quitan. Y
hay una alegría sinfónica, explosiva, una apoteosis de cuerpos al aire que, al
menos a los viejos —los que se criaron en la España de la posguerra, con mujeres
tapadas como afganas—, les produce todos los años la misma sorpresa, el mismo
asombro incrédulo, y la misma admiración.
Don Juan se acuerda de Perséfone:
—Todo el invierno Perséfone ha morado oculta, a oscuras, debajo
de la tierra. Hoy ha resucitado. A los antiguos el ciclo de la naturaleza les
maravillaba: ¿por qué, incomprensiblemente, el mundo se agota en invierno —las
plantas se mueren, el sol casi se apaga— y recupera su espléndido vigor en
primavera?
—Hombre, don Juan: el movimiento de traslación; lo saben los
niños...
—Los niños no lo saben: lo repiten como loros. Y los
adultos, menos. Además, eso no es saber; eso es explicación. Los antiguos sí sabían:
como se saben las cosas que de verdad importan, las que condicionan la vida. Sabían
que numerosos dioses mueren y resucitan en primavera, que el vigor de la
juventud es hijo de la muerte, que a Perséfone se la llevó Hades y nos la presta
unos cuantos meses cada año... hasta los cristianos —tan reacios a estos
asuntos— tienen que reconocer que habrá resurrección de la carne, aunque la
aplacen ad calendas græcas.
—¡Qué la van a aplazar! ¡Si ya se ha producido! Mírela aquí.
Don Juan mira alrededor la profusión inacabable, repetida
como en un juego de espejos, de carnes blancas, recién inauguradas, a estrenar
después de haber permanecido largos meses ocultas bajo estratos de ropa. Me
devuelve una sonrisa amiga que tiene algo de complacida gratitud a la
primavera.
Enseguida, sin embargo, don Juan pone las cosas en su sitio:
—En pocas semanas, estas carnes flamantes habrán apagado su
frescura; expuestas al sol irán perdiendo lozanía y algunas, cuando llegue la
Virgen de Agosto, tendrán la textura y el color terroso del cuero de un zurrón.
Sic transit gloria mundi.
—Pero llegará el invierno, se esconderán, y el año que viene
por estas fechas, resucitarán frescas como rosas. Entre tanto, bendigamos este
don de la naturaleza.
Don Juan asiente.
—Y abominemos de los rayos uva.
Mientras buscamos denodada e inútilmente un bar que nos
sirva un vermú, voy acordándome de la escultura de Bernini. Mejor dicho, me
acuerdo de la mano trémula que atrapa al muslo blanco y volador.