—No
hay espectáculo más triste que el de las ratas abandonando el
barco; ni tampoco señal más clara de que el barco se hunde.
No
es don Juan el que habla; es un amigo que nos acompaña de vez en
cuando y que, por el trabajo, está muy cerca del Ayuntamiento. Vamos
paseando por la plaza; cruzamos por delante de la puerta; la bandera
de Almagro cuelga fláccida en el balcón e, indolente, va perdiendo
trozos del escudo; el amigo la señala con la cabeza y prosigue:
—El
alcalde lleva meses sin convocar plenos por temor a perderlos; es
decir, porque varios de sus concejales se han declarado en rebeldía
y votarían en contra de lo que propusiese. Dicen, incluso, que ha
habido discusiones muy poco amistosas, que algunos han dejado el
partido y se están buscando acomodo en otras partes. No hay
presupuesto; no hay información; no hay rigor ni cabeza; la deuda
está disparada; la sensación es de desconcierto, de naufragio.
El
amigo se acuerda del capitán Schettino y del Costa Concordia:
—Aquí
el capitán, aunque aturdido, sigue en el barco, pero sus segundos
están de retirada.
Yo
me atrevo a intervenir:
—Esto
podía barruntarse hace cuatro años. La
candidatura era
un corral con
demasiados gallos encabezada por una persona a la que se le dan bien
las relaciones públicas, los papeles de relumbrón, la retórica
pasada de moda, pero con poca voluntad de enfrascarse diariamente en
las rutinas tediosas de la gestión, y sin vocación ni carácter
para dirigir y coordinar un equipo en el que algunos se le subieron
pronto a las barbas.
Nuestro
amigo asiente.
—Y,
sin embargo, los almagreños votaron muy mayoritariamente esta lista.
Claro que en el pecado han llevado la penitencia: desde el segundo
mandato de Rivero no se ha conocido desbarajuste igual. Parece
que hubiéramos retrocedido un siglo: los viejos vicios de la
viejísima política caciquil de la Restauración han
rebrotado con fuerza, hasta
los más abyectos.
Hay
un silencio largo y pesimista; nubes negras y bajas, agoreras, vuelan
encima de nosotros; un tordo silba burlón en la cabeza de Diego de
Almagro
—¿Dónde
irán los que huyen? —pregunto yo.
—No
lo sé. Lo que decía don Juan hace poco —volvemos la cabeza hacia
don Juan, que está pendiente del tordo— puede valer también aquí.
Ninguno de los disidentes querrá irse a su casa, de modo que, como
los críalos —ahora me miran a mí— intentarán parasitar el nido
de alguno de los nuevos partidos.
—Tendría
gracia que alguno de los nuevos
partidos
diera cobijo a estos conspicuos representantes de la más rancia
política, la
del quítate tú que me ponga yo.
—Todo
podría ser. A los tránsfugas les hubiera gustado quedarse con el
santo y la limosna en el Partido Popular, pero han minusvalorado al
alcalde.
Maldonado
es
más
inteligente de lo que ellos creían —más
inteligente que ellos, en realidad—
y ha maniobrado mejor. Ahora corren el riesgo de pasar por traidores.
Los
traidores no están bien vistos en ninguna parte. Las
buenas
familias
de Almagro no les perdonarán fácilmente su gesto: apoyarán a
Maldonado, que es de los suyos, antes que a los
otros, a fin de cuentas arribistas y advenedizos.
Ahora
bien, no hay peor cuña que la de la misma madera: quizá alguien
esté dispuesto a poner dinero y a mover hilos para derribar a
Maldonado, aunque sufra el Partido Popular, con tal de sacar
algo.
—¿Qué
se puede sacar?
—Influencia,
poder, venganza... qué sé yo: las pasiones humanas corren turbias
por las cloacas de ciertos corazones, y los insurrectos del PP no son agua clara precisamente.
Estamos
ya
en
el
Corregidor. Don
Juan no
ha hablado apenas en toda la tarde. Él presta
poca atención a la política local: ni vive aquí, ni vota aquí, ni
aquí paga sus impuestos. Cuando
nos han servido las copas —a
don Juan y a mí; el amigo no toma alcohol: cocacola light—
saca
del bolsillo de la chaqueta un folio doblado y lo deja encima de la
mesa. Es el folleto de la exposición sobre Semana Santa que hay en
la sala Jacobo Fucares —sic:
¿Cuántos Fucares
era este Fúcar?—.
Saltándose
el largo y apretado texto de prosa torpe, municipal
y espesa,
nos
señala los créditos. La exposición es del Ayuntamiento de Almagro, pero no de todo él: tan solo del alcalde y
del concejal de cultura. Y uno se imagina las tercas e infantiles
discusiones que habrán mantenido ambos para que todos nos enteremos
de quiénes son. El diablo está en los detalles, y este, mejor que
otros, nos muestra bien el infierno que debe estar siendo a estas
horas el “Equipo” de “Gobierno”.
Estando, como estoy, de acuerdo con la mayoría de lo escrito, me parece un desperdicio que el capitán Schettino y el Costa Concordia le sirvan de tan poca cosa, no más que un pie. Un tipo que acerca un barco a la costa por amor, vanidad o sexo, lo hunde y sale huyendo, merece, me parece a mí, más atención.
ResponderEliminarNo solo merece más atención: merece la cárcel por muchos años; y, en tiempos más serios, hubiera merecido la muerte con deshonra. Pero aquí el capitán Schettino sirve solo de comparación —exagerada, sin duda— ya que estábamos hablando de ratas y de barcos: aunque el ayuntamiento de Almagro vaya a la deriva y aunque su capitán no posea muchas dotes de mando, no debemos llevar muy adelante la analogía con Schettino, que, además de estúpido, es un criminal.
ResponderEliminarEntiendo que la analogía se vuelve peligrosa en un punto y que sería conveniente abandonarla, pero es que la fascinación por el personaje me arrastra. De cualquier manera, perdón por inmiscuirme en decisiones literarias y estilísticas que sólo competen a quien escribe.
ResponderEliminarEn esto de las comparaciones —que, como se dice, son odiosas— nunca sabe uno qué fibras sensibles de alguien puede estar tocando. Y más si se trata de hechos recientes y dolorosos como este del Costa Concordia. Lo tendré en cuenta. Y gracias, de todas formas, por el interés que ha prodigado a nuestros modestos apuntes pueblerinos.
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