En
la mañana tibia del domingo estamos en la plaza tomando un martini,
el primero de la temporada, y viendo pasar a la gente. El anticipo
primaveral ha echado a muchos a la calle: la plaza está llena. Se
aprecia en los paseantes y en los que ocupan las terrazas una avidez
de sol que lleva a los más audaces a descartar las prendas
invernales: ya hay brazos, hombros, piernas, todavía pálidos, que
se asoman tímidos a la luz y aparecen atónitos, incrédulos de su
propia temeridad. Don Juan apenas habla, tiene los ojos
entrecerrados, la cabeza hacia atrás apoyada en el respaldo de la
silla, el aire relajado, en los labios una tenue sonrisa. Yo hojeo
el periódico sin demasiado interés por los vaticinios electorales
de la primera página; pienso vagamente en el Lazarillo: los
que no vieron el poste hace unos meses nos señalan ahora la
longaniza todos los días... Dejo el periódico; doy un sorbo al
martini. La felicidad se debe parecer a esto.
Pero
don Juan ve, aunque tenga cerrados los ojos. De pronto, incorporándose un poco y tomando voluptuosamente la copa del vermú, dice:
—¿Se
da usted cuenta? Hay muchos más viejos que niños.
—Sí,
don Juan: el drama de Occidente. Pero, ¿quién se atreve a tener
hijos estando las cosas como están?
—No
es eso, querido amigo. Peor están otros lugares del mundo y los
niños abundan. Podríamos pensar que allí los hijos son una
inversión que empieza a producir a los siete u ocho años, y las
hijas un seguro de vida para la enfermedad o la vejez; mientras que
aquí los hijos son un gasto enorme hasta los treinta o más años, y
de la enfermedad y la vejez ya se ocupan las instituciones.
—Ya caigo: ahí estará la causa.
—No
lo creo. Siendo eso cierto, me parece que la causa principal está en
otra parte.
—¿Dónde,
don Juan?
—Mírelo —señala con la mano alrededor—: ¿Quién empuja los cochecitos de los bebés? ¿Quién les da la
papilla? ¿Quién los ha bañado y vestido? ¿Quién los cuida cuando se ponen
malos? O, disparando ad
hominem,
¿quién le tendrá a usted la comida preparada cuando llegue a casa?
¿Quién le lava la ropa y se la plancha?
—Mi
mujer, claro; pero yo ayudo.
—Unas
veces ayuda y otras estorba —dice
con sorna—.
En Occidente las mujeres han alcanzado los mismos derechos que los hombres,
no les está vedado el acceso a ninguna carrera, a ninguna
responsabilidad, a ninguna diversión... Sin embargo, los que mandan continúan siendo varones. Las mujeres
llevan desde que nacen un pesado grillete en el tobillo que les
impide andar al mismo paso que nosotros.
La que llega donde el varón es una heroína.
—¿Qué
grillete, don Juan?
—Que
ellas paren, se ocupan de la casa, cuidan a los enfermos y
a los ancianos... y
nosotros, como mucho, ayudamos. Para
colmo, cobran menos en el trabajo, y las que tienen hijos pequeños,
menos todavía. ¿Le asombra que no haya niños?
—Visto
así...
—Así
hay que verlo. La condición de las mujeres en Occidente es mejor que
en cualquier otro lugar del mundo; y, desde luego, mucho mejor que
en cualquier otro momento de la historia conocida. Pero hasta llegar a la
igualdad falta un buen trecho: este. A
medida que vayamos caminando por él, nos iremos acercando a la
igualdad, y de paso, probablemente crezcan los nacimientos, que
falta nos hacen.
—O
sea, que en el terreno de las leyes ya hemos llegado: lo que
queda pertenece el terreno a las mentalidades, de las costumbres, de
la educación.
—No
he dicho tanto, pero básicamente es así. En el campo de la política
se debe fomentar la igualdad mediante las cuotas, mediante los
servicios sociales, mediante la protección efectiva de los derechos
—sobre
todo en ese asunto tan turbio de los malos tratos—,
mediante
estímulos abundantes... Y también, por supuesto, esforzarse en cambiar mentalidades, hábitos y rutinas que, como están arraigadísimos
desde hace siglos, no es cosa de un día.
—Claro
que no.
Le enseño el periódico. El País celebra el Día de la Mujer con un suplemento de moda. En la contraportada, Lancôme felicita el Women's Day con labios rojos y rosas rojas: la vida es bella con Lancôme. ¿Para qué queremos más?
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