Ayer, día espléndido para las gentes de ciudad, pésimo para
los que viven del campo, don Juan nos convidó a comer en Navaltizón: celebramos
que ha cumplido setenta y ocho años, y sigue lúcido y firme. Ojalá le dure.
Hablamos del tiempo —del mal tiempo: que no llueve, que no
ha empezado la simienza, que el guindo del patio tiene brotes nuevos y los
rosales rosas—, de la semana de poesía —a don Juan le gustó mucho Francisco
Caro, pero eso lo esperaba; le sorprendió Constantino Molina: ya ha comprado
sus libros—, y de Cataluña, esa tristeza.
Navaltizón está cerca de Tomelloso, mucho más cerca que de
Barcelona. Quizá por eso, en lo más alto de la querella catalana, un
amigo suelta inopinadamente:
—¡AVE por Tomelloso!
La sorpresa trae un silencio estupefacto: acaso el amigo se
haya pasado de copas. Don Juan viene en su ayuda:
—Lleva usted razón —el amigo sonríe agradecido—. Hace diez o
doce años, Tomelloso padeció una epidemia que se parecía mucho al nacionalismo.
Gracias a Dios, las epidemias remiten; sin embargo, el patógeno puede andar
agazapado por ahí en cualquier reservorio insospechado.
—Hable claro, por favor —implora alguien.
—Hubo un tiempo en que los tomelloseros —laboriosos,
emprendedores, inteligentes, sobrios— se veían mejores que los vecinos
—gandules, flojos, torpes, derrochadores—; maltratados y esquilmados por estos;
humillados por las autoridades regionales y nacionales; vendidos por los
políticos del pueblo —puelo, decían ellos—. Revestidos de santa ira, reaccionaron:
hubo manifestaciones a las que acudieron los niños de teta y los viejos
decrépitos; los balcones se llenaron de esteladas —«¡AVE por Tomelloso!»—; el alma popular
cristalizó en Plataforma cátara —ANC variopinta en donde confluían no
pocos intereses espurios y bastantes egos desmesurados—; en las escuelas se adoctrinó
a los niños; quien no sucumbió a la fiebre patriótica quedó tachado de traidor
o pusilánime; se practicaron escraches tumultuarios; oímos estruendo de
cacerolas aporreadas con brío; los partidos oscilaban entre el anhelo de
capitalizar el movimiento y el miedo a ser arrollados por él; de la prensa no
es preciso hablar… Tomelloso fue el ombligo del mundo; todo estaba permitido,
todo se podría conseguir sin más coste que el de formar bajo la sacrosanta
bandera del puelo; el futuro jubiloso, la tierra que mana leche y miel,
brillaban al alcance de la mano… Hasta se inventaron sus particulares països
catalans: «Tomelloso
y su comarca»,
proclamaban, tal vez al tuntún… Afortunadamente aquellos desatinos se han
olvidado.
—¿Es lo mismo Cataluña que Tomelloso? ¿No hay diferencias?
—Entre los tomelloseros y los catalanes tomados de uno en
uno, no: todos los seres humanos somos iguales, todos sufrimos enfermedades
contagiosas. Entre los ciudadanos de Cataluña y los de Tomelloso, es decir,
entre Cataluña y Tomelloso en tanto que sujetos políticos, sí: baste mencionar
el frustrado Estatuto de 2006. ¿Se acuerdan de cómo jugó el Partido Popular con
una cosa tan seria? ¿Se acuerdan de las recogidas de firmas —cinco mil en esta
provincia de ustedes—? ¿Se acuerdan de los manejos en el Tribunal
Constitucional?
—No eran firmas contra el Estatut, eran firmas contra
Zapatero, don Juan.
—En realidad pretendían matar dos pájaros de un tiro: a
Zapatero consiguieron derribarlo —aunque él colaborara, y no poco, con la
ceguera ante la crisis— y desprestigiarlo hasta la caricatura; por lo que
respecta a Cataluña, al menos desde 2006 y hasta ayer mismo, el Partido Popular
ha sembrado vientos y ahora entre todos recogemos tempestades: aquella actitud
les reportó beneficios electorales a corto plazo, pero hoy sabemos que Zapatero
entendía mucho mejor el curso de la Historia —con mayúscula, sí— que Rajoy.
—El Partido Popular es el garante de la unidad de España
—sentencia el conservador.
—¡Quién lo diría! —murmura alguien.
—Muchos lo piensan y lo dicen —corrige don Juan—, por
absurdo que sea. Nunca ha estado tan en riesgo la unidad de España: nadie culpa
de ello al Partido Popular.
—Porque la culpa es de Puigdemont.
Don Juan matiza:
—No solo por eso. El Partido Popular funciona de hecho como
Partido Nacionalista Español. Igual que todos los partidos nacionalistas, se
apropia de la patria y, según le convenga, la usa de escudo o de lanza. Los
demás partidos españoles, a saber por qué, reconocen implícitamente este derecho:
cuando el PP está en la oposición le toleran los más zafios e insolente
dislates —que le pregunten al pobre Zapatero—; cuando está en el poder, lo
arropan siempre en los asuntos de estado, amplia capa que todo lo tapa.
¿Imaginan ustedes como se comportarían los gerifaltes del PP de estar hoy en la
oposición?
Nos lo imaginamos perfectamente. Y casi nos da miedo, porque
nadie aprende.