domingo, 26 de agosto de 2018

Pregón

Aunque de natural ecuánime y sosegado, don Juan cede en ocasiones a arranques súbitos —prontos, los llama un amigo— que no dejan de producirme asombro. Pensaba yo que seguiría tranquilamente en Navaltizón entregado a la vida monástica, invisible hasta que en unos días comience la vendimia, cuando el jueves último me llama a media tarde para decirme que está en Almagro, que ha venido a oír el pregón de la feria, que si voy con él.
—Los pregones son un aburrimiento, don Juan: siempre la misma retahíla de anécdotas pretendidamente graciosas y el mismo cuento de lo felices que éramos cuando éramos niños felices.
—Con demasiada frecuencia, sí, los pregones se encargan a paisanos que han alcanzado alguna relevancia en cualquier ámbito de la vida sea en el ajedrez o en la navegación aérea—, pero cuyo trato con la literatura es lamentablemente escaso: grave imprudencia de quienes organizan estas cosas. Por suerte, hay excepciones.
—Pocas. Los pregoneros leídos tampoco se apartan de la vereda: ¿quiere que le resuma el de esta noche?, ¿el del año que viene?, ¿el de 2100, si para entonces queda alguien por aquí?
—No es preciso. La pieza literaria que llamamos pregón responde a una serie de convenciones que la hacen previsible: agradecimiento, inmerecido honor, alabanza de la reina y damas, evocación de san Bartolomé, unos granitos de historia, una pizca de tradiciones familiares, espolvoreo de nostalgia, invitación al jolgorio… Cierto: ¿y qué? Más rígido todavía es el esquema del soneto o el de las novelas policiales, y en unos y en otras hay piezas exquisitas y otras deleznables: depende de la pericia del autor. Estoy convencido de que el pregón de este año será exquisito.
—¿Cómo lo sabe?
—Conozco al pregonero.
—¿A Dioni Roldán? ¡Si no lo ha visto nunca!
—Dionisio Roldán es amigo del Facebook.
—¡Cuánta familiaridad!
—Suficiente. Por el Facebook sé que es hombre de buen humor, sociable, abierto, generoso, acogedor, sencillo, educado, instruido, nada ácido, amante de los placeres de la vida… Y en Facebook he visto sus progresos como poeta: empezó siendo un coplero más o menos ocurrente con notables carencias técnicas, y ha ido aficionándose, aprendiendo, leyendo… En un territorio donde tantos creen saberlo todo por ciencia infusa, Roldán es humilde: conoce sus limitaciones y está empeñado en reducirlas.
—Ha publicado un libro.
—Que me ha gustado. Al pregón acudo principalmente por él.
—¿Por el libro? ¿Debo leerlo?
—Léalo: no perderá el tiempo. El libro es un romancero de temas locales que van desde la historia remota a los ecos de sociedad recientes, pasando por algunos de los asuntos esenciales de la identidad almagreña, sea eso lo que fuere. Los romances son técnicamente correctos; el lenguaje es rico, vigoroso, agudo, con relámpagos de original invención y huellas bien seguidas —es decir, no de manera servil— de romancistas acreditados. Se le notan lecturas y aplicación; y se le ven cualidades naturales, una voz personal fácilmente distinguible y talento. Es mucho a estas alturas, pero confío en que llegue a ser más.
—¿No han pasado de moda los romances?
—¿Importa? La moda no es por sí sola un indicador fiable de calidad poética; además, el romance constituye el molde más fecundo y versátil de la poesía popular. Escogiendo el romance como cauce, Roldán se coloca muy conscientemente donde quiere estar y se plantea un reto valiente, porque escribir romances malos está al alcance de cualquiera; ahora, escribirlos buenos es harina de otro costal.
—Me ha convencido.
Fuimos al pregón. El Corral estaba abarrotado: nos costó trabajo encontrar sito. A mí el preámbulo me resultó vagamente arcaico; no dije nada porque don Juan no le quitaba ojo al escenario. Cuando subió el pregonero se hizo el silencio. Iba vestido estudiadamente casual: chaqueta y pantalón claros, camisa blanca sin corbata. Empezó algo nervioso; se asentó enseguida. El pregón fue brotando natural, emotivo, bien dicho, bien actuado, mezclando hábilmente la prosa con el verso, y dedicando guiños eficaces a cada uno de los tipos de público. Duró alrededor de media hora; o sea, lo justo. Al acabar hubo aplausos entusiastas y largos: un éxito.
Nos salimos pronto, buscamos un bar tranquilo donde tomarnos unos chatos.
—¿Qué le ha parecido?
—Muy bien, don Juan: me alegro de haberle acompañado.
—Habrá visto que incluso de una cosa tan convencional como el pregón de la feria se puede hacer una obra de arte; habrá visto también que no le mentía sobre las cualidades de Roldán, a las que desde este momento añadiré otra antes desconocida para mí: tiene espléndidas dotes de actor y una claque numerosa y entregada.
—Y se atreve con los sonetos, don Juan.
—Avanza rápido, ya le digo.

(Dionisio Roldán Fernández. Almagro en mí. Detorres Editores. Córdoba. 2018. Diez euros)

domingo, 19 de agosto de 2018

París y Praga

Vive don Juan encerrado en Navaltizón estos días de mediados de agosto en que muchos retozan practicando el turismo activo, una moda, y otros gastan las horas tumbados panza arriba en las playas, moda igualmente, más antigua y duradera. Aunque ni lo uno ni lo otro le entusiasma en exceso, no será él quien critique los esparcimientos del prójimo: allá cada cual con sus caprichos. Don Juan los tiene, y recios: en Navaltizón pasa la mayor parte del tiempo solo, sin hablar con nadie, entretenido con las caminatas por el campo al amanecer y las lecturas el resto del día.
Lo llamé esta mañana para preguntarle por la salud. Me dice que la salud bien, gracias a Dios, y que la vida, gracias a Dios también, sin mayores sobresaltos.
—Mucho mienta usted a Dios, don Juan. ¿Se va a convertir?
—Ni Dios lo quiera. Es una manera de hablar aprendida en la infancia que no hace mal a nadie.
—Pues los progresistas no opinan lo mismo.
—Ellos sabrán. Mientras no manden y lo prohíban —que lo prohibirían— hablaré como me plazca.
—Dicen que es retrógrado expresarse así; que perpetuará estereotipos, supersticiones, incluso formas de opresión tradicionales más o menos violentas.
—Exageran. Una lengua, por supuesto, revela la cultura del conjunto de los hablantes e impregna de ella a los que empiezan a hablarla; la cultura cambia con el tiempo y cambia la lengua; en el proceso de cambio van quedando orilladas palabras o expresiones cuyo significado se deslíe: sobreviven como muletillas o frases hechas que quizá para los estudiosos signifiquen algo, pero que para el hablante no son sino rutinas. Darles más valor tiene poco sentido y tratar de erradicarlas es un esfuerzo innecesario —que acaso distraiga de otros más importantes—, puesto que acabarán desapareciendo solas. Estas que yo uso, a no tardar: en cuanto nos muramos los viejos.
—Se podrán acelerar los procesos...
—Naturalmente. Un procedimiento eficacísimo y veloz de acelerarlos es eliminar a quienes se empeñan en hablar como antes. Se ha hecho a menudo; sorprendentemente, a veces falla.
—¿Cómo que falla? Muerto el perro se acabará la rabia.
—No siempre. Fíjese en la Unión Soviética, por ejemplo: setenta años de ateísmo oficial, concienzudo y feroz, y mire dónde han venido a parar: a que Putin acuda a las procesiones como acudía Franco y a que la iglesia haya vuelto a ser poderosísima. De haber sido menos fanáticos, tal vez Rusia estaría mejor, y el presidente no se solazaría en bodorrios ultraderechistas.
—¿Se habrían orientado hacia Occidente?
—En Occidente hay de todo; no conviene simplificar ni olvidar que algunos se orientan hoy hacia Oriente. Ahora bien, piense en dos acontecimiento que sucedieron hace cincuenta años: el Mayo francés —y sus alrededores— y la Primavera de Praga. El primero, un magma inconsistente, nacido de manera más o menos espontánea. Los protagonistas, universitarios y otras gentes perfectamente instaladas en la sociedad. Las aspiraciones, vagas, expresadas retórica y muy empalagosamente. Cuando De Gaulle se hartó de monsergas, volvieron las aguas a su cauce y los estudiantes a las aulas como corderillos. Parecía que no hubiera ocurrido nada. Pero ocurrió: los grandes cambios sociales que hemos vivido los que estamos a punto de morir —y que parecen irreversibles— vienen de allí.
—De acuerdo. Sin embargo, la Primavera de Praga no fracasó: la agostaron los tanques del Pacto de Varsovia.
—Por estas fechas fue. Me acuerdo perfectamente. Y claro que fracasó: dos fracasos tremendos que provocaron enormes e inútiles sufrimientos.
—¿Qué dos fracasos?
—Por un lado, Dubcek y compañía, unos ilusos que pretendieron lo imposible: democratizar el comunismo y, de paso, olvidar la geopolítica. Aunque ni ocho meses les duró el sueño, podemos perdonárselo, porque el idealismo enternece. Enfrente, la hirsuta rigidez del hosco Brezhnev y sus monaguillos del Pacto de Varsovia: aplastaron las ansias de libertad checoslovacas como se aplasta un mosquito que nos incomoda: en unos días volvieron las aguas a su cauce y los checoslovacos a la jaula. Parecía que no hubiera ocurrido nada. Y nada ocurrió, efectivamente.
—Hombre, sí ocurrió: el comunismo desapareció veinte años después.
—La Primavera de Praga estaba olvidada para entonces: el comunismo colapsó por sus propias contradicciones internas. No hay en la historia humana fracaso mayor ni que haya hecho penar a más gente. Y las democracias de Chequia y Eslovaquia en poco se parecen a la que se imaginó en el 68.
—¿Qué quiere decir?
—Que la coacción a la larga no vale para nada, y que, en política, los ilusos tampoco.
Me gustaría hacerle alguna objeción; se queda para cuando nos veamos.

domingo, 12 de agosto de 2018

AIFF

—¿Acudió usted a la inauguración del Eiaidabelef? —al conservador le dura un ratillo entre los labios la sonrisa maliciosa.
Don Juan contesta sin inmutarse:
—Por supuesto.
—¿Qué trabalenguas es ese? —me pregunta el despistado por lo bajo.
—No lo sé —respondo mirando a don Juan.
Don Juan es misericordioso:
—El AIFF: Almagro International Film Festival. Nuestro amigo, políglota, ha deletreado las siglas en inglés.
—Ah.
El conservador se hace el sueco:
—¿También lo invitan a estas novedades?
—No. Pero fue en la plaza, estaba en la terraza del Marqués bebiendo vino: no me perdí detalle.
—¿Le gustó la inauguración?
—Bastante.
—¿El nombre también le gusta?
—Probablemente el nombre incluirá una parte de esnobismo; y otra, más grande, de necesidad.
—¿Qué quiere decir?
—No es menester profundizar: siempre que gentes de lenguas distintas han estado en contacto, una de ellas —u otra inventada o elegida exprofeso— se ha convertido en lengua franca. Piense en el papel del acadio en tiempos de Ramsés II, del arameo cuando Darío, del griego, del latín hasta ayer mismo, del francés, del suajili en África Oriental… Ahora la lengua de la ciencia, del arte, de los deportes, de la diplomacia, de la comunicación universal es el inglés; en el equipo del Festival hay gentes de varios países de Europa, aspiran a que sea verdaderamente internacional, luego…
—Pues a ciertos almagreños no les hace gracia.
—A ciertos almagreños que, como usted, practican running, conducen un SUV, respetan el STOP, braman en la Champons, se echan aftershave, viven pegados al smarphone, beben gintónic… Acaso haya una pizca de chovinismo —no me lo tome a mal— xenófobo en muchos de los que se soliviantan por tales minucias.
El conservador recula.
—Cuéntenos la inauguración —digo para salir del paso.
—Escasamente original en la forma y con mínimos defectos, pero muy interesante.
—Vamos a los defectos.
—Empezó casi media hora después de lo anunciado; duró más de dos; la megafonía titubeaba, de modo que las proyecciones se oían bien, los discursos no… y hubo desfile de modelos.
—¿Desfile de modelos? ¿Eso es malo?
—Cuando las modelos desfilan para lucir modelos, no; cuando desfilan para lucir palmito exclusivamente, sí: a ratos tenía la sensación de asistir a un mercado de esclavos o a una feria de ganado. Y no es que a mí, viejo y todo, me disguste ver chicas guapas: es que no venía a cuento. Además, se hizo eterno.
—¿Por qué cree que lo incluyeron?
—Ellos sabrán. Quizá por la cosa del glamur.
—¿Qué más hubo?
—Discursos: una proliferación de discursos.
—¿De quiénes?
—Del acalde; del vicepresidente de la Diputación; de la delegada de la Junta; de una directora general de no sé qué; de Marco Montana, padre de la criatura; de Heinz Hermanns, director del Interfilm Berlín y pieza básica del AIFF; de cada uno de los responsables de los cortos…
—¿Buenos?
—Los cortos, muy buenos: agudos, irónicos, sensibles, modernos, bien rodados, bien interpretados.
—¿Los discursos?
—No los oí: la penosa megafonía y los vecinos de mesa, que hablaban de Curtois, me lo impidieron.
—También la sordera, don Juan.
—Quizá. Sin embargo, quien piense actos así para la plaza debería considerar que es muy grande y que hay gente a la que les interesarán y otra que no pondrá la más mínima atención; por lo tanto, adecuar la megafonía es esencial. En la clausura del Festival de Teatro pasó lo mismo: la mayoría de la concurrencia se quedó en ayunas.
—¿El público?
—Lo hubo, y aplaudió con ganas.
—¿Tiene futuro el AIFF?
—Confío en que sí: saben que me emocionan las iniciativas culturales privadas, sobre todo las ambiciosas. Aquí hay un grupo de gente muy joven que ha puesto entusiasmo, conocimientos y dinero; las instituciones y numerosas empresas privadas han colaborado; las fechas son buenas; en Almagro el cine ha carecido de relevancia mucho tiempo; la selección de obras es amplia y de calidad; las actividades alrededor, variadas e interesantes; se les da cabida a los niños; la gente está respondiendo… Creo que el Almagro Internéisional Film Féstival —lo dice con retintín, los ojos en el conservador— merece consolidarse. Ojalá. Ahora bien, tendrán que acomodar detalles.
—Tiempo habrá. ¿Qué más?
—Los planetas. Con las luces apagadas el cielo sin luna de la plaza estaba hermosísimo. Durante la función vimos salir a Marte por encima del callejón del Toril, a Saturno sobre el Corral de Comedias, y Júpiter se puso tras la pantalla mientras los protagonistas del corto de Bonelli —excelente— se debatían entre besarse o no besarse. ¿Presagio?



domingo, 5 de agosto de 2018

'El cuaderno iluminado'

Primer sábado de agosto, conque don Juan nos invita a comer en Navaltizón. La casa en penumbra es un búnker donde resistimos hasta el atardecer las iras del infierno. Comemos, bebemos, hablamos, tomamos café y copas en la biblioteca… En la mesa de trabajo, junto al ordenador, me tienta un libro de Almud.
—Extraordinario. Y el adjetivo sirve de descripción y elogio —dice don Juan antes de que alargue la mano.
—Cuente.
—Saben ustedes que, en general, la poesía de por aquí es más bien alicorta. Este libro, en cambio, es audaz, vuela alto: supone, pues, un acontecimiento casi milagroso y, desde luego, inesperado. Pero también es un libro de notable calidad que merecería saltar las bardas del corral de su provincia.
—¿Por qué?
—Porque es culto y exquisito.
—¿Elitista?
—Naturalmente: dirigido a la inmensa minoría de lectores que esperan de la poesía algo más que prosa anodina dispuesta en renglones cortos. Y en unos tiempos en que los poemarios apenas se distinguen de los libros de autoayuda y en que la poesastra por excelencia presume de tristeza —una tristeza light, de mentirijillas, para qué engañarnos— dar con un libro tan logrado y jubiloso regocija el alma y la llena de optimismo: hay esperanza.
—¿A qué se refiere?
—A la poesía. Desde hace demasiado tiempo, la poesía española es mayoritariamente —quienes se salen de la corriente mayoritaria son anomalías heroicas— rastrera, pobre y satisfecha de sí misma; de los parapoetas jóvenes para qué hablar; urge una renovación que, obviamente, ha de venir sobre todo por el lado de la lengua: la poesía es, antes que nada, un lenguaje desacostumbrado, de estreno, que se distingue del lenguaje cotidiano en el léxico, en la sintaxis y en los procedimientos expresivos, y se inscribe en una tradición que ya ha dado frutos magníficos —por lo que toca a nuestro libro, Góngora, García Baena o Martínez Mesanza, entre otros—. Cualquier poeta digno del nombre —aparte de los talentos que Dios le haya dado y del afán que haya puesto en cultivarlos— debe saber que manejará materiales delicados y peligrosos: las palabras; ha de tratarlas con respeto, seriedad y conciencia del riesgo.
—Pero, si se pone el acento solo en el lenguaje, acaso caigamos en una poesía sonajero, ampulosa, hueca y ajena a los intereses y necesidades de las personas comunes.
—No sé qué entenderá usted por intereses y necesidades de las personas comunes, aunque supongo que estará hablando de lo que inquieta y colma a todos los seres humanos, comunes o no: el amor, el paso del tiempo, la felicidad o la desgracia, el asombro y el desasosiego ante el espectáculo del mundo, el afán de belleza, la comprensión de uno mismo, la muerte…. Si es así, y olvidando por ahora que el poeta hace al lector, es evidente que cabe acercarse a tales intereses y necesidades con veneración y cautela o al tuntún y chabacanamente; es decir, si el poeta es consciente de su oficio, usará un lenguaje a la altura; si no, se expresará como quien compra boquerones.
—Carretero pertenecerá al primer grupo…
—Naturalmente. Carretero ofrece en El cuaderno iluminado —al que le faltan las iluminaciones, tal vez porque fuera costoso publicarlas, pero nos las va dando semanalmente en Facebook— veintisiete hermosísimos sonetos formados casi siempre por endecasílabos blancos. Los sonetos describen paisajes, mitos, objetos artísticos, faenas, poetas y poemas, recuerdos; cada uno viene situado en el tiempo —estación del año y momento del día— y, a menudo, en el espacio, sea de manera precisa —Zanzíbar, Bordighera, Pontevedra, Heraclión— o por algún elemento que muy frecuentemente tiene que ver con el agua. Usa un léxico rico y lujoso —pero no insólito—, una sintaxis ortodoxa, y recursos expresivos diversos, entre los que descuellan las aliteraciones: brillantísimas. Todo el libro exhala refinamiento, nunca pedantería.
—Dice usted que describe mitos: ¿no los narra?
—No; y es uno de los grandes aciertos. Los mitos se evocan, no se cuentan, mediante ciertos detalles del paisaje: el conocimiento del amor entre Dafnis y Cloe por la exuberancia feliz del verano, la muerte de Tiresias por la luna que fosforece en la fuente, el rapto de Hilas por los extraños círculos del agua, la sangre de Acis convertida en río por la luz roja del crepúsculo… Este de Acis es, por cierto, el único poema con rima: asonante en los pares; quizá otro día nos aventuremos a explicar por qué.
—O sea, que le ha gustado el libro.
—Me ha entusiasmado: le debo muchos ratos felices. Y algo tiene que ver en ello la labor de González-Calero: es tipográficamente impecable.
—¿Valdría para Almagro Íntimo?
—No es cosa nuestra. Pregúnteselo a los organizadores.

Fernando José Carretero. El cuaderno iluminado (En la galería de las rosas). Almud, ediciones de Castilla-La Mancha. Toledo. 2018. Doce euros.