domingo, 25 de febrero de 2018

Libertad de expresión

—La convivencia es conflictiva —sentencia don Juan.
—Hombre, algunas convivencias son placenteras.
—Incluso las habitualmente placenteras, las que se fundan en el amor o la amistad, soportan episodios conflictivos. En las que no hay afecto, claro, las posibilidades de conflicto crecen: se choca por el alimento, la pareja, el poder, el dinero… hasta los gustos diferentes o el mismo roce físico, inevitable cuando se comparte un espacio acotado, son potencialmente conflictivos.
—Hoy —matiza uno que anda cerca de la administración de justicia— los conflictos se han atenuado bastante, las formas de resolverlos se han sofisticado: de la violencia cruda hemos pasado a la violencia atemperada que solo usan las instituciones en casos extremos; y hay profesionales —los mediadores— especializados en la resolución pacífica de conflictos.
—Luego los conflictos existen. Aunque ahora pretendamos resolverlos civilizadamente…
—O no —interrumpe alguien—. Mire lo que propone Trump para evitar tiroteos en los colegios: armar a los maestros, proporcionarles entrenamiento militar; o sea, tiros para acabar con los tiros. No sé si eso se puede llamar civilizado.
—Es un caso extremo.
—También un síntoma del general retroceso a la barbarie que nos arrastra en los últimos años —interviene el pesimista.
—En las sociedades primitivas los conflictos —inevitables— se prevenían y resolvían de manera contundente de acuerdo con pautas ideológica o religiosamente justificadas que beneficiaban siempre a los poderosos, fueran quienes fueran: nobles frente a plebeyos, plebeyos frente a esclavos, ricos frente a pobres, hombres frente a mujeres, padres frente a hijos, nosotros frente a ellos
—¿Qué quiere decir usted con sociedades primitivas?
—Pego una etiqueta sin afán científico ninguno; me refiero a aquellas sociedades donde el poder emana de algo superior, previo y ajeno a los seres humanos de carne y hueso: Dios, la Tradición, el Pueblo, el Partido, por ejemplo.
—¿Hay otras sociedades?
—Al menos hay gente que aspira a que las haya. Además, en los últimos dos siglos y medio, no pocos países han avanzado decididamente hacia ellas por buen camino.
—¿Cuál es el buen camino?
—El buen camino es la democracia liberal; y, si me apuran ustedes un poco, la democracia liberal en su versión socialdemócrata.
—No todos opinaríamos lo mismo.
—No sería yo quien les obligara. Ahora bien, en ningún otro sistema político realmente existente se han alcanzado cotas tan altas de libertad individual, reconocimiento de derechos, igualdad política y económica, protección social… Los intentos de lograr algo parecido fuera de la democracia liberal, aunque estuvieran cargados de buenas intenciones, han terminado en dolorosos fracasos.
—De modo que la democracia liberal es un sistema perfecto…
—En absoluto. La democracia liberal —creación humana, no de los dioses esos que hace un rato nombrábamos con mayúscula— es un mecanismo complejo y perfectible cuyo funcionamiento, precario, se halla constantemente amenazado por enemigos externos, impericia de los maquinistas y ciertas peculiaridades del diseño que lo hacen especialmente delicado y vulnerable.
—Nombre algunas.
—Como un niño que aprende a montar en bicicleta, la democracia liberal, si quiere mantenerse, está condenada a avanzar.
—¿Avanzar hacia dónde?
—Hacia más libertades, más derechos, más igualdad, más protección social… Y, como todo mecanismo, tiene piezas principales y secundarias. Principales son, por ejemplo, los derechos y libertades, que deben ampliarse y carecer de otros límites que no sean los derechos y libertades del prójimo.
—Concrete: pónganos ejemplos.
—Uno tan solo: la libertad de expresión. Cualquier demócrata sabe que el pensamiento no delinque y que la libertad de expresión —incluso para perpetrar estupideces o barbaridades— es sagrada.
—¿Y si me ofende lo que alguien dice, canta, escribe, pinta, representa, filma, instala o esculpe?
—Se aguanta usted. Si es demócrata, aceptará que la sociedad es diversa y conflictiva, y que las únicas cosas inviolables son la dignidad y los derechos de los demás: no se puede atacar la dignidad de nadie —su propia condición humana, lo que trae de nación— ni coartar sus derechos —lo que él quiera hacer con su vida sin que nos salpique—, pero podemos criticar y burlarnos de la religión que practica, las ropas que viste, los libros que escribe, el partido al que vota o la casa en que habita: que nos pague con la misma moneda.
—Sería conveniente guardar las formas, la buena educación.
—Naturalmente: nosotros procuramos no ofender sin necesidad. Pero los seres humanos andamos todavía humanizándonos. En cuanto ya estemos plenamente humanizados, los almagreños irán por la plaza con Joyce en el bolsillo y discutirán en los chatos las implicaciones metafísicas de la teoría de las cuerdas. Mientras, al que diga —cante, escriba, pinte, instale, etcétera— bobadas lo llamaremos bobo. O, mejor, no le haremos caso.
Escribiendo esto caigo en la cuenta: qué lista es Helga de Alvear; a ella sí le están haciendo caso: ¡por eso se la veía tan reidora!

domingo, 18 de febrero de 2018

Smel Serendipia

¿Qué acertijo es ese, don Juan?
—Mi nieto pronunció el abracadabra; he buscado; he encontrado: sé lo que es, no sé lo que será.
Esquivamos los enigmas de don Juan. Mientras el carnaval agoniza, en la semana de San Valentín, nosotros —pobres viejos— hablamos del amor.
—¿También es un trabalenguas el amor?
—Distingamos entre el amor y la expresión literaria del amor. El amor es un sentimiento común: habrá pocas personas sobre la faz de la tierra que no lo hayan experimentado. Y el sexo, no digamos: si estamos aquí es porque los antepasados, durante varios millones de años, han fornicado con tenacidad encomiable. Ni el amor ni el sexo son, pues, cosas extraordinarias que les sucedan a unos pocos elegidos.
—Don Juan, que no somos niños: eso lo sabíamos.
—Ustedes sí. Sin embargo, hay innumerables adolescentes y posadolescentes que, como están recién llegados, tienen un sentido inaugural del mundo: con enternecedora ingenuidad, creen ser los primeros en gozar y sufrir los arrebatos y exaltaciones del amor.
—El amor ofusca: podemos perdonárselo.
—Se lo perdonaríamos de buena gana si se limitaran a creérselo: si no cayeran en la tentación de contárnoslo a voces y a todas horas.
—¿A voces?
—A voces, a Facebook, a vídeos, a fotos, a libros, a pintadas…
Ex abundantia cordis os eius loquitur —intervienen el católico.
—Pero que hable bien.
Alguien lleva un buen rato despistado. Pregunta otra vez:
—¿Qué acertijo es este, don Juan?
—Acertijo no; evangelio de Pero Grullo: expresar una cosa común  de manera trivial y pensar que se están levantando arcos de iglesia es ridículo.
—¿A quién señala usted?
—Entre otros, a los que alguna vez hemos llamado poetas sedicentes, cuya cosecha abunda. La gran estafa de los parapoetas posadolescentes —hay posadolescentes peinando canas, cobrando pensiones de jubilación— consiste en proclamar que cualquier sentimiento o experiencia, aun los más banales, son poéticos, y que, en consecuencia, basta escribir de ellos unos renglones a la pata la llana para que nos salgan bonitos poemas.
—¿No es así?
—No hay sentimientos ni experiencias poéticos salvo que se viertan en poema: o sea, las únicas cosas poéticas son los poemas. Y los poemas —lo hemos comprobado numerosas veces— son artefactos que requieren conocimientos técnicos adquiridos mediante aprendizaje. Nadie se pone a fabricar —mucho menos, a vender— sillas sin haber aprendido antes a fabricarlas.
—¿Continúa usted predicando el evangelio de Pero Grullo?
—En estos tiempos marwanescos y sastrianos parece imprescindible: su sombra llega demasiado lejos. A Almagro, por ejemplo.
—Enséñenosla.
—Hace unas semanas, el nieto, que fue compañero en el instituto, me habló de Smel Serendipia, del blog que lleva, de la cuenta de Instagram, de los vídeos en Youtube, del libro…
—¿Quién es Smel Serendipia?
—Elena Romero López, una joven almagreña que trabaja en Zádar.
—¡Zádar! ¡De ahí es Luka Modrić! —prorrumpe incontenible el hincha.
Mientras los demás lo miramos con algo de reproche, don Juan asiente; le sonríe; prosigue:
—Romero ha publicado en Amazon un poemario, que he comprado y leído atentamente: Una de cal y otra de ti.
—¿Le ha gustado?
—No es un buen libro, pero resulta interesante.
—¿Por qué no es un buen libro?
—Porque peca de todos los pecados que hemos venido enumerando: cuando Romero haya madurado renegará de él, lo considerará un fruto desabrido de la juventud, un huevo en álgara.
—¿Por qué resulta interesante?
—En primer lugar, porque denota afición: Romero está empeñada en escribir; ha concluido un libro que, si bien de expresión tosca, no está mal estructurado y manifiesta coherencia. Luego, se ha preocupado de editarlo, carrera de obstáculos que requiere tesón, conocimientos y cierto tipo de habilidades: le ha salido un producto bastante digno, con muy pocos errores ortotipográficos, sin apenas erratas.
—¿Algo más?
—El mero hecho de que haya querido ver su esfuerzo convertido libro de verdad, de papel, también es por sí solo revelador: significa amor a los libros, trato frecuente con ellos, predilección frente a otras formas de expresión que parecen el colmo de la novedad. Por último, Romero se explica bien, tiene notable soltura cuando habla y cuando escribe en prosa, es decir, ha leído y lee: no anda por mal camino.
—Vemos, efectivamente, que ha buscado usted y ha encontrado. Díganos: ¿qué es Smel Serendipia?, ¿qué será?
—Es una aprendiz de poeta que juega en el parvulario todavía. Será poeta si se empeña en desarrollar las cualidades que posee y no sigue a falsos profetas que inducen a error, si fieri potest, etiam electi. De ella depende.

Elena Romero López. Una de cal y otra de ti. Poemario de luces y sombras. Amazon. Great Britain. 2018. 12,84 euros.

domingo, 11 de febrero de 2018

'Arte en Castilla-La Mancha'

El martes pasado don Juan estuvo en la presentación de Arte en Castilla-La Mancha, otro estupendo libro que publica Almud —a ver cuándo se les da el reconocimiento que merecen—, en la Biblioteca de Ciudad Real.
—Llegué tarde —informa—; me tuve que salir temprano, porque mi hija esperaba impaciente en la puerta; de modo que no saludé ni al editor ni a los dos o tres almagreños que andaban por allí; pero el acto estuvo bien: había bastante gente, los autores fueron breves, precisos, amenos; y vi algunas cajas vacías: seña de que los libros se vendieron aceptablemente.
—¿Los libros?
—La obra ocupa dos volúmenes de unas trescientas páginas cada uno.
—¿Es una historia del arte?
—Sí; en el sentido convencional del término. Quiero decir que trata casi exclusivamente de arquitectura, pintura y escultura, y que va derecha desde la Prehistoria a la actualidad.
—¿Ya la ha leído usted?
—A mi manera. Algunos trozos —no he podido evitarlo—, en diagonal. Me he saltado dos capítulos: el de los parques arqueológicos, cuya pertinencia quiero mirar despacio; y el del Greco, porque tengo leído un par de libros de Cortés Arrese sobre él.
—¿Nos la recomienda?
No sé si responde con retranca:
—Va dirigida al conglomerado que suele llamarse público culto no especialista. De ahí que no se pare a explicar los contextos históricos, y que dé por sabidos las periodizaciones y movimientos artísticos, y los conceptos principales de la materia. También debe dar por hecho que el lector no se chupa el dedo en cuanto a las funciones que el Arte ha cumplido en la sociedad a lo largo del tiempo. Si se tiene eso en cuenta, la obra es sumamente útil como vademécum, y muy agradable de leer; además, no abusa de tecnicismos ni otros latines que solo interesan a los del gremio —ahora bien: no faltan los comitentes ni la edilicia, palabros-guía que delatan a un historiador del arte así se halle a tres leguas o disfrazado de picador—. Lo único que echo de menos es un índice o índices de lugares, autores y obras; en cambio, la bibliografía y las notas podrían ser menos.
—¿Solo esas pegas?
—Pocas más: el solapamiento, acaso inevitable, de capítulos contiguos —con la consecuencia indeseada de llamar al mismo sitio con nombres diferentes: aquí, por ejemplo, monasterio de Santo Domingo (I, 241) y monasterio del Rosario (II, 35) a la que hoy se conoce como Antigua Universidad—; la contumacia en acentuar Luís y Ruíz; o tachar de hilarantes, sin explicar por qué, a las iglesias medievales del Alto Henares, especialmente a la iglesita de Cubillas del Pinar (I, 131): no pillo el chiste
—¿Sale Almagro?
—Naturalmente. Y creo que bien, aunque no siempre entiendo lo que quieren decir: por ejemplo, cuando en el apartado de la Prehistoria nombran las morras de Almagro y de Despeñaperros (I, 21), o cuando afirman que un escudo de grandes dimensiones domina la portada de Valdeparaíso (II, 145), o que Almagro cuenta con el corral de comedias mejor conservado (II, 185) de toda la región.
—Tampoco hay que ponerse quisquillosos.
—Lleva usted razón. Sobre todo porque atinan en lo demás: sitúan a Madre de Dios entre las principales Hallenkirchen de nuestra tierra (I, 224); constatan el influjo de San Juan de los Reyes en la iglesia de la Asunción (I,224); elogian mucho la imagen de la Virgen del Rosario que perteneció al monasterio de Santo Domingo (I, 241) y todo el retablo de la iglesia (II, 35); se detienen en los palacios y casas solariegas (II, 17 y 96); alaban como merecen el convento de las calatravas, particularmente el claustro (II, 17 y 18), la iglesia de los jesuitas (II, 82), el santuario de las Nieves (II, 94); aciertan al situar la plaza como referente de las de Tembleque o San Carlos del Valle (II, 95 y 96); en el siglo XIX mencionan el ayuntamiento (II, 178), el teatro (II, 185), la plaza de los toros (II, 187)… y tal vez alguno se sorprenda al ver que en el último capítulo —excelente: hablaremos de él otro día dedican mucho espacio y muy elogioso a la galería Fúcares y a Norberto Dotor.
—¿Le sorprende a usted?
—A mí no. Probablemente la iglesia de San Agustín —que olvidan— sea más valiosa que la galería Fúcares; pero, sin duda ninguna, la relevancia de la galería Fúcares dentro del panorama del arte contemporáneo es mayor que la de San Agustín en su tiempo.
Y ahí nos deja: dice que se va a ver el carnaval.

Miguel Cortés Arrese (coordinador). Arte en Castilla-La Mancha (dos volúmenes). Almud Ediciones de Castilla-La Mancha. Toledo. 2018. Veinticinco euros.


domingo, 4 de febrero de 2018

Un poema de 'El oficio del hombre que respira'

Antes de quitarse el abrigo don Juan deja un libro en la mesa. El gesto significa dos cosas: que hablaremos de él, que deberíamos leerlo. Mientras sirven los cafés y las copas, le echo un vistazo: el último libro de Francisco Caro; premio Antonio González de Lama 2017, dice la faja; en la cubierta, la foto anochecida o crepuscular de un patio umbrío, patio en agosto, o sea, hortus conclusus, acaso también locus amœnus del poeta. A Francisco Caro lo conocemos. A González de Lama no tanto. Don Juan explica:
—Fue un cura leonés; fundó —con Eugenio de Nora, Victoriano Crémer y algunos más— la revista Espadaña, que durante unos cuantos años de la posguerra se erigió en altavoz de cierta poesía social, desarraigada, disidente y opuesta a los melifluos trinos del garcilasismo oficial. El premio lo concede el ayuntamiento de León.
—¿Qué nos dice del libro?
—Los escritores que nos gustan son amigos a los que vemos de tarde en tarde, con ocasión de cada nuevo libro. Del encuentro esperamos, por un lado, confirmar las cualidades en que se cimienta nuestra predilección hacia ellos; por otro, verlas actualizadas y mejoradas en las novedades que nos traigan. En este libro hallamos la poesía del Francisco Caro que conocíamos —asuntos, tono, estilo, y aun estilemas—, plenamente maduro y firme en el manejo de un lenguaje característico e inconfundible, pero la hallamos materializada en poco más de treinta poemas exquisitos que no conocíamos: un placer.
—¿De qué trata?
—De asuntos esenciales para un poeta: la vida y la escritura. La vida como viaje perecedero e irreversible del que no se sale indemne; velocísima unas veces, remansada otras; feliz y dolorosa; refugio e intemperie; ocasión del amor y siempre amada. La escritura como elemento esencial de la vida, vida ella misma; es decir, mucho más que fe de vida. El libro es así elegiaco y celebratorio a la vez, epicúreo y senequista: me ha recordado a ratos a César Simón, aunque menos áspero, sobre todo en el tratamiento del paisaje.
—No está mal.
—Está muy bien. Pero no quería yo hablarles del libro, que eso ya lo han hecho personas más capacitadas, sino de un solo poema del libro: Barroco de lo escrito se titula.
—¿Tiene algo de particular?
—Enseña muy bien la maestría del autor: nos da dos poemas en uno.
—¿Cómo es eso?
—Se trata de un soneto excelente perfecto, de no ser por un mínimo caliche en la rima de los tercetos que aparece vestido, ¡no disfrazado!, de poema en verso libre. Aunque ambos poemas sean literalmente idénticos y su significado inmediato coincida, son dos poemas distintos que suscitan emociones distintas: el que ven los ojos del lector en las páginas veintiocho y veintinueve de libro; y el que va naciendo en su memoria —todo poema encuentra sentido y valor gracias al recuerdo de otros, al diálogo con otros en la memoria del lector— a medida que las palabras del poema se encajan en la estructura mental llamada soneto que cualquier amante de la poesía tiene largamente interiorizada.
—Qué complicación.
—Nadie sabe muy bien qué es la poesía, pero todo el mundo sabe que la poesía brota exclusivamente del poema; también se sabe que el poema es un artefacto literario nacido del talento, el arte y la técnica del poeta: por eso podemos distinguir sin demasiada dificultad entre poemas buenos y malos. Aquí hay complicación, por supuesto; o sea, artificio a favor de la poesía: la operación mental por la cual el poema leído en verso libre se trasiega al delicado e inmisericorde recipiente del soneto multiplica en el lector el gozo de la poesía.
—¿Cómo lo hace?
—El soneto es lecho de Procusto, molde rígido; el poema en verso libre concede libertades. Partiendo del soneto —y contando con que el lector lo rehaga mientras lee—, el verso libre permite jugar con esticomitias y encabalgamientos, aislar o enlazar conceptos, resaltar o velar, pero no al tuntún: por eso el poema que leemos conserva cuatro estrofas, apenas se permite versos con un número par de sílabas, maneja sabiamente los signos de puntuación…
Don Juan, ante las caras de algunos, abrevia:
—¿Han leído ustedes Molino en Checa? Pues, para entendernos, el agua es la poesía: puede igualmente habitar libre en el riachuelo o domesticada en el caz.
—¿El artificio este es un invento de Caro?
—El molino hidráulico y el soneto son inventos antiguos —dice don Juan irónico—. El procedimiento se había usado antes, sí: el propio Caro, aunque con décimas, en Locus poetarum, por ejemplo. Pero yo no había visto nunca tanta destreza ni tanta precisión. Caro es un poeta bien grande.
Si don Juan lo dice, no hay que dudarlo.


(Francisco Caro. El oficio del hombre que respira. Eolas Ediciones. León. 2017. Diez euros)