—Hombre, algunas convivencias son placenteras.
—Incluso las habitualmente placenteras, las que se fundan en
el amor o la amistad, soportan episodios conflictivos. En las que no hay
afecto, claro, las posibilidades de conflicto crecen: se choca por el alimento,
la pareja, el poder, el dinero… hasta los gustos diferentes o el mismo roce
físico, inevitable cuando se comparte un espacio acotado, son potencialmente
conflictivos.
—Hoy —matiza uno que anda cerca de la administración de
justicia— los conflictos se han atenuado bastante, las formas de resolverlos se
han sofisticado: de la violencia cruda hemos pasado a la violencia atemperada
que solo usan las instituciones en casos extremos; y hay profesionales —los mediadores—
especializados en la resolución pacífica de conflictos.
—Luego los conflictos existen. Aunque ahora pretendamos
resolverlos civilizadamente…
—O no —interrumpe alguien—. Mire lo que propone Trump para
evitar tiroteos en los colegios: armar a los maestros, proporcionarles
entrenamiento militar; o sea, tiros para acabar con los tiros. No sé si eso se
puede llamar civilizado.
—Es un caso extremo.
—También un síntoma del general retroceso a la barbarie que
nos arrastra en los últimos años —interviene el pesimista.
—En las sociedades primitivas los conflictos —inevitables—
se prevenían y resolvían de manera contundente de acuerdo con pautas ideológica
o religiosamente justificadas que beneficiaban siempre a los poderosos, fueran
quienes fueran: nobles frente a plebeyos, plebeyos frente a esclavos, ricos
frente a pobres, hombres frente a mujeres, padres frente a hijos, nosotros
frente a ellos…
—¿Qué quiere decir usted con sociedades primitivas?
—Pego una etiqueta sin afán científico ninguno; me
refiero a aquellas sociedades donde el poder emana de algo superior, previo y
ajeno a los seres humanos de carne y hueso: Dios, la Tradición, el Pueblo, el
Partido, por ejemplo.
—¿Hay otras sociedades?
—Al menos hay gente que aspira a que las haya. Además, en
los últimos dos siglos y medio, no pocos países han avanzado decididamente
hacia ellas por buen camino.
—¿Cuál es el buen camino?
—El buen camino es la democracia liberal; y, si me apuran
ustedes un poco, la democracia liberal en su versión socialdemócrata.
—No todos opinaríamos lo mismo.
—No sería yo quien les obligara. Ahora bien, en ningún otro
sistema político realmente existente se han alcanzado cotas tan altas de
libertad individual, reconocimiento de derechos, igualdad política y económica,
protección social… Los intentos de lograr algo parecido fuera de la democracia
liberal, aunque estuvieran cargados de buenas intenciones, han terminado en
dolorosos fracasos.
—De modo que la democracia liberal es un sistema perfecto…
—En absoluto. La democracia liberal —creación humana, no de
los dioses esos que hace un rato nombrábamos con mayúscula— es un mecanismo
complejo y perfectible cuyo funcionamiento, precario, se halla constantemente
amenazado por enemigos externos, impericia de los maquinistas y ciertas peculiaridades
del diseño que lo hacen especialmente delicado y vulnerable.
—Nombre algunas.
—Como un niño que aprende a montar en bicicleta, la
democracia liberal, si quiere mantenerse, está condenada a avanzar.
—¿Avanzar hacia dónde?
—Hacia más libertades, más derechos, más igualdad, más
protección social… Y, como todo mecanismo, tiene piezas principales y
secundarias. Principales son, por ejemplo, los derechos y libertades, que deben
ampliarse y carecer de otros límites que no sean los derechos y libertades del
prójimo.
—Concrete: pónganos ejemplos.
—Uno tan solo: la libertad de expresión. Cualquier demócrata
sabe que el pensamiento no delinque y que la libertad de expresión —incluso
para perpetrar estupideces o barbaridades— es sagrada.
—¿Y si me ofende lo que alguien dice, canta, escribe, pinta,
representa, filma, instala o esculpe?
—Se aguanta usted. Si es demócrata, aceptará que la sociedad
es diversa y conflictiva, y que las únicas cosas inviolables son la dignidad y
los derechos de los demás: no se puede atacar la dignidad de nadie —su propia
condición humana, lo que trae de nación— ni coartar sus derechos —lo que
él quiera hacer con su vida sin que nos salpique—, pero podemos criticar y
burlarnos de la religión que practica, las ropas que viste, los libros que
escribe, el partido al que vota o la casa en que habita: que nos pague con la
misma moneda.
—Sería conveniente guardar las formas, la buena educación.
—Naturalmente: nosotros procuramos no ofender sin necesidad.
Pero los seres humanos andamos todavía humanizándonos. En cuanto ya estemos
plenamente humanizados, los almagreños irán por la plaza con Joyce en el
bolsillo y discutirán en los chatos las implicaciones metafísicas de la teoría de las cuerdas. Mientras,
al que diga —cante, escriba, pinte, instale, etcétera— bobadas lo llamaremos
bobo. O, mejor, no le haremos caso.
Escribiendo esto caigo en la cuenta: qué lista es Helga de Alvear; a ella sí le
están haciendo caso: ¡por eso se la veía tan reidora!
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