La tertulia está partida en tres: los amigos incultos atienden al fútbol de la tele y, absortos, se exaltan o se abaten alternativamente sin solución de continuidad; los cultos lamentan las muertes de Forges y de Wagensberg como lamenta uno que se vaya la luz cuando más falta hace; el resto habla del tiempo esperando la lluvia. Las charlas serpentean desganadas, rozan la desafección creciente hacia los catalanes —que se me antoja imprudente y peligrosa—, la marcha de la Virgen a su retiro de verano, o la lástima —eso dicen algunos a quienes acaso les gustaría enmendarle la plana al Creador— de que tanta agua fluya desperdiciada al mar; y hay pausas y silencios en los que solo se oyen los suspiros e interjecciones de los futboleros. Pero la cosa cambia en cuanto sale la Huelga Feminista del jueves que viene: entonces la tertulia se convierte en una olla de grillos en la que ya no hay lluvia, ni muerte, ni fútbol, ni Virgen de las Nieves ni nada de nada.
—¡Es una huelga contra el amor! —clama el católico.
—Será contra el sexo —responde irónico el rojo.
—Contra el amor, contra el sexo y contra el orden natural de las cosas: contra los hombres —replica el católico.
—Eso es. ¡Si hasta Lola Cabezudo, que es una anciana apacible, dice que las mujeres deben infundir miedo…! Miedo ¿a quién? A nosotros, naturalmente: ¡dónde iremos a parar? —apoya el conservador.
—Y, encima, una huelga elitista… —se burla el rojo.
—Claro que es una huelga elitista; de actrices, pintoras y gente así: desocupadas.
El rojo, copa en mano, derrocha sorna:
—Por eso las señoras y señoritas del Partido Popular, de tan populares que son, no la apoyan: ese día tendrán que acudir al tajo si quieren comer.
Don Juan, que ha estado pendiente de la discusión sin entrar en ella, interviene por fin cuando los ánimos amenazan con salirse de madre:
—Hablemos del amor —dice plagiando a Raphael.
Se hace el silencio; lo miramos con interrogante asombro; tememos que empiece a chochear:
—Aquí hemos hablado a menudo del amor —continúa impasible—: del amor literario y del amor como fuego que inflama la vida de gozo y acerca a la tapia del paraíso. Pero hay otro tipo de amor, por lo menos: el sentimiento que impulsa a muchos a postergar las propias preferencias e intereses en beneficio de los demás.
Sin saber muy bien adónde querrá ir, el católico arrima el ascua a su sardina:
—El amor al prójimo que predicaba Nuestro Señor Jesucristo: la manifestación del amor que debemos a Dios.
Don Juan no hace mucho caso. Prosigue:
—Quizá. Pero ¿se han parado ustedes a pensar que esa forma de amor tal vez pudiera ser una construcción cultural al servicio de los varones?
El asombro evoluciona a estupor; el católico se remueve en el asiento; continúa don Juan:
—Educadas en la abnegación, las mujeres —por amor a los demás; o sea, padres, hijos, esposos, Dios— han sido a lo largo de la historia poco más que servidoras de intereses ajenos, dejando los suyos de lado: papel meramente ancilar, aunque imprescindible, eso sí, para que la sociedad —esta sociedad, quiero decir— sobreviviera.
—Hombre, don Juan, exagera usted: nosotros queremos y respetamos a las madres, a las hijas, a las esposas; no las consideramos siervas. Y, a lo largo de la historia, los hombres, han procurado sustento y protección a las mujeres.
—Ahí está la trampa: en la división de papeles donde unos ponen poco y mandan, mientras las otras ponen mucho y obedecen. Nosotros amamos y respetamos a nuestras madres, esposas e hijas, precisamente porque son nuestras madres, esposas e hijas. Veríamos lo que pasaba si no se resignaran a eso.
Algunos piensan ya a estas alturas que don Juan desvaría. Él remacha:
—Salvo excepciones —reinas, monjas, mujeres de talento excepcional— las mujeres que en el pasado no aceptaban el papel subalterno han padecido amargas represalias. En el último siglo, desde las sufragistas hasta hoy, las cosas han cambiado mucho y muy rápido en Occidente, pero no hemos llegado al final: quedan los coletazos agrios del machismo en forma de violencia sexual o de brecha salarial, cada vez más visibles y odiosos por anacrónicos. Y quedan, mucho menos visibles, las trampas del amor.
—O sea, que apoya usted la huelga.
—Sí.
—Y que abomina del heteropatriarcado.
—Naturalmente, aunque no me guste la etiqueta. Pero de esto deberíamos tratar más despacio: de las exageraciones, inconsistencias, simplificaciones, arribismos, hipocresías, generalizaciones, modas y frivolidades que se esconden bajo esa tan amplia capa que ahora todo lo tapa. Luego.
—Naturalmente, aunque no me guste la etiqueta. Pero de esto deberíamos tratar más despacio: de las exageraciones, inconsistencias, simplificaciones, arribismos, hipocresías, generalizaciones, modas y frivolidades que se esconden bajo esa tan amplia capa que ahora todo lo tapa. Luego.
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