domingo, 8 de diciembre de 2019

Fin

Don Juan ha venido a despedirse. La hija ya ha desmantelado la casa y completado la mudanza; mañana se incorpora al nuevo destino en Albacete; don Juan, los fines de semana que le apetezca, tirará hacia allá.
—Al menos hay buenas librerías —se consuela sin demasiada convicción.
—En Almagro deja usted amigos.
—Por supuesto. Los amigos de Almagro —mira en redondo— los conservaré. De cuando en cuando les giraré visita; en Navaltizón está su casa… y en Albacete no faltará quien se tome unos vinos conmigo.
—Claro.
Ha llegado en el tren de las dos; en el de las cinco menos veinte se ha vuelto. Entre tanto, nos ha convidado a comer; nosotros le hemos regalado —generosos que somos— el libro de Jordi Gracia sobre Pradera: ha recibido el obsequio ceremoniosamente; de ambos ha hecho grandes elogios.
La comida —breve, cariñosa, jovial, bien bebida, de conversación ligera y desperdigada— ha dejado un suave y fatal regusto —¿se dirá retrogusto, Señor?— a clausura que, por evidente, nadie  ha creído oportuno comentar. Mejor así.
Don Juan no ha permitido que lo acompañemos a la estación. Algo torpes, una pizca desorientados, hemos acabado en la plaza tomando copas. Un amigo dispara a bocajarro:
—¿Qué vas a hacer?
—¿A qué te refieres?
—No te escabullas: que si vas a seguir escribiendo los resúmenes de las tertulias.
—No. Don Juan no está, no estarán las «enseñanzas»: ¿para qué?
—La tertulia sí permanece; popular, vulgar incluso: de todo ha de haber —apunta otro con buenas intenciones.
Resisto:
—Descansaré. Han sido cinco años, gratis et amore, domingo tras domingo, sin fallar ni uno; durante unos meses, al principio —arrancada de caballo—, también los jueves; no es fácil resumir en un rato conversaciones todo lo altas que queráis, pero desordenadas y confusas. Por otra parte, «es preciso dejar de escribir, o cuando menos de publicar, si uno percibe cierto punto irreversible de deterioro», dijo el otro día un buen y generosísimo amigo a quien no amenaza tal contingencia.
—¿A ti sí?
—Más vale prevenir. Que siga otro: no me enfadaré.
Nadie se siente aludido. Continúo:
—De modo que el próximo miércoles repetiré la primera entrada; después —en cuanto aprenda cómo y me quede un rato— el blog desaparecerá.
—¿Los lectores?
—Han tenido la paciencia de aguantarnos y la misericordia de olvidar las faltas: que Dios se lo premie. Yo se lo agradezco de todo corazón.
—¿Y nosotros?
—Vosotros también deberíais agradecérselo.
—Digo que estábamos acostumbrados al espejo; porque te da la gana, nos lo quitas…
—Pago la ronda.
—Olvidado el reproche.
El curioso del principio no desunce:
—¿Qué pasará con el facebook?
—El facebook aguanta.
—¿El facebook sí y el blog no?
Sacrificaré el blog igual que otros sacrifican las mascotas que han querido tanto y ya no: para que no yerre desamparado, cada vez más viejo, más triste, más pasto de las pulgas; para que no se convierta en cachivache repudiado acumulando ciberpolvo en sepa Dios qué buhardilla del caserón de Google. En cuanto al facebook, de cerrarlo, perderíamos la ventana que nos permite estar atentos a los formidables amigos virtuales, ahora reales y verdaderos, que nos hemos ido echando: solo por eso, al facebook le debemos respeto, cariño y lealtad. Además —a la manera de don Juan, hago una pausa solemne—, cierta editorial merecidamente prestigiosa de la región nos ha propuesto seleccionar cincuenta o sesenta entradas —se admiten sugerencias para publicarlas en su colección literaria. Si cuaja, en el facebook lo diremos.
Aguardo murmullos de asombro o admiración. No se estremecen.
—¿Lo sabe don Juan?
—Naturalmente.
—¿Qué opina?
—El editor habló primero con don Juan; don Juan se lo quitó de encima: me lo endosó. «Usted verá», repite cuando le pregunto: de ahí no lo saco.
—¿Te apetece?
—Cavilo: dudo. Por un lado, si un editor solvente quiere publicarlo, algo valdrá: aunque sea para jugar en la tercera división autonómica; por otro, no se me olvida que —en internet, o sea, de balde— han leído cada entrada ciento veinte o ciento treinta personas, de las cuales alrededor de cuarenta son almagreñas: ¿quién va a pagar, entonces, doce o catorce euros por un ejemplar en papel?
—Los amigos, los parientes, los curiosos, los cultos
—Los cultos almagreños, no: ellos están en cosas profundas y sublimes, trascendentales: ¿cómo les van a interesar las fruslerías de una panda de viejos crápulas?
—De crápulas nada: bebedores.
—Lo mismo da.
El curioso persevera:
—¿Has pensado en los vecinos?
—¿Qué vecinos?
—Los que compartirán plúteo con el libro en rincones remotos y muy poco frecuentados de las librerías.
—No lo he pensado.
El amigo respira:
—Menos mal.

domingo, 1 de diciembre de 2019

Inmatriculaciones escondidas

El conservador está hoy misericordioso:
—Cálmate, que no es para tanto. A todos nos ha ocurrido: emprender algo con determinación, seguros de su bondad o pertinencia, y luego abandonarlo porque las circunstancias, los elementos, lo imprevisto… Otra vez será.
El rojo no:
—Aquí lo emprendido era bueno y pertinente, de elemental justicia. Muchos nos habíamos ilusionado: al fin se iban a poner las cosas en su sitio. Y ahora el gobierno, por cobardía o cálculo político, recula, se escabulle, pone achaques de mal pagador para decir Diego donde dijo digo. Nos decepciona: un hatajo de pusilánimes es lo que son, vendidos por cualquier plato de lentejas.
—¿De qué habláis? —pregunta el despistado.
—De las inmatriculaciones eclesiásticas.
—¿Qué les pasa?
—Que el gobierno se echa atrás: rehúsa publicar la lista.
El conservador hurga en la herida:
—Un gobierno prudente, merecedor de elogio: se habrán dado cuenta de que la iglesia, sociedad perfecta, se ha conducido siempre con maravillosa pulcritud…
El rojo se escuece:
—Guárdate las ironías.
—¿Qué opina usted, don Juan?
—Estoy desconcertado. La actitud del gobierno es sorprendente e inexplicable; la de la iglesia, más todavía.
—Intente explicárnoslas.
—Empecemos por la iglesia. Piensen ustedes en sí mismos, en sus amigos, en los vecinos. Cuando alguien adquiere algo honradamente, ¿lo esconde?
—Ni lo exhibe —se previene el conservador.
—No hablo de exhibir ostentosamente: hablo de no ocultar.
—Bueno...
—Piensen a continuación en los narcos, en los defraudadores, en los políticos corruptos, en los asaltantes —gasten o no pistola— de bancos: ellos esconden las propiedades adquiridas con dinero sucio tras enredadas madejas de sociedades o de testaferros, ¿no?
—Obviamente.
—¿Por qué, entonces, la iglesia esconde el patrimonio inmatriculado?
—Conteste usted.
—Solo se me ocurren dos posibilidades, ninguna de las cuales le honra: o bien el patrimonio se ha adquirido de manera ilegítima, aprovechándose abusivamente de los privilegios —absurdos— que a la iglesia le otorga la Ley Hipotecaria, o bien los usos actuales de ese patrimonio entran en contradicción con valores que la iglesia predica… para otros.
—¿Por ejemplo?
—Siga imaginando. Piense en un local que la iglesia tenga alquilado a una casa de apuestas; piense en un bloque de viviendas donde se cobren rentas abusivas o de las que se desahucie a la gente sin contemplaciones…
—La iglesia no obra así.
—Eso creíamos. Ya no estamos seguros.
—O pensemos —irrumpe el rojo— en inmuebles con los que solo se quiere especular.
—Dinos uno.
—Las Calatravas, que pilla cerca.
Don Juan continúa:
—Muy bien traído. Las Calatravas no se nos debe olvidar: su caso reúne características que lo distinguen de la Mezquita de Córdoba o de la iglesia de San Bartolomé.
—¿San Bartolomé?
—Merecería estudio.
—Recuerde las peculiaridades de las Calatravas.
—Sabemos lo referido a la inmatriculación y lo poco que no sabemos podemos suponerlo.
—¿Qué sabemos?
—Que, de hecho, el obispado de Ciudad Real hasta julio de 2017 jamás había poseído el edificio. Y que hasta 1975, cuando lo inmatriculó, jamás se había interesado por él. Por lo tanto, para inmatricularlo, se vio obligado a mentir descaradamente sobre una posesión desde tiempo inmemorial que no había existido nunca, y a olvidar, con igual descaro, la Real Orden de 1903 por la que el Ministerio de Hacienda lo cede con muchas condiciones.
—Después tampoco ha sido la niña de sus ojos.
—Espera el mirlo blanco de un comprador opulento; mientras llega, deja que se arruine, lo desvalija poco a poco. Si resucitara Salomón, le bastaría tal proceder para dictaminar que el exconvento no es del obispo.
—¿De quién es?
—Del estado. El obispo de Ciudad Real se lo escamoteó subrepticiamente en 1975; ahora pretende concluir el escamoteo cuanto antes mediante la venta a un comprador de buena fe. O sea, lo peculiar del caso, y lo indignante, es que el gobierno —responsable de las propiedades del estado—, por ignorancia o incuria, permite que un particular —respetabilísimo, pero particular: el obispado de Ciudad Real—, saltándose la Real Orden de 1903, se apropie de algo que es patrimonio del estado. De ponernos exquisitos quizá nos estuviera permitido sospechar que el gobierno comete prevaricación o cualquiera de los delitos consistentes en tolerar que individuos o grupos particulares se aprovechen de bienes públicos que no les corresponden.
—Don Juan…
—Hemos visto severas condenas recientes por conductas parecidas.
—Volvamos atrás, don Juan: ¿por qué el gobierno oculta las inmatriculaciones?
—Nuestro amigo —mira al rojo— ha señalado algunas razones probables. Yo no sería capaz de contradecírselas o de aducir otras. ¿Qué habrá encontrado el gobierno en la lista? ¿Qué contiene la caja de Pandora que teme abrir? ¿Habrá llegado a acuerdos vergonzosos con los obispos? ¿A cambio de qué? Pregúntenle a Sánchez, a Calvo... o a los mismos obispos, que sabrán más.

domingo, 24 de noviembre de 2019

Revelasti ea parvulis

Hemos comido en el Patiejo, un restaurante cuyo nombre —solo el nombre— no acaba de gustarnos. La sobremesa y el día tan corto nos llevan, perezosos, a los brazos de la melancolía. Uno quisiera adormecerse en la tibieza del bar, arrullado por el ruido cada vez más lejano de los que juegan al dominó o, pasados de copas, disputan tercamente en la barra; echar un trago de cuando en cuando sin avidez y sin desfallecimiento; añorar dulcemente lo perdido, lo que pronto se perderá… Alguien, más joven o más inoportuno, interrumpe el sopor:
—Íbamos a hablar hoy del populismo y los Santos Evangelios, don Juan...
—¿A quién le importa?
—A nosotros: en ascuas nos tiene.
Varios lo miran entre asombrados e irónicos. Don Juan, consciente de que estamos en los amenes, acepta la invitación.
Confiteor tibi, Pater, Domini cæli et terræ, quia abscondisti hæc a sapientibus et prudentibus et revelasti ea parvulis.
—No es hora de sermones, don Juan.
—Usted lo ha querido.
—Adelante entonces.
—Si los cristianos fuéramos capaces de leer los Santos Evangelios libres de prejuicios…
—¿Es usted cristiano?
—Naturalmente. Católico, por precisar. Y usted.
—¿No se declara ateo?
—Ateo tibio. Pero la existencia o inexistencia de Dios es, a estos efectos, irrelevante: somos católicos porque, desde antes de nacer, vivimos empapados de catolicismo. No podemos escapar de la cápsula por más nos esforcemos. En consecuencia, entramos a los Santos Evangelios mediatizados por las antojeras del catolicismo.
—Desprendiéndonos de ellas…
—Veríamos que los Santos Evangelios constituyen un centón abigarrado de anécdotas más o menos interesantes de las que se extraen mensajes estrafalarios e incoherentes, paradójicos.
El conservador refuta:
—Mensajes sensatos y elevados: el amor al prójimo…
Non veni pacem mittere sed gladium.
—La predilección por los pobres.
Qui enim habet dabitur illi, et qui non habet, etiam quod habet, auferetur ab illo.
El conservador recula:
—No es posible hablar con usted, don Juan: siempre lleva el agua al mismo molino.
Don Juan le sonríe; prosigue:
—Si los Santos Evangelios parecen optar por los pobres no es tanto porque sean pobres, sino por ignorantes. A los pobres ignorantes —tómese la expresión en sentido literal: pobres, sustantivo; ignorantes, adjetivo especificativo— les traen una buena nueva sumamente consoladora: los sabios sabrán mucho, pero saben tonterías deleznables; vosotros, que sabéis poco, sabéis lo único que vale la pena saber.
—¿Qué consecuencias saca?
—Una fundamental: el antielitismo. Es decir, la prevención contra cualquier clase de saber racional y contra toda forma de cultura humanista, que uno se labra poco a poco, trabajosa, inacabable e imperfectamente; la exaltación de la fe —que se da revelada, de una sola vez, completa, gratuita y sin esfuerzo—, o sea, de la ignorancia, acaso también del fanatismo; y la certeza absoluta de que por tal camino iremos de cabeza al paraíso.
—Hombre, don Juan, que la iglesia es una sociedad jerárquica y elitista.
—Lleva usted razón: cuando el papa Francisco propugna pastores que huelan a oveja, aunque esté reconviniendo a sus pastores, está sobre todo recordando que en la iglesia hay pastores y ovejas. No le es preciso añadir que las ovejas nunca se alzarán a pastores; y que los pastores, por malos que sean, nunca descenderán a ovejas.
—¿Entonces?
—Eso no es cosa de los Santos Evangelios: vino luego; y, a partir de Constantino, se convirtió en una maravillosa maquinaria que todavía funciona admirablemente. La iglesia, mater et magistra en esos —¡en tantos!— asuntos, usa la doctrina evangélica como mejor conviene en favor de los que mandan. Dejando claro, eso sí, que es por el bien de los que obedecen y por el bien del mundo en general. Todas las organizaciones demagogas y populistas posteriores se han mirado en este espejo.
—Hoy está usted especialmente demagogo y populista —retintinea el escéptico.
—No lo creo. ¿Qué fue la Santa Inquisición, por ejemplo? ¿Para qué se creó el Index librorum prohibitorum?
—Para garantizar la pureza de la fe.
—Para garantizar la pureza de la fe, en efecto. O, dicho de otra forma, para espantar de los fieles la tentación de huir de la ignorancia mediante la lectura y el estudio.
—Pues ahora bien que se ocupan de la educación.
—De la educación, no de la enseñanza.
—¿Hay diferencia?
—A la iglesia le interesan los colegios privados sostenidos con fondos públicos —¡no les repugna la contradicción!— solo para el afianzamiento de las jerarquías sociales y su fundamento ideológico entre quienes aún no han ascendido a los peldaños más altos quienes ya están allí acomodados no precisan financiación púbica: la rechazan con asco. Y los padres que llevan a sus hijos a tales colegios lo hacen por idéntico motivo: aspiran a ascender de clase siquiera sea simbólicamente. El resto es secundario.

domingo, 17 de noviembre de 2019

Abrazos

—Llevaba usted razón, don Juan: han perdido el tiempo y nos lo han hecho perder.
—Y el dinero.
—Esa es, en efecto, la impresión de cualquiera: quizá estemos equivocados.
—No hay quien lo entienda, don Juan.
—Si leyéramos…
—Sabríamos. ¿Y qué?
—La literatura universal —en cualquiera de sus formas: mitología, épica, los cuentos infantiles, leyendas populares, la novela moderna, el cine— está plagada de héroes que deben concluir larguísimos viajes para averiguar que su destino estaba en el punto de partida. Sánchez e Iglesias serán héroes de esos.
—Don Juan…
—O zorras que esperaban conseguir uvas muy apetitosas de parra excesivamente alta: al ver que no alcanzaban, se resignan, ceden, incluso dirán que nunca les apetecieron. Así es la vida, así somos, de modo que no hagan sangre: bien está lo que bien acaba.
—¿Acaba?
—Confiemos en que acabe: lo han anunciado solemnemente y con abrazos emocionados —pensando acaso: «él sabe que le quiero, / que le odio con afecto y me es, en suma, indiferente...»—, luego tendrán todo atado y bien atado.
—No miente la soga en casa del ahorcado.
—¿Qué soga? ¿Quién es el ahorcado?
—Se burla usted, don Juan.
—Y peca de optimista.
—Si me burlo, no es de ustedes. Si peco de optimista, será porque deseo fervientemente lo que la inmensa mayoría de los españoles del montón: ojalá haya gobierno de una vez.
—A otros les ha escocido.
—Que se aguanten… o que propongan alternativas.
—Dijo usted el domingo pasado que hablaríamos de las provincias.
—Se me han quitado las ganas: lo provinciano cansa.
—Tómese un jerez más, que siempre ayuda.
—Las provincias —estas provincias de España— no han cumplido los dos siglos. Se concibieron, desde el punto de vista meramente administrativo, como herramienta del estado liberal para modernizar y mejorar el gobierno del territorio, acabar con estructuras arcaicas, controlar eficazmente a la población e ir extendiendo una nueva —completamente nueva— conciencia nacional.
—Y, sin embargo…
—El invento ha logrado éxitos sorprendentes y, al menos, un efecto secundario lamentable.
—¿Cuál?
—En principio por inocente metonimia, después con intención clara y tácita: ahí está el quid de manifestar la sumisión de los pueblos y pueblerinos a las élites que viven en la capital, se ha venido a confundir esta con la provincia entera; de modo que uno de Horcajo y otro de Albaladejo dicen, sin dudarlo, que son de Ciudad Real: no se dan cuenta de que le están vendiendo el alma al diablo.
—Exagera.
—Nada. Tomelloso, Villarrubia, La Solana, Valdepeñas, Malagón o Herencia son lo que son —poco o mucho— gracias a sus habitantes. Ciudad Real es lo poco que es gracias a la condición de capital exclusivamente. Pero tiene coartada, aunque falsa, eficacísima: ¿Que llega el AVE? Beneficia a la provincia. ¿Que traen universidad? Beneficia a la provincia. ¿Que montamos el aeropuerto más inútil del mundo? Beneficia a la provincia… Así andando, la provincia adelgaza —a Almagro le queda únicamente el papel de casco histórico de Ciudad Real—, la capital engorda… y todos contentos. Es decir, cada vez menos, cada vez más viejos, cada vez más ignorados e ignorantes, cada vez más alicortos: cada vez más dependientes.
—Don Juan…
—¿Les pongo ejemplo? Hace pocos días cierta amiga del Facebook replicó las novelas que, a juicio de Verne en noviembre del año pasado: cosas de internet donde nada muere ni se olvida mejor identificaban a cada provincia: entretenimiento bobo pero inocuo. ¿Adivinan cuál representa a la provincia de Ciudad Real? El puente de los soldados. ¿La conocen? Yo la leí en su momento —me interesó porque el primer personaje que sale es almagreño: le falta un hervor—; la recuerdo insignificante, tosca, mal editada… 
—Don Juan…
—Los de Verne, por supuesto, no leyeron la novela: se fiarían de alguien o dispararían al tuntún. Como dicen ahora, es lo que hay: la provincia no merece más.
—¿De haber buscado, hubieran encontrado?
—Eso no importa: no han buscado porque no es preciso buscar.
—Aun así…
El esplendor y la ira es cien veces mejor, o Asuntos internos, que comentamos aquí. Y ambas más recientes. Pero, repito, no importa. Importa constatar que la provincia y el provincianismo son malos: instrumentos de dominación —¿me permiten decir de alienación?—. Por eso las exalta Abascal: ¡ojalá en España hubiera trescientas provincias mansas y simples a las que engatusar con espejitos o cuentas de vidrio!
—Una se revela: Teruel Existe.
—Cuando la capital —pobrecita ella— se siente amenazada buscan un candidato en Valencia. Teruel, Soria, Cuenca… existirán. Albacete, Guadalajara o Ciudad Real, pongo por caso, todavía no: la capital prospera.
—¿Del populismo y de los Santos Evangelios no hablamos?
La semana que viene, si Dios quiere.

domingo, 10 de noviembre de 2019

Mientras se vota

Cuando se convocaron —automáticamente, por imperativo legal: es bueno que la ley mitigue la ineptitud humana— las elecciones, don Juan aseguró que no hablaría de ellas con nadie salvo con nosotros. Pero ni con nosotros ha hablado de las elecciones: se ve que el asunto —¡y a tantos!— le incomoda.
Hoy él ha votado temprano en Argamasilla; el resto, temprano igualmente, en Almagro; luego hemos quedado a comer en Manzanares, que está a la mitad del camino. Hemos tomado copas en un sitio húmedo y destartalado, detrás de la iglesia, entre ruidos de billares y música que no merece el nombre. Y ahí, en el lugar menos propicio, entre jóvenes abstinentes, la conversación sí ha venido al asunto del día:
—¿Qué pasará don Juan?
—No lo sé; me temo que habremos perdido el tiempo. O sea, los resultados copiarán poco más o menos los del 28 de abril; pero bastantes ciudadanos sentirán que estamos peor.
—¿Por qué?
—Porque el bloqueo se prologa, la confianza en los dirigentes mengua, y el futuro se oscurece. No es extraño que prosperen quienes desconfían de la democracia, tan engorrosa; los partidarios de sistemas simples y expeditivos: gobiernos fuertes de hombres fuertes.
—¿Vox, por ejemplo?
—Por ejemplo. En la campaña actual, además, han pulido y mejorado el mensaje: lo mismo que Le Pen, el nacionalismo que venden no es mera patriotería, sino escudo protector de los desamparados.
—Frente a enemigos que no lo son o que no están bien identificados. Y Le Pen es mujer —matiza el rojo.
—¿Qué importa eso? Ella es la mujer fuerte de la Biblia, longe super gemmas pretium eius. Y el que se siente desvalido o frustrado se echa en brazos del primero que le ofrezca salvación, aunque mienta. Mire dónde están los votantes franceses de la extrema derecha: verá.
—Entre tanto, los demócratas sin enterarse.
—O permitiendo que les siegue la yerba bajo los pies.
—¿Eso es lo más notable de las elecciones?
—Creo que sí. Pero a mí me han llamado la atención tres cosas.
—Cuente.
—La primera, que en Almagro no haya carteles de Unidas Podemos.
—Ellas se manejas en las redes.
—Quizá. Pero ¿qué trabajo les hubiera costado a Mariángela La Piana y sus secuaces venir a pegar un cartel o dos? ¿No vinieron en mayo a sisarles votos a los cismáticos? Por dignidad, para que sepamos que se acuerdan de los almagreños, deberían haber vuelto ahora.
—Con lo lejos que estamos —se burla uno.
—¿Qué votarán los cismáticos, don Juan?
—Me gustaría saberlo.
—¿La segunda?
—Que uno de los abajo firmantes, científicos sociales de universidades y organismos de investigación, del manifiesto contra determinadas prácticas de Vox sea Ramiro Ledesma Ramos.
—¿Quién es ese?
—Un fascista revolucionario de primer nivel, fundador de las JONS con Onésimo Redondo —¿se acuerdan? Aznar inauguraba el curso político en Quintanilla de Onésimo jugando al dominó con los lugareños: campechano que era el hombre—; lo expulsaron de la Falange en 1935; murió fusilado contra las tapias de un cementerio en 1936.
—¿Entonces?
—Que o los responsables del manifiesto no revisan las firmas o no saben quién fue Ramiro Ledesma.
—Hombre, don Juan: son académicos.
—Por supuesto; es decir, gente: unos más rigurosos y otros menos; unos cultos y otros de una amplia incultura general, si se exceptúa el estrecho campo de su materia. La academia —al menos, algunas academias— está hecha del mismo barro que este bar aproximadamente.
—¿Y la tercera, don Juan?
—Que Abascal defendiera en el debate a cinco tan enfáticamente las provincias y las diputaciones.
—¿Por qué?
—El provincianismo es un nacionalismo menor que no discute al nacionalismo mayor: que cabe muy cómodamente en él. Reivindicar las provincias frente a las comunidades autónomas es, pues, no solo inocuo para Abascal, sino tal vez provechoso: un gesto de complicidad hacia los provincianos, que sienten en el cosmopolitismo una amenaza incomprensible.
—Nosotros somos provincianos.
—Peor para ustedes. Pero de este asunto, complejo y matizable, que herirá susceptibilidades, que linda con la demagogia populista y, en consecuencia, con los Santos Evangelios, podemos hablar el domingo que viene.
—¿Habrá domingo que viene?
—Habrá aún cuatro o cinco domingos más, si Dios quiere.
La tarde se ha cerrado en agua: ya está oscuro. Es hora de volver a casa, de esperar a ver qué sale de las urnas: ojalá nos acostemos contentos. En la despedida alguien comenta que cierto amigo muy querido lleva tres o cuatro días hospitalizado por un percance doloroso. A medida que nos reponemos del sobresalto, va brotando en el grupo un sentimiento unánime: el deseo de que se recupere pronto. Por su bien y por el de toda la región. Ánimo, amigo.

domingo, 3 de noviembre de 2019

Blablacar

—Que nos vamos haciendo viejos, que ya lo somos, se nota a todas horas en multitud de detalles: solo pasan inadvertidos para el ciego que no quiere ver. Los más obvios se refieren, claro está, al cuerpo y la mente del interesado, y a su ubicación en el mundo acogedor —o no tanto — de los afectos y relaciones.
—Naturalmente, don Juan. Al que más y al que menos le duele algo, ve mal, es duro de oído, olvida las cosas, pierde amigos, lo llevan a una residencia…
—Eso es. Sin embargo, tan catastrófica riada —que acabará en la mar—, con ser muy deplorable, no es lo peor.
—¿Cómo que no? Termina en la muerte…
—Mueren también los animales y, antes, muchos sufren deterioro e invalidez.
—Vaya consuelo.
—Quiero decir que la muerte y sus trámites previos se dan por supuestos: grosso modo son naturales, meramente biológicos.
—Lo peor ¿qué es?
—Sin precisar demasiado, lo que concierne a ese territorio vasto y heteróclito que podemos llamar cultura.
—Precise, don Juan, precise.
—Se habla estos días de los daños que, por el cambio climático, causará la subida del mar.
—No veo la relación.
—Cosas similares han ocurrido a lo largo de la historia. Las marismas del Guadalquivir eran mar hace dos mil años; Cádiz, una isla, Ostia, el puerto de Roma…
—La tierra crecía, ahora mengua.
—Menguó en los periodos glaciales: a saber cuántas culturas se haya tragado el mar en los interglaciares.
—Insisto: ¿dónde está la semejanza?
—En que muy pocas veces los cambios han sido tan veloces que se percibieran en el curso de una generación. Por ejemplo, la manera de cultivar la tierra que nosotros conocimos había sobrevivido siglos y siglos con mínimas adaptaciones: en diez o doce años colapsó y se vio remplazada. Quienes en los años sesenta tenían la edad que tenemos vivieron aquello como una catástrofe: perdieron el mundo que daban por supuesto. Nos está pasando lo mismo.
—Exagera usted.
—Ni una pizca. A nosotros, que nos creemos integrados porque usamos la banca electrónica, sacamos entradas por internet o nos asomamos al Facebook, acaso nos engañe la apariencia de continuar dominando el mundo. Es un espejismo. Prueba: la timidez y desconfianza —inconfesables, por supuesto— que arrastramos en él. Conque los no integrados
—Todos nos vamos haciendo poco a poco a los cambios.
—No. Si los cambios anduvieran a nuestro andar, poco a poco nos haríamos; con la velocidad que llevan y las mermas que padecemos, no es posible. Piensen en la lengua. La lengua entiende y explica el mundo, y actúa eficazmente sobre él: dominar una lengua es poseer un mundo. ¿Comprenden ustedes la lengua actual? No me refiero al latín técnico de los especialistas y los pánfilos: ¿comprenden, es decir, usan cómodamente el cabifay, el erbiembí, el blablacar…?
—Hombre…
—Nuestra cultura muere.
—Hombre…
—Miren lo que dice el periódico: «Dimite otro diputado andaluz por cobrar viajes en blablacar». ¿Se les hubiera ocurrido a ustedes? Cuando hacían autostop, ¿alguien les cobraba? Cuando pudieron ustedes llevar autostopistas, ¿les cobraban? Si a ustedes los pillaran en un renuncio, ¿se excusarían diciendo que «así se reducen las emisiones de CO2»? ¿Dirían que «es necesario un debate público al respecto»?
—Hombre…
—Hombre, repito yo: nuestra cultura muere; otra viene arrasando: nos echa. Solo me consuela constatar que los seres humanos permanecen idénticos: hay listos y tontos, ruines y generosos. Aunque no lo parezca, el futuro premiará a los listos generosos y rechazará a los tontos ruines.
—No lo parece, en efecto: los tontos ruines del blablacar militan —o están inscritos, comprometa eso a lo que comprometa—  en los partidos nuevos.
—El tiempo recompensa el entrenamiento.
—¿Quién entrena aquí?
—Los partidos viejos. En un partido viejo nadie hubiera dado muestras tan ridículas de tacañería y estupidez: los cuadros pasan por las Nuevas Generaciones o por las Juventudes Socialistas, que algo enseñan: a ocultar los propios defectos y hasta las propias ambiciones.
—¿Es buena la hipocresía?
—Mientras impida cometer sandeces...
—Habría que discutirlo despacio.
—Otro día. Si lo hay…
El corro, que lleva tiempo notando en don Juan una sombra de abatimiento y desánimo, se alarma. Cada uno lo manifiesta a su manera. Alguien trata de espantar malos augurios.
—Lo habrá, don Juan. ¿Por qué no iba a haberlo?
—Mi hija se va; ha pedido el traslado. Ya saben: los hijos, las oportunidades…
—¿Y usted?
—Viviré en Navaltizón todavía.
—¿Cuándo la trasladan?
—En mes o mes y medio: antes de que acabe el año.
—¿Entonces?
—Iremos viendo.
Día de los Santos Finados —¿recordará alguien este nombre?— ayer, pienso entre mí que don Juan acierta: el mundo nuestro mundo: el que importa fenece. No se lo diré a nadie.

domingo, 27 de octubre de 2019

La Aguzadera

Para Fernando José Carretero, poeta

—Habrá estado usted atento a la Exhumación —mayúscula, ¿no, don Juan?
—Muy poco. Decidida y orillados los obstáculos, lo pormenores apenas me interesan.
—¿Y eso?
—Son irrelevantes: importa el hecho y algunas circunstancias.
—Cuéntenos.
—El hecho importa por el valor simbólico: la democracia española rompe definitivamente con el franquismo.
—A buenas horas…
—Las personas juiciosas hacen lo que quieren cuando pueden: en eso se apartan de las imprudentes y de los niños malcriados. Hay quien compara la situación de Franco en España con la de Hitler o Mussolini en sus países. A este respecto —¿solo a este respecto?— la comparación no es pertinente: habría que comparar a Franco, más bien, con Stalin, Mao, Castro, Kim Il-sung...
—¿Y las circunstancias?
—La operación ha resultado impecable. Sin embargo, observo tres actitudes desconcertantes: la de quienes dicen que el traslado divide a los españoles la cuestión lleva tiempo amortizada; la de quienes siempre habían clamado por él y ahora se quejan; y la de los hacendosos.
—¿Cómo dice?
—Los hacendosos, los que atienden solo a lo importante: no irán nunca a los bares, no pisarán la playa, quizá no saluden a los vecinos ni asistan a las bodas de sus hijos, desde luego no jugarán al dominó ni verán el fútbol, no leerán poesía…
—¿Por qué?
—Hombre, por eso: solo están en lo importante.
—Hablando de poesía, ¿qué le parece el encuentro de este año?
—Prescindible. No acudí a lo de Pastor: me lo sabía; tampoco a lo de Ramiro: Marwan aburre, imagínense los epígonos. Me gustó Pipirijaina. Benjamín Prado y las poetas de Guadiana no han defraudado.
—Estupendo.
—Quiero decir que continúan en su línea. En el caso de Prado, lastimosa.
—El pobre…
—El rico: trabaja para la Compañía Nacional de Teatro Clásico, es tertuliano, publica en buenas editoriales, tiene amigos influyentes, bolos por toda España, está casado con una azafata…
—¿Cómo lo sabe?
—Lo dijo él.
—¿A qué cuento?
Benja es poeta cervantino, o sea, de los que trabajan y se desvelan incansablemente por lograr —o aparentar— la gracia poética que el cielo les negó; a él le negó, sobre todo, talento verbal: el único recurso que domina es la enumeración paralelística; alarga, reitera, estruja las enumeraciones de un modo —insistente, aplicado, entusiasta: pueril— que sacaría de quicio al mismo Job. Acaso consciente de la propia inanidad poética, leyó escasos poemas —Dios se lo premie—; por contra, nos predicó muy bien compuestos y floridos sermones y nos contó la vida: los sermones, en su punto banal de corrección política; la vida, envidiable. El jueves estaba muy contento.
—¿Por la azafata?
—Y por la exhumación.
—¿Usted también estaba contento?
—Yo no tengo azafata; además, Prado me sumió en el abatimiento.
—Don Juan…
Alguien vuelve al principio:
—¿Qué hacemos ahora con el Valle de los Caídos?
—Poco antes de llegar yo a Valdepeñas plantaron en la Aguzadera el descomunal Ángel de la Victoria. El Ángel de la Victoria, obra de Ávalos, era casi un trozo del Valle de los Caídos. El 18 de julio de 1976, el FRAP le puso una bomba que no acabó con él, pero lo dañó bastante. Hubo «acto de desagravio» concurrido, fervoroso y chillón, caralsoles, brazos y españas arriba; vinieron Blas Piñar y —¡quién lo recordará? el padre Venancio Marcos; cenaron muchos en el motel Meliá el Hidalgo —lo más fino—; se recaudaron fondos para la reparación… El propósito languideció poco a poco; y ahí sigue el ángel —alrededor maleza y antenas telefónicas—, encomendado al tiempo, declinando mansamente hacia la ruina. De higos a brevas subo; por la noche suben parejas que van a sus quehaceres; la autovía a los pies, y allí hay silencio; la Mancha en su esplendor; el ángel no estorba: una delicia.
—¿En qué emplearon el dinero de la colecta?
—Habrá quien lo sepa.
Levantándonos ya, un curioso no se queda con la duda:
—Don Juan, las poetas de Guadiana.
—¿No me han oído? En su línea.
Vuelvo a casa pensando en la tarea: se me hace cuesta arriba. Es verdad que en los bares no falta de qué hablar: el vino suelta la lengua, los asuntos llegan en turbión. Rara vez causan daños; las más, obedientes —eso sí— a las querencias o manías de cada cual, simplemente se amontonan, se solapan, se arraciman, se enredan, se ocultan, reaparecen… A mí, pobre secretario de actas, me cuesta hallar el hilo; procurando no mentir ni desacreditar a nadie, briego por ofrecerles a ustedes, misericordiosos lectores, un relato concertado que ojalá gane en coherencia cuanto pierde en vivacidad: otra cosa no pretendo. Pero si, como esta tarde, la charla discurre plácida y ordenada, doy gracias a Dios de todo corazón.