Hemos comido en el Patiejo, un restaurante cuyo nombre —solo el nombre— no acaba de gustarnos. La sobremesa y el día tan corto nos llevan, perezosos, a los brazos de la melancolía. Uno quisiera adormecerse en la tibieza
del bar, arrullado por el ruido cada vez más lejano de los que juegan al dominó
o, pasados de copas, disputan tercamente en la barra; echar un trago de cuando
en cuando sin avidez y sin desfallecimiento; añorar dulcemente lo perdido, lo que pronto se perderá… Alguien, más joven o más
inoportuno, interrumpe el sopor:
—Íbamos a hablar hoy del populismo y los Santos
Evangelios, don Juan...
—¿A quién le importa?
—A nosotros: en ascuas nos tiene.
Varios lo miran entre asombrados e irónicos. Don Juan, consciente de que estamos en los amenes, acepta la invitación.
—Confiteor tibi,
Pater, Domini cæli et terræ,
quia abscondisti hæc a sapientibus et
prudentibus et revelasti ea parvulis.
—No es hora de sermones, don Juan.
—Usted lo ha querido.
—Adelante entonces.
—Si los cristianos fuéramos capaces de leer los Santos
Evangelios libres de prejuicios…
—¿Es usted cristiano?
—Naturalmente. Católico, por precisar. Y usted.
—¿No se declara ateo?
—Ateo tibio. Pero la existencia o inexistencia de Dios es, a estos efectos, irrelevante: somos católicos porque, desde antes de nacer, vivimos empapados de
catolicismo. No podemos escapar de la cápsula por más nos esforcemos. En
consecuencia, entramos a los Santos Evangelios mediatizados por las antojeras
del catolicismo.
—Desprendiéndonos de ellas…
—Veríamos que los Santos Evangelios constituyen un centón abigarrado de anécdotas más o menos interesantes de las que se extraen mensajes
estrafalarios e incoherentes, paradójicos.
El conservador refuta:
—Mensajes sensatos y elevados: el amor al prójimo…
—Non veni pacem
mittere sed gladium.
—La predilección por los pobres.
—Qui enim habet
dabitur illi, et qui non habet, etiam quod habet, auferetur ab illo.
El conservador recula:
—No es posible hablar con usted, don Juan: siempre lleva el
agua al mismo molino.
Don Juan le sonríe; prosigue:
—Si los Santos Evangelios parecen optar
por los pobres no es tanto porque sean pobres, sino por ignorantes. A los pobres ignorantes —tómese la expresión en sentido literal: pobres, sustantivo; ignorantes, adjetivo especificativo—
les traen una buena nueva sumamente consoladora: los sabios sabrán mucho, pero saben tonterías
deleznables; vosotros, que sabéis poco, sabéis lo único que vale la pena saber.
—¿Qué consecuencias saca?
—Una fundamental: el antielitismo. Es decir, la prevención
contra cualquier clase de saber racional y contra toda forma de cultura humanista, que uno se labra poco a poco, trabajosa, inacabable e imperfectamente; la exaltación de la fe —que
se da revelada, de una sola vez, completa, gratuita y sin esfuerzo—, o sea, de
la ignorancia, acaso también del fanatismo; y la certeza absoluta de que por
tal camino iremos de cabeza al paraíso.
—Hombre, don Juan, que la iglesia es una sociedad jerárquica
y elitista.
—Lleva usted razón: cuando el papa Francisco propugna pastores que huelan a oveja, aunque esté reconviniendo a sus pastores, está sobre todo recordando que en la iglesia hay pastores y ovejas. No le es
preciso añadir que las ovejas nunca se alzarán a pastores; y que los pastores,
por malos que sean, nunca descenderán a ovejas.
—¿Entonces?
—Eso no es cosa de los Santos Evangelios: vino luego; y, a
partir de Constantino, se convirtió en una maravillosa maquinaria que todavía
funciona admirablemente. La iglesia, mater
et magistra en esos —¡en tantos!— asuntos, usa la doctrina evangélica como
mejor conviene en favor de los que mandan. Dejando claro, eso sí, que es por el
bien de los que obedecen y por el bien del mundo en general. Todas las
organizaciones demagogas y populistas posteriores se han mirado en
este espejo.
—Hoy está usted especialmente demagogo y populista —retintinea
el escéptico.
—No lo creo. ¿Qué fue la Santa Inquisición, por ejemplo?
¿Para qué se creó el Index librorum
prohibitorum?
—Para garantizar la pureza de la fe.
—Para garantizar la pureza de la fe, en efecto. O, dicho de
otra forma, para espantar de los fieles la tentación de huir de la ignorancia
mediante la lectura y el estudio.
—Pues ahora bien que se ocupan de la educación.
—De la educación, no de la enseñanza.
—¿Hay diferencia?
—A la iglesia le interesan los colegios privados sostenidos con fondos públicos —¡no les repugna la contradicción!— solo para el afianzamiento de las jerarquías sociales y su fundamento ideológico entre quienes aún no han ascendido a los peldaños más altos —quienes ya están allí acomodados no precisan financiación púbica: la rechazan con asco—. Y los padres que llevan a sus hijos a tales colegios lo hacen por idéntico motivo: aspiran a ascender de clase siquiera sea simbólicamente. El resto es secundario.
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