Cuando se convocaron —automáticamente, por imperativo legal: es bueno que la ley
mitigue la ineptitud humana— las elecciones, don Juan aseguró que no hablaría
de ellas con nadie salvo con nosotros. Pero ni con nosotros ha hablado de las
elecciones: se ve que el asunto —¡y a tantos!— le incomoda.
Hoy él ha votado temprano en Argamasilla; el resto, temprano
igualmente, en Almagro; luego hemos quedado a comer en Manzanares, que está a
la mitad del camino. Hemos tomado copas en un sitio húmedo y destartalado,
detrás de la iglesia, entre ruidos de billares y música que no merece el
nombre. Y ahí, en el lugar menos propicio, entre jóvenes abstinentes, la conversación sí ha venido al asunto del día:
—¿Qué pasará don Juan?
—No lo sé; me temo que habremos perdido el tiempo. O sea, los
resultados copiarán poco más o menos los del 28 de abril; pero bastantes ciudadanos sentirán que estamos peor.
—¿Por qué?
—Porque el bloqueo se prologa, la confianza en los
dirigentes mengua, y el futuro se oscurece. No es extraño que prosperen quienes desconfían de la democracia, tan engorrosa; los partidarios de sistemas simples y expeditivos: gobiernos fuertes de
hombres fuertes.
—¿Vox, por ejemplo?
—Por ejemplo. En la campaña actual, además, han pulido y mejorado el mensaje: lo
mismo que Le Pen, el nacionalismo que venden no es mera patriotería, sino
escudo protector de los desamparados.
—Frente a enemigos que no lo son o que no están bien
identificados. Y Le Pen es mujer —matiza el rojo.
—¿Qué importa eso? Ella es la mujer fuerte de la Biblia, longe super gemmas pretium eius. Y el
que se siente desvalido o frustrado se echa en brazos del primero que le
ofrezca salvación, aunque mienta. Mire dónde están los votantes franceses de la
extrema derecha: verá.
—Entre tanto, los
demócratas sin enterarse.
—O permitiendo que les siegue la yerba bajo los pies.
—¿Eso es lo más notable de las elecciones?
—Creo que sí. Pero a mí me han llamado la atención tres
cosas.
—Cuente.
—La primera, que en Almagro no haya carteles de Unidas
Podemos.
—Ellas se manejas en las
redes.
—Quizá. Pero ¿qué trabajo les hubiera costado a Mariángela
La Piana y sus secuaces venir a pegar un cartel o dos? ¿No vinieron en mayo a
sisarles votos a los cismáticos? Por dignidad, para que sepamos que se acuerdan
de los almagreños, deberían haber vuelto ahora.
—Con lo lejos que estamos —se burla uno.
—Con lo lejos que estamos —se burla uno.
—¿Qué votarán los cismáticos, don Juan?
—Me gustaría saberlo.
—¿La segunda?
—Que uno de los abajo
firmantes, científicos sociales de universidades y organismos de investigación, del manifiesto contra determinadas prácticas de Vox sea Ramiro
Ledesma Ramos.
—¿Quién es ese?
—Un fascista revolucionario de primer nivel, fundador de las
JONS con Onésimo Redondo —¿se acuerdan? Aznar inauguraba el curso político en
Quintanilla de Onésimo jugando al dominó con los lugareños: campechano que era
el hombre—; lo expulsaron de la Falange en 1935; murió fusilado contra las tapias
de un cementerio en 1936.
—¿Entonces?
—Que o los responsables del manifiesto no revisan las firmas
o no saben quién fue Ramiro Ledesma.
—Hombre, don Juan: son académicos.
—Por supuesto; es decir, gente: unos más rigurosos y otros
menos; unos cultos y otros de una amplia incultura general, si se exceptúa el
estrecho campo de su materia. La academia
—al menos, algunas academias— está hecha
del mismo barro que este bar aproximadamente.
—¿Y la tercera, don Juan?
—Que Abascal defendiera en el debate a cinco tan enfáticamente las provincias y las diputaciones.
—¿Por qué?
—El provincianismo es un nacionalismo menor que no discute
al nacionalismo mayor: que cabe muy cómodamente en él. Reivindicar las
provincias frente a las comunidades autónomas es, pues, no solo inocuo para
Abascal, sino tal vez provechoso: un gesto de complicidad hacia los provincianos,
que sienten en el cosmopolitismo una amenaza incomprensible.
—Nosotros somos provincianos.
—Peor para ustedes. Pero de este asunto, complejo y
matizable, que herirá susceptibilidades, que linda con la demagogia populista
y, en consecuencia, con los Santos Evangelios, podemos hablar el domingo que
viene.
—¿Habrá domingo que viene?
—Habrá aún cuatro o cinco domingos más, si Dios quiere.
La tarde se ha cerrado en agua: ya está oscuro. Es hora de
volver a casa, de esperar a ver qué sale de las urnas: ojalá nos acostemos contentos. En la despedida alguien comenta que cierto amigo muy querido lleva tres o cuatro días hospitalizado por un percance doloroso. A medida que nos reponemos del sobresalto, va brotando en el
grupo un sentimiento unánime: el deseo de que se recupere pronto. Por su bien y
por el de toda la región. Ánimo, amigo.
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