—Que nos vamos haciendo viejos, que ya lo somos, se nota a todas horas en multitud de detalles: solo pasan
inadvertidos para el ciego que no quiere ver. Los más obvios se refieren, claro
está, al cuerpo y la mente del interesado,
y a su ubicación en el mundo acogedor —o no tanto — de los afectos y
relaciones.
—Naturalmente, don Juan. Al que más y al que menos le duele
algo, ve mal, es duro de oído, olvida las cosas, pierde amigos, lo llevan a
una residencia…
—Eso es. Sin embargo, tan catastrófica riada —que acabará en
la mar—, con ser muy deplorable, no es lo peor.
—¿Cómo que no? Termina en la muerte…
—Mueren también los animales y, antes, muchos sufren
deterioro e invalidez.
—Vaya consuelo.
—Quiero decir que la muerte y sus trámites previos se dan por supuestos: grosso modo son naturales, meramente
biológicos.
—Lo peor ¿qué es?
—Sin precisar demasiado, lo que concierne a ese territorio vasto y
heteróclito que podemos llamar cultura.
—Precise, don Juan, precise.
—Se habla estos días de los daños que,
por el cambio climático, causará la subida del mar.
—No veo la relación.
—Cosas similares han ocurrido a lo largo de la
historia. Las marismas del Guadalquivir eran mar hace dos mil años; Cádiz, una
isla, Ostia, el puerto de Roma…
—La tierra crecía, ahora mengua.
—Menguó en los periodos glaciales: a saber cuántas culturas se haya tragado el mar en los
interglaciares.
—Insisto: ¿dónde está la semejanza?
—En que muy pocas veces los cambios han sido tan veloces que
se percibieran en el curso de una generación. Por ejemplo, la manera de
cultivar la tierra que nosotros conocimos había sobrevivido siglos y siglos con mínimas
adaptaciones: en diez o doce años colapsó y se vio remplazada. Quienes
en los años sesenta tenían la edad que tenemos vivieron aquello como una
catástrofe: perdieron el mundo que daban por supuesto. Nos está pasando
lo mismo.
—Exagera usted.
—Ni una pizca. A nosotros, que nos creemos integrados porque usamos la banca electrónica, sacamos entradas por
internet o nos asomamos al Facebook, acaso nos engañe la apariencia de continuar dominando el mundo. Es un
espejismo. Prueba: la timidez y desconfianza —inconfesables, por
supuesto— que arrastramos en él. Conque los no integrados…
—Todos nos vamos haciendo poco a poco a los cambios.
—No. Si los cambios anduvieran a nuestro andar, poco a poco nos haríamos; con la velocidad que llevan y las mermas que padecemos, no es posible. Piensen en la
lengua. La lengua entiende y explica el mundo, y actúa eficazmente sobre él:
dominar una lengua es poseer un mundo. ¿Comprenden ustedes la lengua actual? No
me refiero al latín técnico de los
especialistas y los pánfilos: ¿comprenden, es decir, usan cómodamente el
cabifay, el erbiembí, el blablacar…?
—Hombre…
—Nuestra cultura muere.
—Hombre…
—Miren lo que dice el periódico: «Dimite otro diputado andaluz por cobrar viajes en
blablacar». ¿Se les
hubiera ocurrido a ustedes? Cuando hacían autostop, ¿alguien les cobraba? Cuando pudieron ustedes llevar autostopistas, ¿les cobraban? Si a ustedes los pillaran
en un renuncio, ¿se excusarían diciendo que «así se reducen las emisiones de CO2»? ¿Dirían que «es necesario un debate
público al respecto»?
—Hombre…
—Hombre, repito yo: nuestra cultura muere; otra viene
arrasando: nos echa. Solo me consuela constatar que los seres humanos
permanecen idénticos: hay listos y tontos, ruines y generosos. Aunque no lo parezca, el futuro premiará a los listos generosos y rechazará a los tontos
ruines.
—No lo parece, en efecto: los tontos ruines del blablacar militan —o están inscritos, comprometa eso a lo que comprometa— en los partidos
nuevos.
—El tiempo recompensa el entrenamiento.
—¿Quién entrena aquí?
—Los partidos viejos. En un partido viejo nadie hubiera dado
muestras tan ridículas de tacañería y estupidez: los cuadros pasan por las Nuevas
Generaciones o por las Juventudes Socialistas, que algo enseñan: a ocultar los
propios defectos y hasta las propias ambiciones.
—¿Es buena la hipocresía?
—Mientras impida cometer sandeces...
—Habría que discutirlo despacio.
—Otro día. Si lo hay…
El corro, que lleva tiempo notando en don Juan una sombra de
abatimiento y desánimo, se alarma. Cada uno lo manifiesta a su manera. Alguien
trata de espantar malos augurios.
—Lo habrá, don Juan. ¿Por qué no iba a haberlo?
—Mi hija se va; ha pedido el traslado. Ya saben: los hijos,
las oportunidades…
—¿Y usted?
—Viviré en Navaltizón todavía.
—¿Cuándo la trasladan?
—En mes o mes y medio: antes de que acabe el año.
—¿Entonces?
—Iremos viendo.
Día de los Santos Finados —¿recordará alguien este nombre?— ayer, pienso entre mí que don Juan acierta: el mundo —nuestro mundo: el que importa— fenece. No se lo diré a nadie.
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