domingo, 29 de marzo de 2015

La resurrección de la carne

A don Juan, aunque lleve años durmiendo solo —o eso sospecho, porque de estas cosas no hablamos—, le gustan las mujeres. Las observa con actitud de connaisseur, no de viejo verde. Por eso no presta mucha atención a las jóvenes, todas iguales, en agraz, insípidas como esos vinos blancos de poca graduación que satisfacen el gusto de cualquier indocumentado. Se fija en las que superan los cuarenta, trabajadas por la vida, cada una con el cuerpo y el sabor que se merece. Cuando mira a alguna, yo lo he visto, en sus ojos se posa una nubecilla de melancolía.
Hemos acudido a la plaza a ver la procesión de las palmas y a tomarnos luego un vermú si encontramos sitio. La plaza está abarrotada; el día es luminoso, tibio, resplandeciente después de las últimas lluvias. Es Domingo de Ramos, pero bien podría ser Domingo de Resurrección; de la resurrección de la carne, quiero decir. Los jóvenes, cuya cultura religiosa es —gracias a las clases de religión y a las catequesis parroquiales— más bien escasa, no sabrán a lo que me estoy refiriendo. Pero los viejos, sí; de modo que nos ahorraremos las explicaciones.
En estos tiempos la gente se compra ropa con cualquier pretexto, en cualquier ocasión, incluso como pasatiempo —se va de compras como se iba al cine, por ejemplo—, pero antes tal abundancia era inconcebible. Indumentariamente había dos temporadas: la de “primavera-verano” —por usar la jerga del Corte Inglés—, que empezaba el Domingo de Ramos; y la de “otoño-invierno”, a partir del día de Todos los Santos. Y, al menos en las “clases populares” —valga el eufemismo—, nadie compraba la ropa: la hacían las mujeres de la familia, que sabían cortar, coser, remendar, zurcir... además de muchas otras cosas. Por eso, en este domingo aún se dice, anacrónicamente ya, que el que no estrena no tiene manos, o sea, manos que le cosan un hato.
Viendo a la gente que inunda la plaza, la que atesta los bares, la que obstaculiza el paso de los armaos en las terrazas, se diría que los hombres sí estrenan ropa el Domingo de Ramos —los jóvenes, sobre todo: arregladísimos como para ir de boda, con fantasiosas corbatas de nudos gordos y camisas de cuello italiano—, pero las mujeres, no: las mujeres se la quitan. Y hay una alegría sinfónica, explosiva, una apoteosis de cuerpos al aire que, al menos a los viejos —los que se criaron en la España de la posguerra, con mujeres tapadas como afganas—, les produce todos los años la misma sorpresa, el mismo asombro incrédulo, y la misma admiración.
Don Juan se acuerda de Perséfone:
—Todo el invierno Perséfone ha morado oculta, a oscuras, debajo de la tierra. Hoy ha resucitado. A los antiguos el ciclo de la naturaleza les maravillaba: ¿por qué, incomprensiblemente, el mundo se agota en invierno —las plantas se mueren, el sol casi se apaga— y recupera su espléndido vigor en primavera?
—Hombre, don Juan: el movimiento de traslación; lo saben los niños...
—Los niños no lo saben: lo repiten como loros. Y los adultos, menos. Además, eso no es saber; eso es explicación. Los antiguos sí sabían: como se saben las cosas que de verdad importan, las que condicionan la vida. Sabían que numerosos dioses mueren y resucitan en primavera, que el vigor de la juventud es hijo de la muerte, que a Perséfone se la llevó Hades y nos la presta unos cuantos meses cada año... hasta los cristianos —tan reacios a estos asuntos— tienen que reconocer que habrá resurrección de la carne, aunque la aplacen ad calendas græcas.
—¡Qué la van a aplazar! ¡Si ya se ha producido! Mírela aquí.
Don Juan mira alrededor la profusión inacabable, repetida como en un juego de espejos, de carnes blancas, recién inauguradas, a estrenar después de haber permanecido largos meses ocultas bajo estratos de ropa. Me devuelve una sonrisa amiga que tiene algo de complacida gratitud a la primavera.
Enseguida, sin embargo, don Juan pone las cosas en su sitio:
—En pocas semanas, estas carnes flamantes habrán apagado su frescura; expuestas al sol irán perdiendo lozanía y algunas, cuando llegue la Virgen de Agosto, tendrán la textura y el color terroso del cuero de un zurrón. Sic transit gloria mundi.
—Pero llegará el invierno, se esconderán, y el año que viene por estas fechas, resucitarán frescas como rosas. Entre tanto, bendigamos este don de la naturaleza.
Don Juan asiente.
—Y abominemos de los rayos uva.
Mientras buscamos denodada e inútilmente un bar que nos sirva un vermú, voy acordándome de la escultura de Bernini. Mejor dicho, me acuerdo de la mano trémula que atrapa al muslo blanco y volador.


jueves, 26 de marzo de 2015

Lecturas de don Juan: 'Lo demás es silencio'

Lo demás es silencio
Piedad Bonnet
Hiperión
Madrid, 2003


Aunque Hiperión no es lo que era —"Por eso ha publicado a Juliá", nos dice una lengua viperina de la intelectualidad provincial—, todavía le quedan en catálogo algunas joyas y muchas obras más que notables. Incluso, aún hoy, quién sabe si por inercia o por error, publica de vez en cuando cosas que merecen la pena.
De 2003, cuando Hiperión estaba mejor que ahora, es esta pequeña —111 páginas— antología de Piedad Bonnet, que tiene un precio más que asequible: ocho euros.
Piedad Bonnet es una de las poetas colombianas más importantes de nuestros días. Nació en 1951 en Amalfi, una pequeña ciudad del departamento de Antioquia —¡Cuántos poetas excelentes ha dado Antioquia, cuántos Colombia!—. Es profesora universitaria; y, además de poesía, ha escrito novelas, obras de teatro, y un libro estremecedor sobre el suicidio de su hijo Daniel —Lo que no tiene nombre, en Alfaguara: diecisiete euros— al que en esta antología le dedica un poema escrito mucho antes de que se pudiera adivinar la tragedia.
Bonnet es emotiva, accesible y de una gran riqueza verbal; y esta antología es una buena puerta para entrar en su mundo. Ahí va un aperitivo.


Instantánea
Desde el automóvil la luz en rojo
yo los veo pasar en fila india.
Adelante va el viejo.
Sus pasos amplios, dobladas las rodillas, la cabeza inclinada,
como animal que han castigado muchas veces.
En la mano la bolsa,
y no sé adivinar, pero allí pareciera
residir el precario equilibrio de su cuerpo.
Detrás, alto el mentón,
los ojos más allá de esta calle, en otra calle,
un hombre en sus treinta años va montado.
Y el niño atrás. hijo seguramente, tal vez nieto,
apretando su paso detrás de los mayores.
Vienen de levantar casas de otros
cuyos nombres ignoran. Han lavado sus manos,
han intentado acaso sacar la dura mugre de sus uñas,
y sus cabezas
mojadas y peinadas
brillan con el sol poderoso de la tarde.
Pasa la luz a verde
y yo los dejo
caminando a su ciego punto muerto.

domingo, 22 de marzo de 2015

Naufragio

No hay espectáculo más triste que el de las ratas abandonando el barco; ni tampoco señal más clara de que el barco se hunde.
No es don Juan el que habla; es un amigo que nos acompaña de vez en cuando y que, por el trabajo, está muy cerca del Ayuntamiento. Vamos paseando por la plaza; cruzamos por delante de la puerta; la bandera de Almagro cuelga fláccida en el balcón e, indolente, va perdiendo trozos del escudo; el amigo la señala con la cabeza y prosigue:
El alcalde lleva meses sin convocar plenos por temor a perderlos; es decir, porque varios de sus concejales se han declarado en rebeldía y votarían en contra de lo que propusiese. Dicen, incluso, que ha habido discusiones muy poco amistosas, que algunos han dejado el partido y se están buscando acomodo en otras partes. No hay presupuesto; no hay información; no hay rigor ni cabeza; la deuda está disparada; la sensación es de desconcierto, de naufragio.
El amigo se acuerda del capitán Schettino y del Costa Concordia:
Aquí el capitán, aunque aturdido, sigue en el barco, pero sus segundos están de retirada.
Yo me atrevo a intervenir:
Esto podía barruntarse hace cuatro años. La candidatura era un corral con demasiados gallos encabezada por una persona a la que se le dan bien las relaciones públicas, los papeles de relumbrón, la retórica pasada de moda, pero con poca voluntad de enfrascarse diariamente en las rutinas tediosas de la gestión, y sin vocación ni carácter para dirigir y coordinar un equipo en el que algunos se le subieron pronto a las barbas.
Nuestro amigo asiente.
Y, sin embargo, los almagreños votaron muy mayoritariamente esta lista. Claro que en el pecado han llevado la penitencia: desde el segundo mandato de Rivero no se ha conocido desbarajuste igual. Parece que hubiéramos retrocedido un siglo: los viejos vicios de la viejísima política caciquil de la Restauración han rebrotado con fuerza, hasta los más abyectos.
Hay un silencio largo y pesimista; nubes negras y bajas, agoreras, vuelan encima de nosotros; un tordo silba burlón en la cabeza de Diego de Almagro
¿Dónde irán los que huyen? —pregunto yo.
No lo sé. Lo que decía don Juan hace poco —volvemos la cabeza hacia don Juan, que está pendiente del tordo— puede valer también aquí. Ninguno de los disidentes querrá irse a su casa, de modo que, como los críalos —ahora me miran a mí— intentarán parasitar el nido de alguno de los nuevos partidos.
Tendría gracia que alguno de los nuevos partidos diera cobijo a estos conspicuos representantes de la más rancia política, la del quítate tú que me ponga yo.
Todo podría ser. A los tránsfugas les hubiera gustado quedarse con el santo y la limosna en el Partido Popular, pero han minusvalorado al alcalde. Maldonado es más inteligente de lo que ellos creían —más inteligente que ellos, en realidad— y ha maniobrado mejor. Ahora corren el riesgo de pasar por traidores. Los traidores no están bien vistos en ninguna parte. Las buenas familias de Almagro no les perdonarán fácilmente su gesto: apoyarán a Maldonado, que es de los suyos, antes que a los otros, a fin de cuentas arribistas y advenedizos. Ahora bien, no hay peor cuña que la de la misma madera: quizá alguien esté dispuesto a poner dinero y a mover hilos para derribar a Maldonado, aunque sufra el Partido Popular, con tal de sacar algo.
¿Qué se puede sacar?
Influencia, poder, venganza... qué sé yo: las pasiones humanas corren turbias por las cloacas de ciertos corazones, y los insurrectos del PP no son agua clara precisamente.
Estamos ya en el Corregidor. Don Juan no ha hablado apenas en toda la tarde. Él presta poca atención a la política local: ni vive aquí, ni vota aquí, ni aquí paga sus impuestos. Cuando nos han servido las copas a don Juan y a mí; el amigo no toma alcohol: cocacola lightsaca del bolsillo de la chaqueta un folio doblado y lo deja encima de la mesa. Es el folleto de la exposición sobre Semana Santa que hay en la sala Jacobo Fucares sic: ¿Cuántos Fucares era este Fúcar?—. Saltándose el largo y apretado texto de prosa torpe, municipal y espesa, nos señala los créditos. La exposición es del Ayuntamiento de Almagro, pero no de todo él: tan solo del alcalde y del concejal de cultura. Y uno se imagina las tercas e infantiles discusiones que habrán mantenido ambos para que todos nos enteremos de quiénes son. El diablo está en los detalles, y este, mejor que otros, nos muestra bien el infierno que debe estar siendo a estas horas el “Equipo” de “Gobierno”.

jueves, 19 de marzo de 2015

Lecturas de don Juan: 'Guardar la casa y cerrar la boca'


Guardar la casa y cerrar la boca
Clara Janés
Siruela
Madrid, 2015

Clara Janés es una poetisa —ella lo dice así— bien conocida por su sensibilidad, su delicadeza, y una cierta espiritualidad de aire místico que la hacen singular en el panorama de la lírica española de nuestro tiempo.
El libro que hoy lee don Juan, sin embargo, aunque contenga bastantes poemas, es un ensayo en el que se pasa revista a la voz de numerosas mujeres que a lo largo de la historia no se han resignado al papel de guardar la casa y cerrar la boca que habitualmente les han reservado los hombres (el título del libro, excelente, está tomado de un pasaje de Fray Luis de León: Fray Luis, por tantas cosas singular y hasta inconformista, en cuestión de género, como dicen ahora, fue muy convencional).
El repaso abarca desde el escritor más antiguo de nombre conocido —que fue escritora: la sacerdotisa acadia Enheduanna— hasta las mujeres afganas cosificadas bajo el burka que mantienen a duras penas la llama de una lírica secular muy interesante.
En el recorrido don Juan se ha enterado de muchas cosas que no sabía, ha disfrutado enormemente de los poemas estupendos que la autora incluye, y ha pensado con tristeza en lo poco que conocemos de esa mitad de la humanidad que desde el Paleolítico ha cuidado de la casa, ha criado a los hijos y ha mantenido la boca cerrada.
Solo por eso —y porque el precio no es un obstáculo insalvable: 16 euros en papel y la mitad en electrónico— merece la pena leer este libro, aunque contenga faltas de ortografía, alguna bien visible y bastante grave, y erratas que antes Siruela no solía permitirse.
Y, para abrir boca, he aquí un poema de la japonesa Ono no Komachi, que vivió en el siglo IX:

Él no viene.
Esta noche en la oscuridad de la luna
despierto deseándolo.
Mis pechos palpitan y destellan,
mi corazón se calcina.

domingo, 15 de marzo de 2015

Cospedal, Floriano

No envidio a los actores; su oficio es difícil, y más si las funciones duran las veinticuatro horas del día.
Don Juan, ya lo hemos visto, transita en ocasiones caminos inesperados; no es por sorprender ni por desconcertar al auditorio, es porque su cabeza —mejor que la de Villalobos— puede estar en varias cosas al mismo tiempo. Aunque yo debería saberlo, muchas veces me sorprende y desconcierta. Entonces le pregunto con ingenuidad franciscana:
¿Qué dice, don Juan?
Él se da cuenta enseguida de que no todo el mundo tiene sus capacidades e inmediatamente, sin incomodarse, saca la paciencia infinita del profesor experimentado:
Lo digo por Cospedal y Floriano. No son los únicos, pero quizá sí los más representativos.
Porque a los profesores no les gusta que se les interrumpa, permanezco en silencio; él debe verme la cara de incomprensión y desciende a mi altura:
Cospedal y Floriano son personas inteligentes. La una, abogada del Estado; el otro, doctor en derecho. Yo sé, porque conozco este mundo, que hay muchos licenciados y doctores que no pasan de asnos cargados de libros. Pero no es el caso: Cospedal y Floriano han tenido que superar el duro proceso selectivo de un partido político que se nutre de las élites intelectuales de España —en esta provincia, por no andar mucho, mire a Cotillas, a Romero, a Cañizares, a Lucas Torres, deslumbrantes luminarias—. Y han llegado a lo más alto. Sin embargo, ahí los tiene usted: todos los días del año, a todas horas, en todos los sitios, haciéndose los tontos. ¿Por qué? Porque es el papel que el partido les ha encomendado.
O sea, que no hablaba usted de teatro, sino de política.
Toda la vida es teatro: los sabían bien los clásicos. Y la política, el teatro por antonomasia. Los políticos están todo el día representando —ojalá pudiera decir representándonos—; y nosotros, el público, unas veces aplaudimos y otras silbamos, incluso arrojamos objetos a sus cabezas.
Y las elecciones son el momento de pasar la gorra.
Buena metáfora —dice con cierto asombro—. Como en toda función, en la política hay diferentes papeles: héroes y villanos, protagonistas y secundarios, tontos y listos... A Cospedal y Floriano, estaba diciendo, les ha tocado el papel de bobos —ella, con unas gotas de mala uva; él, la pura y genuina estulticia. En la vida civil ambos son elocuentes, cultos, honrados, agudos, francos, elegantes, amables y bien criados; en el teatro de la política su discurso es un pueril balbuceo tartajoso y, gracias al enorme talento interpretativo que atesoran, los creemos ignorantes, romos, embrolleros, hipócritas, horteras, agrios y maleducados. ¿Cabe sacrificio mayor que este de representar tan convincentemente lo que no se es?
No sé si manifestar mi escepticismo: habría que ser muy listo, creo yo, para fingirse tan tonto. Además, ¿a quién beneficia tal despilfarro de talento escénico?
Como si me leyera el pensamiento, don Juan continúa:
—La abnegación de Cospedal y Floriano es heroica. Gracias a su aparente estupidez pueden pasar por genios otros personajes del partido que no son dignos ni de atarles los cordones de los zapatos; por ejemplo, Esperanza Aguirre o Soraya Sáenz.
—No sé yo... —apunto mi reticencia.
Don Juan no responde. Insinúa una sonrisa enigmática.
La tarde se alarga en el Corregidor. El cielo, estos días pasados tan limpio, está cubierto de nubes deshilachadas: la primavera, que asomaba vigorosa, ha retrocedido. El Corregidor está mustio; desde hace tiempo, don Juan viene observando en él una especie de desidia, de cansancio, de pesimismo. Durante muchos años, el Corregidor ha sido —todavía es lo mejor de la hostelería de Almagro, y un atractivo para los visitantes tan grande como alguno de sus monumentos. Y lo mismo que les pasa con algunos de sus monumentos, los almagreños han mostrado hacia el Corregidor un cierto desapego sustentado en tópicos bastante vulgares, aunque muy repetidos. Ahora el Corregidor ha perdido ímpetu; a marchas forzadas camina hacia la ramplonería más anodina. Lo mismo que los actores viejos, sigue representando su papel rutinariamente, sin vocación ya.
Quedamos pensativos; no necesitamos hablar; de don Juan se apodera la melancolía. ¿Y si el Corregidor estuviera a punto de bajar el telón?
A nosotros nos fastidiaría mucho, desde luego; pero Almagro perdería más.





jueves, 12 de marzo de 2015

Lecturas de don Juan: 'Poesía no eres tú'

Poesía no eres tú
Rosario Castellanos
Fondo de Cultura Económica
México, D.F. 2006

Rosario Castellanos nació en México en 1925 y murió en Tel Aviv, de una manera muy poco convencional, en 1974. Mientras, fue profesora universitaria, articulista, diplomática, traductora, feminista... y, claro está, poeta.
Nació el mismo año que Ángel González; por lo tanto, su producción coincide con la de los poetas españoles de la llamada Generación de los Cincuenta, la de los "niños de la Guerra". Y algunas cosas tienen en común (la preocupación social, el verso de "línea clara"...), pero la de Castellanos es una voz combativamente (si cabe decirlo así) femenina, original y emocionante.
De modo que este libro, que reúne toda su poesía, es muy recomendable. Por los quince euros que cuesta, un festín.
Ahí van tres aperitivos:

ESCOGEDORAS DE CAFÉ EN EL SOCONUSCO
En el patio qué lujo,
qué riqueza tendida.
(Cafeto despojado,
mire el suelo y sonría).

Con una mano apartan
los granos más felices,
con la otra desechan
y sopesan y miden.

Sabiduría andando
en toscas vestiduras.
Escoja yo mis pasos
como vosotras, justas.


CONSEJO DE CELESTINA
Desconfía del que ama: tiene hambre,
no quiere más que devorar.
Busca la compañía de los hartos:
Esos son los que dan.

DESAMOR
Me vio como se mira al través de un cristal
o del aire
o de nada.

Y entonces supe: yo no estaba allí
ni en ninguna otra parte
ni había estado nunca ni estaría.

Y fui como el que muere en la epidemia,
sin identificar, y es arrojado
a la fosa común.

domingo, 8 de marzo de 2015

Día de la Mujer

En la mañana tibia del domingo estamos en la plaza tomando un martini, el primero de la temporada, y viendo pasar a la gente. El anticipo primaveral ha echado a muchos a la calle: la plaza está llena. Se aprecia en los paseantes y en los que ocupan las terrazas una avidez de sol que lleva a los más audaces a descartar las prendas invernales: ya hay brazos, hombros, piernas, todavía pálidos, que se asoman tímidos a la luz y aparecen atónitos, incrédulos de su propia temeridad. Don Juan apenas habla, tiene los ojos entrecerrados, la cabeza hacia atrás apoyada en el respaldo de la silla, el aire relajado, en los labios una tenue sonrisa. Yo hojeo el periódico sin demasiado interés por los vaticinios electorales de la primera página; pienso vagamente en el Lazarillo: los que no vieron el poste hace unos meses nos señalan ahora la longaniza todos los días... Dejo el periódico; doy un sorbo al martini. La felicidad se debe parecer a esto.
Pero don Juan ve, aunque tenga cerrados los ojos. De pronto, incorporándose un poco y tomando voluptuosamente la copa del vermú, dice:
¿Se da usted cuenta? Hay muchos más viejos que niños.
Sí, don Juan: el drama de Occidente. Pero, ¿quién se atreve a tener hijos estando las cosas como están?
No es eso, querido amigo. Peor están otros lugares del mundo y los niños abundan. Podríamos pensar que allí los hijos son una inversión que empieza a producir a los siete u ocho años, y las hijas un seguro de vida para la enfermedad o la vejez; mientras que aquí los hijos son un gasto enorme hasta los treinta o más años, y de la enfermedad y la vejez ya se ocupan las instituciones.
Ya caigo: ahí estará la causa.
No lo creo. Siendo eso cierto, me parece que la causa principal está en otra parte.
¿Dónde, don Juan?
Mírelo —señala con la mano alrededor—: ¿Quién empuja los cochecitos de los bebés? ¿Quién les da la papilla? ¿Quién los ha bañado y vestido? ¿Quién los cuida cuando se ponen malos? O, disparando ad hominem, ¿quién le tendrá a usted la comida preparada cuando llegue a casa? ¿Quién le lava la ropa y se la plancha?
Mi mujer, claro; pero yo ayudo.
Unas veces ayuda y otras estorba —dice con sorna—. En Occidente las mujeres han alcanzado los mismos derechos que los hombres, no les está vedado el acceso a ninguna carrera, a ninguna responsabilidad, a ninguna diversión... Sin embargo, los que mandan continúan siendo varones. Las mujeres llevan desde que nacen un pesado grillete en el tobillo que les impide andar al mismo paso que nosotros. La que llega donde el varón es una heroína.
¿Qué grillete, don Juan?
Que ellas paren, se ocupan de la casa, cuidan a los enfermos y a los ancianos... y nosotros, como mucho, ayudamos. Para colmo, cobran menos en el trabajo, y las que tienen hijos pequeños, menos todavía. ¿Le asombra que no haya niños?
Visto así...
Así hay que verlo. La condición de las mujeres en Occidente es mejor que en cualquier otro lugar del mundo; y, desde luego, mucho mejor que en cualquier otro momento de la historia conocida. Pero hasta llegar a la igualdad falta un buen trecho: este. A medida que vayamos caminando por él, nos iremos acercando a la igualdad, y de paso, probablemente crezcan los nacimientos, que falta nos hacen.
O sea, que en el terreno de las leyes ya hemos llegado: lo que queda pertenece el terreno a las mentalidades, de las costumbres, de la educación.
No he dicho tanto, pero básicamente es así. En el campo de la política se debe fomentar la igualdad mediante las cuotas, mediante los servicios sociales, mediante la protección efectiva de los derechos sobre todo en ese asunto tan turbio de los malos tratos—, mediante estímulos abundantes... Y también, por supuesto, esforzarse en cambiar mentalidades, hábitos y rutinas que, como están arraigadísimos desde hace siglos, no es cosa de un día.
Claro que no.
Le enseño el periódico. El País celebra el Día de la Mujer con un suplemento de moda. En la contraportada, Lancôme felicita el Women's Day con labios rojos y rosas rojas: la vida es bella con Lancôme. ¿Para qué queremos más?



jueves, 5 de marzo de 2015

Lecturas de don Juan: 'La revolución española vista por una republicana'

La revolución española vista por una republicana
Clara Campoamor
Espuela de Plata
Sevilla, 2009

Digámoslo pronto: el libro es malo (y cuesta quince eurazos).
En cuanto al texto de Campoamor, ello se debe seguramente a las circunstancias en las que se escribió y al hecho de que el original castellano —que nunca se publicó en su momento— se ha perdido; por lo tanto, lo que leemos es una traducción de la edición francesa de 1937; en el viaje de ida y vuelta lo bueno no habrá mejorado y lo malo es seguro que se ha hecho peor. La edición, siendo indulgentes, parece manifiestamente mejorable. Y la portada...
Sin embargo, hay que leer este libro.
Primero, por la autora. Cercano el 8 de marzo, merece la pena recordar a Clara Campoamor, mujer "hecha a sí misma" que acabó el bachillerato y se licenció en derecho después de cumplir los treinta años, y que fue una destacada jurista y una gran reformadora social para hacer realidad su convicciones feministas: a ella se debe la inclusión del voto femenino en la Constitución del 31 —en contra de quienes, refiriéndose a las mujeres, hablaban de "las limitaciones impuestas a su albedrío por la naturaleza"—, y tuvo una aportación decisiva en la aprobación del divorcio y en la despenalización del adulterio.
Y, en segundo lugar, por nosotros mismos. Con perezosa frecuencia tendemos a reducir toda la biografía de ciertos personajes a la foto fija de un solo momento de su vida. El caso de Campoamor es, a este respecto, ejemplar: parece que en los ochenta y cuatro años que vivió no hubiera hecho otra cosa que impulsar el voto de las mujeres. Naturalmente no es cierto, y este libro nos vacuna contra reduccionismos, derriba estereotipos y nos da de bruces con el hecho, no por olvidado menos obvio, de que todas las personas somos entes complejos, poliédricos y difícilmente etiquetables. Puede que a algunos les sorprenda e incluso les moleste.

domingo, 1 de marzo de 2015

Arquitecturas

Hoy llevan a la Virgen al santuario: Almagro está vacío. Don Juan, que es poco religioso, tiene gran respeto por las personas religiosas —por las religiones, menos, y ninguno por los que quieren imponer su religión— y mucha curiosidad por las prácticas religiosas, un fenómeno humano de carácter casi general que da buenas pistas para entender los grupos sociales. Por eso hubiera querido acompañar a la Virgen y a los romeros hasta las Nieves; sin embargo, a mí me ha surgido un pequeño contratiempo que ha hecho imposible su propósito. De modo que aquí estamos, en el pueblo desierto, vagando como fantasmas por calles de puertas cerradas en que las únicas formas de vida son las aves del cielo y algún gato que se despereza indiferente a nuestro paso. En los pocos bares abiertos, ejemplo de optimismo, desganados turistas andaluces matan la tarde a tragos de gintónics, y camareros aburridos se entretienen con el fútbol de la tele. Ninguna de las dos cosas nos seduce.
Damos un paseo. Sin haberlo pensado, estamos en la calle de las Cruces. Don Juan se acuerda del mirador que hubo en el número nueve, una pequeña maravilla de Fisac que la ignorancia municipal o el exceso de celo ordenancista o el cobro mezquino de deudas antiguas —o las tres cosas a la vez— abolieron expeditivamente. La tarde se pone elegíaca.
Don Juan, los pueblos son como las personas: a lo largo de la vida se pierden cosas y se ganan cosas. Vaya lo uno por lo otro.
Sí, claro, pero hay que ver lo que se pierde y lo que se gana. Yo no quiero que Almagro se convierta en un fósil para deleite de arqueólogos ni en un parque temático que abre cuando llegan los turistas, cierra cuando se van y es una caricatura triste de la vida como lo son los animales disecados. Quiero que Almagro siga siendo un pueblo, es decir, un ámbito cálido, acogedor, hospitalario para las gentes que aquí viven y seductor para los que venimos de vez en cuando.
Lo es, don Juan. Por eso yo vivo aquí y usted viene casi todas las semanas.
Lleva usted razón. Yo vengo por mi hija y por mis nietos, pero si vivieran en otro sitio no sé si los visitaría tan a menudo. Aun así, a veces pienso que los almagreños —vaya usted a saber por qué— valoran poco lo que tienen. Les pasa como a las gentes de mi pueblo cuando llegó el plástico, hará cincuenta o sesenta años: cambiaron los lebrillos, las orzas, las cazuelas, los cántaros por recipientes industriales sin alma. Y hasta el cura trocó, a pelo, leccionarios por cubos de fregona. Era lo moderno: los espabilados se aprovecharon de ello.
No sé que objetar viendo algunas casas que nos salen al paso, dignas de Alcorcón o de cierto pueblo que nos pilla más cerca.
Las ciudades tienen que renovarse, las casas tienen que renovarse. Así ha sido siempre: si las familias son distintas, las casas deben ser distintas; si no hay ya bestias, no tiene que haber cuadras; si tenemos calefacción, la casa no ha que girar alrededor de la cocina; habiendo cuartos de baño, el corral nos hace menos falta... Pero ¿qué trabajo cuesta cambiar con gusto? ¿Por qué no elegir bien los modelos? ¿Por qué, en lugar de escamochar el árbol, no lo vamos guiando armoniosamente?
Llegamos a un barrio de adosados en que don Juan no sabe qué lamentar más: si la unanimidad militar de casi todas las viviendas o el esfuerzo lastimoso de alguna por diferenciarse del resto. Huyendo del horror, vamos hacia la plaza.
Muchas casas de Almagro, vacías, se caen. Tienen la culpa la dejadez de muchos, la codicia de alguno, la ignorancia. Las autoridades deberían hacer algo para compaginar conservación con renovación. En otras partes se ha hecho: aprendamos. Pero siempre ha habido ciudadanos conscientes que, por su cuenta y sin estímulo, obran bien: propietarios que no se dejan seducir por la especulación, gentes de buen gusto, arquitectos que conocen su oficio. Ahora también los hay. Gracias a ellos, Almagro perdura.
Y don Juan me pone ejemplos: en la calle de Santa Ana, en la de la Clavería, en la de la Azucena, en San Pedro... Levadura evangélica, dice.
Ojalá fermente y comunique su fuerza a toda la masa.

*** *** ***
P. S.: Al despedirnos le digo a don Juan que el martes pasado el blog alcanzó las 1.000 visitas. No parece darle gran importancia, pero yo sí: Muchas gracias a todos los que nos soportan. Que Dios les premie esta obra de misericordia.