domingo, 28 de junio de 2015

"Ruinas del Convento de los Dominicos"

El otro día, volviendo de las Minillas, le pregunté a don Juan si había muchas cosas así por Almagro.
En Almagro y alrededores no queda paisaje natural, de modo que, mire adonde mire, casi todo lo que vea sobre la tierra plantas y animales, tambiénlo han puesto los seres humanos o lo han modificado los seres humanos. Piense usted que aquí ha habido presencia humana constante desde hace cuatro o cinco mil años, y toda la gente ha usado el medio y ha dejado huella en él. Poblados de la Edad del Bronce los hay a decenas, por ejemplo. Pero, sin remontarnos tan atrás, el campo está lleno de vestigios culturales. Quizá los más conocidos sean las norias, casi ninguna en funcionamiento ya, con las artes rotas o dispersas adornando chalés; pero hay canteras, caleras y yeseras, y hornos de yeso y cal; palomares, chozos, cosques, unos más elaborados que otros, algunos intactos y otros abandonados o envilecidos con arreglos diversos; nobles casas de labor y casejas de gañanes; majadas de pastores; puentes, caminos antiquísimos de personas y ovejas; pedrizas y majanos; fuentes y abrevaderos; ermitas, cultivos diversos... y, claro está, carreteras asfaltadas, líneas eléctricas, riego por goteo, viñas en espaldera, campos ostentosos...
Como quien engatusa a un niño, añade:
Si un día tenemos tiempo iremos a unas ruinas que me gustan mucho.
Y hoy hemos ido. Los meteorólogos pronosticaban las penas del infierno, así que salimos de Almagro bien temprano, en mi coche, por la carretera de Carrión. Lo he dejado donde la cañada real de la Plata se cruza por primera vez con la carretera. Desde ahí, andando hacia el suroeste por caminos intrincados que don Juan transita sin vacilar, nos dirigimos a las “Ruinas del Convento de los Dominicos”.
En los primeros mapas topográficos, y hasta la edición de 1953, aparece este nombre al noroeste del término municipal de Almagro, en el rincón que forma con los de Pozuelo, Miguelturra y Carrión, a medio kilómetro de la vía del tren. En la edición de 1953 dice simplemente “Ruinas”, y en las actuales, nada de nada.
¿Un convento? pregunto incrédulo.
Probablemente los dominicos de la universidad tendrían aquí una huerta o retiro. Se desamortizaría en el siglo XIX y los nuevos propietarios lo adaptaron a sus necesidades o lo expoliaron y lo dejaron abandonado. Quizá Valle Calzado o Martínez Carrión, que han estudiado estos temas, nos podrían decir algo; yo solo sé lo que veo: no he encontrado nada escrito referido a este asunto, aunque sí una ruta en Wikiloc que arranca del cruce entre la autovía y la carretera de Carrión a Almagro, pero que da información sumaria.
Aunque todavía no son las siete, ya están los cazadores, vestidos de marines, prestos al exterminio de conejos. Le preguntamos a uno qué caza es esta, y nos dice que hay muchos conejos, que hacen mucho daño a la agricultura, que han dado permiso para el descaste y que así se entretienen un poco. Ellos verán.
Bien pendientes, pues, de los tiros, discurrimos entre rastrojos; gozamos la sombra de encinas centenarias; bordean el camino viejos olivos de troncos retorcidos; las viñas nos regalan el verde tierno y jugoso de la juventud; un pastor, tan cauto como nosotros, vigila a las ovejas que comen tranquilas, ignorantes de riesgos... En media hora estamos en las ruinas del convento.
En efecto, lo son: enfrente, una hacina de alpacas, compacta como un castillo, proclama la evidencia. Pero en los buenos tiempos fue edificio rectangular de cuarenta metros de largo por veinte de ancho, poco más o menos, y las dependencias dispuestas alrededor de un patio central también rectangular. Todas se han venido abajo y forman montones de escombros en los que crecen tobas altas y espesas. En la esquina del noroeste, sin embargo, sobrevive milagrosamente una pequeña habitación cuadrada cubierta de cúpula de media naranja sostenida por pechinas. Hace años destejaron la cúpula y algunas piedras están desprendidas; los conejos llevan tiempo entregados a una tenaz labor de zapa que mina los cimientos; dentro han hallado refugio las gentes del campo y, admirados de hallarse allí, han dejado firmas, letreros y fechas en las paredes también latas de sardinas y cascos de cervezas Calatrava―. Don Juan no sabe qué función pudo tener este cuarto, quizá la de oratorio.
Durante más de media hora, en silencio, recorremos la ruina. Yo hago algunas fotos. Volvemos al coche mustios. Me acuerdo de Du Bellay, de Quevedo, de Caro, pero no digo nada.

jueves, 25 de junio de 2015

Lecturas de don Juan: 'La formación medieval de España'

La formación medieval de España
Miguel Ángel Ladero Quesada
Alianza Editorial
Madrid, 2014



El catedrático Ladero Quesada es algo más joven que don Juan, pero se conocieron en la adolescencia porque acudían al mismo instituto de Valladolid y se siguieron viendo en la Facultad de Filosofía y Letras hasta que don Juan obtuvo la licenciatura. Luego, cada uno tiró por su lado y, aunque han coincidido de higos a brevas, sus trayectorias personales y académicas se han cruzado poco.
Aunque don Juan no ha podido leer toda la producción científica —ingente— de Ladero, sí ha leído de él muchos libros y bastantes artículos. Hoy quiere recomendar este porque se ha reeditado recientemente, porque es barato —catorce euros— y porque ofrece un panorama accesible a cualquier persona de mediana cultura, muy completo y claro, de lo que dice el título, o sea, de la formación medieval de España.
En estos tiempos en que identidades y sentimientos de pertenencia están  a flor de piel y son causa frecuente de conflictos, no es malo reparar en las raíces de todo ello, que alcanzan una profundidad de más de mil años: España es como es porque se fue forjando durante siglos trabajosamente en un proceso de ocupación, ordenación y vertebración de territorios verdaderamente original y variado. Y, desde luego, —como toda obra humana: qué se le va a hacer—, lleno de imperfecciones.
Conocer tal proceso nos ayuda a entendernos y lo que siempre es deseable— a huir de simplificaciones y simplezas.

domingo, 21 de junio de 2015

Las Minillas

Unos cinco kilómetros al oeste de Almagro están las Minillas. Don Juan, a quien los topónimos, los mapas antiguos y los restos de otros tiempos le interesan mucho, siente fascinación por ellas desde que las conoció, hace más de veinte años. Me invita a que lo acompañe hoy, primer día del verano, a echarles un vistazo, convencido como está de que en poco tiempo nadie conservará memoria de ellas. Le advierto que hará calor, pero él replica que el calor se combate madrugando, que si me da pereza me quede en la cama, que él irá de todas formas y ya me contará. Como no me voy a achicar ante un anciano, decido acompañarlo.
Antes de las siete de la mañana está en la puerta de mi casa. Calza recias botas de cuero, lleva pantalones de loneta, camisa de manga corta, sombrero de paja, y una garrota fina, elegante, de señorito, que desentona del resto del atuendo. Por la calle de Santa Ana buscamos el camino del Villar. Cuando salimos del pueblo, el sol a nuestras espaldas está ya alto y empapa de oro el paisaje, que es limpio y luminoso, exultante. No extraña que los antiguos se postraran ante este sol espléndido que regala la bendición de la luz con generosidad inagotable. En las rastrojeras huele a bálago húmedo de relente. Don Juan camina rápido, balanceando el bastón sin apoyarlo en la tierra. Conoce todos los pájaros por la voz o por el vuelo —cogujadas, tórtolas, alcaudones, abubillas, abejarucos, aguiluchos, y hasta el reclamo huidizo del alcaraván que se escabulle entre los olivos—, sabe el nombre de todas las plantas, inspecciona los cultivos con ojos de perito: su erudición asombra pero no abruma, porque —lo mismo que el sol— derrama los conocimientos sin pedantería ni jactancia. Al llegar a la autovía tomamos el camino de servicio hasta la rotonda y, en ella, la carretera antigua de Ciudad Real; saltamos la autovía y ascendemos a un cerrillo donde hay una majada ruinosa de la que se han apoderado pardillos y collalbas. Paramos un rato a mirar el paisaje: el cielo azul pálido se vuelve casi blanco en la línea del horizonte; la visibilidad es formidable; don Juan hace puntero del bastón y me va señalando en círculo las cosas que se ven: la Calderina, Fuentelfresno, Villarrubia, las Tablas, la sierra de Herencia, la llanura interminable de la Mancha que se adivina detrás de Manzanares, sierra Prieta, la sierra del Moral, la Yezosa, Cuevas Negras, la Cornudilla, la Atalaya, el Aljibe del Toro, Alarcos, Ciudad Real y Miguelturra, la Plaza de los Moros...
Dejamos la majada; caminamos un poco hacia el sur y estamos en las Minillas. Yo no las veo. Don Juan anda en silencio, pisando los cardos; lo sigo sin decir nada, hasta que me señala unos agujeros en el suelo, pozos circulares formados de piedras toscamente apiladas.
—Asómese sin miedo y mire lo que hay dentro.
Yo que, por el nombre, esperaba vestigios minerales, veo en el fondo, oscuro y limpio, un espejo de agua. Lo constato con asombro infantil:
—Hay agua.
—En efecto, es agua. La palabra mina tiene en nuestra lengua muchos significados; uno de ellos es este: la excavación que se hace para obtener agua. En estas tierras el agua ha sido siempre un bien escaso y mal repartido; conseguirla y conservarla es necesidad primordial. Cuando se puede se excavan pozos; y, si no, se hacen aljibes. Aquí alguien excavó una trinchera de cien metros de largo y metro y medio de hondo adaptándose a las condiciones de la roca, que está muy somera; la llenó de piedras y abrió entre ellas diez o doce bocas o pozos por los que aflora el agua. En el invierno se acumula; las piedras la protegen de la luz y mitigan la evaporación; el agua dura hasta lo más tórrido del verano: ¿no es maravilloso?
—¿Quién hizo esto, don Juan?
—No lo sé. No he encontrado nada escrito en ningún sitio. Alguna vez le he preguntado a un pastor o a un tractorista y tampoco saben nada. Pero la técnica es antiquísima, de origen prehistórico, aunque esto se construyera antes de ayer. Ya nadie las usa ni las cuida; algunos pozos se están hundiendo: dentro de nada no existirán.
A las once —las nueve, hora del sol— estamos ya en Almagro. Da tiempo a ducharse y salir a la plaza a tomar el vermú. Durante todo el día me bulle una pregunta: ¿Alguien sabe algo de las Minillas?

jueves, 18 de junio de 2015

Lecturas de don Juan: 'Boscan y Garcilaso'

Boscán y Garcilaso: Su amistad y el Renacimiento en España
Elias L. Rivers
Sibila
Sevilla, 2010


Ya hemos leído aquí algún libro de Sibila y hemos elogiado la meritoria labor de la editorial sevillana. Hoy don Juan lee este libro del hispanista norteamericano Elías L. Rivers, que falleció el año pasado con casi noventa años. Rivers fue hombre de vida intensa, raros saberes y trayectoria académica ejemplar. Fue también uno de esos sabios meritorios que nos enseñó a los hispanohablantes cosas que ignorábamos sobre nuestros clásicos —particularmente los poetas del siglo XVI— y a mirarlos con otros ojos. Por ello, con la lectura de esta obrita, don Juan le rinde modesto homenaje.
El libro responde a lo que dice el título. Analiza la estrecha amistad que mantuvieron Boscán y Garcilaso, y cómo esta influyó en la aclimatación de la literatura renacentista de origen italiano en nuestra lengua. Y lo hace fijándose no solo en la poesía, sino también en un libro en prosa El cortesano, de Baltasar Castellón, cuya influencia fue enorme— que Boscán tradujo impecablemente.
Además incluye documentos del máximo interés —como la carta-prólogo de Boscán a la duquesa de Soma— y los poemas que uno y otro se dedicaron mutuamente.
Por menos de ocho euros se puede pasar muy buen rato y enterarse de muchas cosas.
Para ilustrarlo, aquí van dos sonetos, el 28 de Garcilaso y el 129 de Boscán:

                Soneto XXVIII
Boscán, vengado estáis, con mengua mía,
de mi rigor pasado y mi aspereza
con que reprendeheros la terneza
de vuestro blando corazón solía;
agora me castigo cada día
de tal selvatiquez y tal torpeza,
pero es a tiempo que de mi bajeza
correrme y castigarme bien podría.
Sabed que en mi perfecta edad y armado,
con mis ojos abiertos, me he rendido
al niño que sabéis, ciego y desnudo.
De tan hermoso fuego consumido
nunca fue corazón; si preguntado
soy lo demás, en lo demás soy mudo.
                                                     Garcilaso

             Soneto CXXIX
Garcilaso, que al bien siempre aspiraste
y siempre con tal fuerza le seguiste
que, a pocos pasos que tras él corriste,
en todo enteramente le alcanzaste,
dime: ¿Por qué tras ti no me llevaste
cuando de esta mortal tierra partiste?
¿Por qué, al subir a lo alto que subiste,
acá en esta bajeza me dejaste?
Bien pienso yo que, si poder tuvieras
de mudar algo lo que está ordenado,
en tal caso de mi no te olvidaras:
que o quisieras honrarme con tu lado,
o a lo menos de mí te despidieras,
o, si esto no, después por mí tornaras.
                                                      Boscán

domingo, 14 de junio de 2015

Zapata, Zerolo

Mientras hojeamos el periódico en la plaza tomando un martini, vamos comentando la constitución de los ayuntamientos. A don Juan, que tiene un sentido agudísimo para tópicos y lugares comunes, le da por contar las veces que los nuevos alcaldes hablaron de fiesta de la democracia. Se cansa pronto.
—Si al primero que dijo fiesta de la democracia le pagaran medio euro cuando alguien lo repite, sería a estas horas multimillonario.
—Hombre, don Juan, recuerde usted a Mairena: las frases hechas suelen contener verdades que conviene examinar antes de tirarlas a la basura.
—No lo dudo. Pero, si quien las usa no repara en ello, revelan también pereza mental y propensión a la rutina. Al que habla o escribe para el público debería pedírsele el favor de que no nos dijera las cosas que sabemos de la manera que las sabemos: para ese viaje no necesitamos alforjas. O que nos diga cosas nuevas o que nos las diga de otra manera.
Ustedes, hipotéticos lectores, entenderán que me dé por aludido. La originalidad no está al alcance de cualquiera: la mayoría —pobres de nosotros— nos quedamos en el propósito; él, que se ha ganado la vida en la universidad, debería saberlo. Parece que me ha leído el pensamiento:
—Naturalmente no estoy diciendo que todo el mundo tenga que ser siempre original. Eso es imposible. Solo pido que los que hablan o escriben para el público se esfuercen en serlo. Repetir tópicos debería estar prohibido, salvo que los tópicos sean las verdades del barquero.
En un rinconcillo del periódico se topa don Juan con Guillermo Zapata. Es la primera vez que lee este nombre. Debajo de la foto de un joven barbudo que levanta el puño como saludo, como amenaza o como afirmación ideológica, cuentan que hace años publicó ciertos tuits inoportunos sobre el Holocausto y las víctimas del terrorismo.
—Tonterías juveniles —digo yo, tratando de justificarlo.
—Las redes sociales son territorios peligrosos donde uno puede caer fácilmente en las propias trampas. Los jóvenes no son conscientes de ello, pero deberían andarse con ojo. Cuando nosotros éramos jóvenes, las tonterías, incluso los disparates que se pudieran cometer acababan olvidados. Ahora nada se olvida: es diabólico esto de que en el pecado vaya a estar siempre agazapada la penitencia, inmediata o diferida.
Don Juan sigue leyendo. Enseguida comenta:
—Pero lo que no me gusta es la justificación: tópico sobre tópico como si fuera uno de los políticos rancios a quienes tanto critica. Los nuevos políticos sí deberían ser originales por lo menos en una cosa: en evitar los tics de los viejos políticos; es decir, si se ha metido la pata, aunque fuera hace tiempo, no basta con reconocerlo y pedir disculpas: hay que reconocerlo y marcharse. En los países que gozan de democracias viejas esa es la regla. Y ya que hablamos de tópicos, el texto del blog donde intenta explicaciones, tampoco es un prodigio de originalidad: engrudo confuso y pedante que suena a excusa pueril o a defensa de rábula.
—Debe ser duro llegar al sillón y tenerse que ir sin calentarlo.
—Para los políticos viejos, desde luego: ellos se pegan al sillón como lapas. Pero para los nuevos, de ninguna manera: solo vienen a servirnos. Claro que Zapata debe de tener el ego algo hipertrofiado: fíjese en este verbo que usa: fui votado. Dejando a un lado la cursilería de la pasiva, ¿de verdad cree que lo votaron a él?, ¿que, si él no hubiera ido en la lista, Carmena no habría obtenido ni un miserable voto? ¡Ay, la juventud! ¿No podría haber usado la primera persona del plural?
—Don Juan, no empiece usted otra vez con la gramática...
—Si se estudiara más gramática, otro gallo nos cantaría: se pensarían las cosas antes de decirlas y se releerían tras haberlas escrito.
No me queda más remedio que darle la razón. En el periódico también recuerdan hoy a Zerolo, concejal de Madrid al que el otro día velaron en el ayuntamiento.
Dios nos libre del día de las alabanzas, decía mi abuela. Pero, puesto que el día llegará inexorablemente, es bueno que se alabe a quien lo merezca; y hasta a quien lo merezca menos. Este hombre contribuyó a ensanchar los derechos ciudadanos y que la sociedad se dulcificara un poco. No es pequeño mérito.

jueves, 11 de junio de 2015

Lecturas de don Juan: 'Sonámbulos'

Sonámbulos
Christopher Clark
Galaxia Gutenberg
Barcelona, 2014


A don Juan le suelen gustar los libros escritos por historiadores anglosajones: casi siempre son rigurosos, están bien escritos y resultan amenos. Es verdad que tienen defectos para muchos autores no hay más mundo que el mundo en lengua inglesa, otros adoptan un aire periodístico demasiado trivial, hay quien relata las propias aventuras sin venir a cuento...y que algunas veces traducciones descuidadas los desgracian; pero no es el caso: este libro de casi ochocientas páginas tiene las virtudes que esperábamos encontrar y ninguno de los defectos. Una bendición.
Hace un siglo, por estas mismas fechas, Europa estaba enfrascada en la que llamaron Gran Guerra y el nombre era completamente exacto. Todavía, algo mitigado, duraba el irracional entusiasmo que la había visto arrancar un año antes el entusiasmo acabaría pronto diluido en el barro y la sangre de las trincheras, y casi nadie se preguntaba cómo se había llegado a tal locura insensata. Pues bien, Clark nos lo explica muy estupendamente un siglo después, y leyéndolo uno tiende a darle la razón a la sentencia clásica: los dioses ciegan a los que quieren perder. Porque, en efecto, los dirigentes europeos, muchos intelectuales europeos y casi toda la población europea padecieron por aquellos días una epidemia de ceguera, de aturdimiento, de estupidez, que hoy nos parece inexplicable. Pero nuestros antepasados no lo sabían y, para aprenderlo, tuvieron que pagar un precio carísimo.
No debería olvidársenos. Ayer se cumplieron treinta años de la adhesión de España a la Unión Europea entonces todavía no se llamaba así; había euforia; Europa estaba gobernada por buenos dirigentes, y parecía que el futuro se nos presentaría favorable y acogedor. Treinta años después, la rutina, la inconsciencia y la desidia han disipado aquel sueño. Ojalá los europeos de ahora no caigan en el aturdimiento y la modorra que llevó a los europeos de hace un siglo a matarse entre sí con tenacidad.

Sonámbulos se lee por 27 euros; diez menos en electrónico. No es tirar el dinero.

domingo, 7 de junio de 2015

El Corregidor

Don Juan llevaba más de un mes sin venir a Almagro; y, aunque nunca pierde el contacto con el pueblo de la hija y los nietos, se nota que está deseando tomarle el pulso personalmente. Es temprano todavía en este domingo del Corpus —uno de aquellos tres jueves relucientes de antaño: ¿quién se acuerda de ellos?—; vamos paseando por calles de donde milagrosamente han desaparecido los coches; entre los escasos viandantes que acuden a comprar el periódico o a desayunar en los bares de la plaza, grupos de personas se afanan —unos con más acierto que otros— en preparar y decorar los altares para la procesión. En todos se para un poco don Juan a hablar con la gente: hace preguntas triviales —pero él nunca da puntada sin hilo— sobre los adornos, sobre las imágenes, sobre las telas, sobre las plantas aromáticas —el campo de su infancia acarreado a la ciudad— y los pétalos de rosa que extienden por el suelo... Entre altar y altar me pregunta a mí por las elecciones, por el festival que es ya inminente, por las casas que se hunden a chorros envilecidas de palomas: la curiosidad de don Juan nunca se sacia. Entramos en la iglesia de Madre de Dios; nos sentamos en un banco ajenos al trajín de los preparativos; el frescor del templo, su contundente amplitud de refugio, la luz sedante que lo llena... todo invita a la paz del alma, incluso al ascenso espiritual. Salvo la nueva decoración. En voz baja —un susurro como de rezo— don Juan enumera las ignorantes heridas que, con la mejor intención, le han infligido quienes deberían cuidar de ella. Por suerte, ninguna es irreversible. Después de un buen rato inventariando horrores —son muchos—, salimos a la calle. Don Juan musita:
Padre, perdónalos porque no saben lo que hacen.
—Deberían saberlo —me atrevo a apuntar.
—Y, si ellos no lo saben, las autoridades civiles podrían recordárselo. Las iglesias son de la Iglesia, por supuesto, pero son también patrimonio común de todos los españoles, que de diversas maneras contribuimos a mantenerlas. Ya que la Iglesia ha perdido el buen gusto que otras veces tuvo —don Juan exagera un poco— alguien con criterio y conocimiento tendría que evitarle incurrir en alardes de vulgaridad como los que acabamos de ver. ¡Menos mal que quien levantó estos edificios los hizo casi invulnerables, resistentes a dosis altas de incuria y de barbarie!
Con el sol ya muy alto, llegamos a la plaza; tomamos un café, leemos el periódico, me cuenta el viaje por Europa oriental... La plaza se ha llenado de gente endomingada que espera la procesión.
—¿Y si nos acercamos al Corregidor, que estará fresquito y vacío...?
Don Juan, aunque la vaticinó hace meses, no está enterado aún de la desgracia.
—El Corregidor ha cerrado —le digo, aparentando indiferencia.
Tarda un rato en reaccionar.
—El fin del Corregidor es más grave para Almagro que lo perpetrado en Madre de Dios. Durante varios lustros alzó la hostelería almagreña a cumbres muy altas, cuidando los detalles, dando buen servicio, haciendo de la calidad una divisa irrenunciable. Él solo ha traído a muchos visitantes, que luego se han llevado de nosotros un recuerdo de elegancia y refinamiento poco frecuentes en estas tierras, y han sido eficaces propagandistas de los atractivos del pueblo. Como pasó cuando el Ches, también aquí perdemos mucho. Una lástima...
Don Juan suspira con melancolía.
—A nosotros —le digo por consolarlo— nos quedará la memoria de innumerables ratos de conversación, de buenas copas bien puestas, y de bastantes comidas exquisitas.
—La vida se va reduciendo a recuerdos. ¿Dónde pasaremos las tardes invernales? ¿Desde dónde veremos los crepúsculos dorados en San Bartolomé? ¿A dónde irá el cielo azul del estío acribillado de vencejos? ¿El relámpago rojo de los cernícalos primilla...?
—Don Juan, don Juan —lo freno—, que se despeña usted por la pendiente del lirismo y se estrellará...
Me mira con afecto; ríe francamente.
—Las desgracias nunca vienes solas: derribaron el nido de las cigüeñas —¿quién? ¿por qué? ¿de dónde saldría esa saña gratuita que tanto se parece al sadismo?— y fue como un presagio de esta otra catástrofe tan cercana.
—Ojalá alguien se anime a tomar el relevo —expreso un deseo tibio, sin demasiada convicción.
—Hasta ahora —él es más pesimista— todos los epígonos que le han ido saliendo se han quedado en el precio o en lo más kitsch de la decoración. No ha creado escuela: pruebe usted a pedir una copa de buen coñá en cualquier bar de la plaza y podrá comprobarlo.
En silencio, a la contra de la procesión, nos acercamos a un bar nuevo de la ronda. Bebemos vino malo, pero las tapas, eso sí, son recias, genuinamente manchegas: en quinientos metros hemos retrocedido cuarenta años.

jueves, 4 de junio de 2015

Lecturas de don Juan: María Mercedes Carranza

Poesía completa
María Mercedes Carranza
Sibila
Sevilla, 2010


La colección Sibila, con el patrocinio de la Fundación BBVA, lleva algunos años haciendo la meritoria labor de publicar en España poesía de autores americanos en libros sobrios, elegantes, bien encuadernados, en buen papel y a unos precios bastante asequibles —por ejemplo, este que lee hoy don Juan cuesta once euros—. Ojalá dure.
María Mercedes Carranza nació en Bogotá en 1945 y se suicidó en la misma ciudad en 2003. Pasó la infancia en Chile y en España —su padre era diplomático—; estudió luego en la Universidad de los Andes; y dedicó toda la vida, de una u otra forma, a la poesía.
Este libro, de poco más de 150 páginas, reúne toda la obra poética, y lleva un prólogo sumamente esclarecedor de Darío Jaramillo Agudelo —leeremos algún día a Jaramillo, poeta estupendo y de gran sentido del humor: perdió un pie por pisar una mina y dice siempre que tiene un pie en la tumba—.
Del prólogo tomamos este párrafo: La poesía de María Mercedes Carranza no rehúye la ironía, pero se nutre de una desgarradora, una insobornable, una irrenunciada fidelidad a su verdad [...]: una ética de la franqueza, el rechazo de todo disimulo, y no solo ante los otros, sino también desollante franqueza ante sí misma.
Nada que añadir. Salvo que el libro es accesible a cualquiera. Léanlo, pues, porque se identificarán muchas veces con lo que lean.
Y ahí van dos muestras:

LAS MANOS AMADAS
Manos sabias:
dedos que han oído
y en la oscuridad han visto.
Manos que llevan en su memoria
carnes destruidas ya por el olvido
y en las uñas
ese vago temor a la barbarie
Manos que van de palabra
a labio, a instante
en que los dedos desordenan
infiernos y gestos y venas.
Piel cómplice o mezcla de sangres
cuando roza el centro de suave paloma.
Manos que también dicen adiós.

TAMBORALES
Bajo
el siseo sedoso
del platanal
alguien
sueña que vivió.