Recojo a don Juan en las gradas de Madre de Dios. Me espera
impávido bajo la lluvia terca. Encima del abrigo de buen paño, caro,
lleva un impermeable de turista que escurre el agua sobre los zapatos relucientes. Yo he venido en coche; él insiste en que andemos: dice que estos
días le recuerdan los temporales de la infancia, cuando los gañanes no podían
salir y la casa se llenaba del olor consistente de las cuadras. Don Juan es
labrador; en cambio, los almagreños, aunque chica, somos de ciudad: la lluvia
se nos hace un engorro; el pueblo está vacío. Desayunamos en la plaza; a
nuestro lado, un tendero lamenta que este tiempo crudo espante a la clientela.
En la portada del periódico Fidel Castro entorna los ojos melancólicamente, no
sabe uno si abrumado bajo el peso de la púrpura o molesto por el humo del
cigarro. «El siglo
XX queda definitivamente atrás con la muerte de Castro», sentencia el diario con apresurado desparpajo.
—¿Qué opina, don Juan?
—Los seres humanos, bestias aún, nos distinguimos por
ciertas particularidades. Repare en dos: la conciencia de la muerte y la
propensión a exagerar. De la primera, poco hay que decir. La conciencia de la
propia muerte se actualiza en la muerte de los otros, que duele, tanto o más
que por la pérdida de alguien al que quizás apreciáramos, porque golpea con el
inexorable vaticinio de nuestra propia aniquilación. La muerte sobrecoge por
eso; y por eso es sagrada. Quizá los jóvenes, que son inmortales, puedan reírse
de la muerte; los viejos no podemos. Respecto a la segunda, ojalá el titular
del periódico dé en la diana: que con Castro se esfume la feraz temporada de
dictaduras que fue el siglo XX; que con Marcos Ana se extingan los prisioneros
políticos; que Barberá se haya llevado para siempre una característica manera
de gobernar muy arraigada entre los españoles de todas las clases…
La lluvia flojea. Andando de nuevo, vamos a la ermita de San
Juan donde presentan la restauración del camarín. Hay mucha gente, viejos y
viejas la mayoría; pero entre los directivos de la hermandad abundan los
jóvenes de atuendo asevillanado, con trajes y medallas ostentosas:
Sevilla manda en las semanasantas de España, qué le vamos a hacer. La
ermita de San Juan —nos lo ha enseñado Arcadio Calvo— se levantó en el siglo
XVII, extramuros, en lo que entonces era un barrio nuevo. En el XVIII le
adosaron una capilla barroca dedicada a la Virgen de los Remedios, muy
elegante, parecida a San Agustín; ahora acoge al Señor de San Juan —el
Cristo de las Tres Caídas, que le dicen sevillanamente—. Después de la
Guerra, el camarín se añadió a la vivienda del santero. Lo han restaurado; hoy
lo bendicen y lo muestran al público. A don Juan la ermita le gusta mucho; y la
capilla más: por eso hemos venido. La presentación —solemne, vistosa, bien
medida— tiene caída de telón, cohetes, música y conferencia —muy instructiva—
de Enrique Herrera. Incluye —ya lo he dicho— bendición. Don Juan, gran
visitador de templos, procura escabullirse de las ceremonias religiosas; así
que le asombra lo que ve: aplausos en la iglesia —en los entierros también:
será moda—, el cura que no se reviste para la ocasión —ni una poca estola—, y
los antiguos útiles de asperjar —hisopo y acetre, ¿quién os recuerda todavía?— arrumbados
por una especie de estilográfica que cabe en el bolsillo —«Si Dios nos da salud,
susurra don Juan, los veremos usar pulverizador»—. Explica Herrera que los camarines fueron cosa de
la Contrarreforma; bien: pero, en vísperas del quinto centenario de la machada
de Wittenberg, parece que los católicos se acercan a Lutero. Ellos sabrán.
Al final subimos al camarín, cuya recuperación es,
literalmente, ejemplar y debería serlo para otras futuras. Los cofrades invitan
a un vino en la sacristía: nos arrimamos gustosos para charlar un rato con
amigos a los que don Juan ve de higos a brevas. Aprovechando una clara,
volvemos a la plaza. En el Marqués nos aguarda la tertulia; tomamos el vermú;
alguien informa de que también ha reabierto el Corregidor. Una vela a Dios y
otra al Diablo: llamamos a las señoras, comemos en el Corregidor. Acabo de
llegar a casa tras algunas copas. Ya les contaré el domingo que viene.