Don Juan procura eludir las
conversaciones sobre asuntos eventualmente polémicos de los que pueda opinar cualquier mentecato sin necesidad de fundamentar ni argumentar las
opiniones: entran en el saco la religión, la política o el fútbol, por
ejemplo. Desde la enfermedad la tendencia se ha reforzado: como aquel gran silo
de discreción —y escritor imponente—, don Juan cree preferible perder una
discusión antes que perder el tiempo. Por otra parte, don Juan, siempre que
viene al caso, se manifiesta muy en contra del dicho —mucho más dicho que
practicado, la verdad— de que todas las opiniones son igualmente
respetables. No: hay opiniones respetables, pero un número considerable de
ellas no merecen respeto ninguno, sino toneladas de desprecio. Con nosotros se
permite la excepción: porque nos estima, porque —reconózcanmelo ustedes, por favor— no somos completamente estúpidos, y quizá porque rara vez le llevamos la contraria.
Hoy —qué remedio— ha tenido que hablar de Trump: asunto ideal para estarse callado. Le ha costado a don Juan meterse en harina, pero,
aunque con alguna repugnancia, como millones de personas de todos los lugares de la
tierra, sucumbe: habla de Trump.
—Probablemente, Trump es un hombre inteligente, listo y pérfido. Es
inteligente porque ha detectado con perspicacia las pulsiones primitivas de sus
compatriotas, es listo porque ha sabido exponerlas crudamente, y es pérfido por exacerbarlas y
usarlas en su propio beneficio. Pero no es el primero: por no quedarnos muy
cerca, los demagogos griegos sabían también hacer esto mismo estupendamente. O Daniel Ortega, a quien amaron tantos españoles.
—Es lo que pasa en las democracias —apunta uno, no sabemos
si en serio.
—No —replica contundente don Juan—. La democracia
representativa es un sistema político muy imperfecto, pero no se ha inventado
otro mejor. Quienes están en contra suelen decir que cómo va a valer lo mismo el
voto de un eminente científico que el de un pobre pordiosero, o dicen —y es
perverso— que si solo votaran los jóvenes… Todo el mundo debe votar,
naturalmente, porque a todo el mundo le afectan las decisiones políticas; pero
la discusión política debe mantenerse en el ámbito de la convivencia política —es
decir, de lo común, no de lo privado— y en ella solo se deben usar medios
políticos: la exposición de hechos y su manejo mediante argumentos racionales.
Que eso sea así efectivamente es responsabilidad de los políticos genuinos:
de los que no pretenden manipular sino convencer, de los que miran por los intereses
generales, de los que apaciguan y no incendian, y de los que saben que —por desgracia, pero inevitablemente— lo
natural del ser humano no es la racionalidad, la convivencia pacífica, el
desprendimiento… sino todo lo contrario: estamos demasiado cerca todavía
de la sabana.
—Hay pocos políticos así.
—Quiero creer que no. Pero es cierto que ahora han
coincidido bastantes demagogos en muchos países y se han hecho extraordinariamente
visibles. Todos ellos tienen un rasgo común: abominan de la democracia
representativa, de su parsimoniosa lentitud, de las cautelas que pone para no ofender
y de su exasperante e ininteligible burocracia. Estos nuevos políticos traen bien identificados los males, conocen las causas y causantes, halagan nuestros peores instintos, y ofrecen remedios rápidos y eficacísimos: en
cuanto confiemos en ellos se instalará la dicha en este valle de lágrimas. Habrá
que eliminar a los enemigos y a los
que no se chupan el dedo: no importa.
—Pero nadie esperaba que en la democracia más antigua del
mundo pasara lo que ha pasado.
—Todos los seres humanos somos iguales. En la mayoría de
nosotros, la razón es apenas un
apéndice añadido recientemente a la pura y salvaje animalidad en la que se ha
instalado y, como piloto inexperto, aún no controla del todo el vehículo en el
que viaja.
—¿Hay sesenta millones de bobos salvajes en los Estados
Unidos?
—No lo creo: hay casi sesenta millones de personas frágiles
y desvalidas como nosotros que han mordido el anzuelo de un estupendo pescador.
Confío en que Trump no sea tan bestia como aparenta, en que lo suyo fuera táctica para ganar las elecciones.
No estoy seguro, pero me lo callo: temo que se haya
abierto la veda contra la democracia representativa, la única democracia digna
del nombre. Pasó en los años treinta: ahora sabemos que los antidemócratas de
derechas —los fascistas— eran esencialmente idénticos a los antidemócratas de
izquierdas —los comunistas—, y que la identidad radicaba, precisamente, en el enemigo que ambos combatían con igual saña: la democracia representativa liberal. Habría que recordarlo a los desmemoriados.
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