domingo, 28 de enero de 2018

De Clausewitz a Ricardo Costa

Cuando llego a la tertulia —tarde, porque me han entretenido compromisos familiares— don Juan habla de Clausewitz. A mí el apellido este me suena, pero, si tuviera que orientar a alguien sobre el personaje, me iba a ver negro. De modo que disimuladamente recurro a la Wikipedia en el teléfono, biblioteca de Alejandría portátil: Clausewitz fue un militar prusiano que vivió entre los siglos XVIII y XIX, participó en las guerras napoleónicas, murió prematuramente a causa de una epidemia de cólera y dejó para la posteridad un libro mastodóntico dedicado a reflexionar sobre la guerra, desde el punto de vista estrictamente militar —tácticas, estrategias y esas cosas—, por supuesto, pero también desde otros muchos que atañen a la completa y compleja condición humana. Informado nebulosamente del asunto, vuelvo a la charla. Don Juan va diciendo:
—Si Clausewitz lleva razón en que la guerra es la política por otros medios, quizá pudiéramos afirmar igualmente que la política es la guerra por otros medios.
En la tertulia hay amigos cultos; uno replica:
—Eso no es decir mucho, don Juan. Acaso en el mundo primitivo, previo a la civilización o de civilización incipiente, la guerra fuera la única forma de política. No tardando mucho, incluso en momentos de barbarie extrema u ofuscación, la guerra pasó a ser solo el instrumento último de la política. Y en la comunidad de países avanzados actuales no solo es último, sino indeseado —por lo menos de boquilla—: rara vez se atreve alguno a decir que la usará para lograr objetivos políticos.
—Pero, si no la guerra cruda, sí empleará los procedimientos de la guerra para lograrlos. Por eso a Clausewitz o a Sun Tzu los estudian en las escuelas de negocios. Y tal vez se hallen en la mesita de noche de algunos políticos profesionales.
—Pocos políticos leen —se atreve a afirmar un desencantado.
—Nosotros tampoco leemos mucho —replica el cínico.
Don Juan y el amigo culto prosiguen el debate sin descender a estas gramas:
—Fíjese en el Partido Popular —prosigue don Juan—. Desde los tiempos de Aznar ha tenido un solo objetivo político: hacerse con todo el poder, abolir de facto la separación de poderes. Para lograrlo ha identificado bien al enemigo —básicamente el PSOE y, en segundo término, los nacionalistas—; ha procurado la cohesión interna excitando las pasiones de los propios; y ha creado un ejército bien jerarquizado, de disciplina férrea, en el que la lealtad de los inferiores hacia los superiores era una especie de pacto de vasallaje: te protejo y premio si me eres fiel y me sirves como deseo. Naturalmente, en pos del fin no le hacían ascos a ningún medio.
—No les ha ido mal.
—Hasta ahora. El éxito no dura indefinidamente, y el Partido Popular ha emprendido la cuesta abajo.
—Explíquenos eso —suplica alguien que no termina de entender.
—De una parte, el enemigo tradicional —el PSOE—, por incomparecencia, ha dejado de serlo. El nuevo enemigo —los secesionistas catalanes—, antes más retórico que otra cosa, ha conseguido desconcertarlo y obligarlo a cometer errores pueriles; el entusiasmo que suscitaba entre los propios va disipándose porque han aparecido en el panorama político opciones tan buenas o mejores —Ciudadanos— de conseguir lo mismo; y la cohesión interna —cansancio, falta de líderes, mezquindades— comienza a desmoronarse y a dejar al aire entresijos demasiado sucios: medios espurios de lograr fines legítimos.
—¿A qué se refiere? —pregunta el mismo.
—A eso que llaman eufemísticamente financiación irregular, entre otras cosas que otro día comentaremos: pretender ganar las elecciones es legítimo; pagar las campañas con dinero turbio no lo es.
—Es decir, que ha empezado usted en Clausewitz para acabar en Ricardo Costa.
—Ricardo Costa es un infeliz, un alma cándida que creía servir lealmente a los superiores y a la causa y que seguramente no se ha llevado un euro. Compárelo con Correa, Crespo, Bárcenas, el Bigotes…
—O con Rajoy…
—O con Rajoy que tampoco se habrá llevado ni un euro: igual que a Costa no le hace falta. El presidente del Gobierno es el ejemplo más claro de cuanto les he dicho: excelente táctico, ejemplo de prudencia, favorecido por la suerte… En circunstancias peores ha alcanzado lo que ni siquiera Aznar consiguió. Ahora bien: parece que la estrella de Rajoy declina.
—¿Perderá las elecciones?
—Para no perderlas, las convocará cuando más le convenga. Sin embargo, no son las elecciones su problema principal.
—¿Cuál es?
—Que gentes como Costa, y de ahí para arriba, se vayan de la lengua, y que lo de Puigdemont se lo dejen otra vez a Zoido.
La tertulia se está alargando. Llegué tarde; me salgo antes de que termine; creo que conozco el final: Rajoy no es Clausewitz, aunque alguna vez lo haya soñado.


domingo, 21 de enero de 2018

Buen tiempo

Volvemos de la ermita de san Ildefonso. A don Juan le entusiasman las fiestas que perduran siglos cohesionando un barrio o cualquier otra comunidad humana bajo pretextos religiosos: siempre idénticas y siempre diferentes, con flexibilidad y capacidad de adaptación, aunque inconscientes, envidiables. La de san Ildefonso le gusta más aún por la ermita: maravilla de la arquitectura popular —o sea, de pueblo pobre— almagreña. En la explanada hemos tomado unos vinos y comido informalmente con las migas y otras viandas que repartían diligentes y pródigos los miembros de la hermandad. Mucha gente estaba en mangas de camisa, bebiendo, hablando, moviéndose con la alegría de la primavera. Ahora, en la plaza, hace una tarde espléndida: dan ganas de quedarse en la terraza del Marqués a tomar el café y las copas. No son pocos quienes lo están haciendo, y se dejan acariciar por la tibieza del sol voluptuosamente. Felices ellos. Nosotros somos viejos, sabemos que en un rato vendrá la noche y refrescará: nos metemos adentro, nos acomodamos junto a la ventana, miramos la alegría de la tarde con la distancia algo melancólica del forastero. Nuestra patria ya es otra.
—El país de antes: antes hacía más frío, antes llovía más, antes… antes…  —dice el escéptico.
—Lo del frío es verdad. Hace unos días pudimos leer que los últimos tres años han sido los más calurosos de la historia.
Alguien que, por deformación profesional, tiene el prurito de la exactitud matiza:
—De la historia, no: desde que hay registros.
—¿No es lo mismo?
—No es lo mismo, claro. Llevamos registro de datos meteorológicos recogidos de manera científica desde hace menos de siglo y medio: desde antes de ayer, como quien dice, y no en todos los sitios de la tierra. Lo que pasara en otros tiempos debemos deducirlo indirectamente.
—Ah.
—Quienes tenemos unos años recordamos la infancia y la juventud como periodos más fríos y lluviosos que los actuales. Tales recuerdos no siempre resisten el contraste con los datos objetivos, pero sí parece que el tiempo actual es más cálido, más seco y más imprevisible.
—¿El cambio climático?
—El cambio climático es un hecho que pocos discuten a estas alturas. Se discuten las causas: si son naturales o caen dentro de la actividad humana.
—¿Qué opinas tú?
El interpelado vacila un tanto; rehúye la respuesta contundente:
—Todo contará, aunque nunca ha habido tantos seres humanos en el mundo, ni se han consumido tantos recursos, ni se ha influido tanto sobre el medio como en nuestros días: es decir, nunca antes los seres humanos habían tenido la posibilidad de cambiar el medio radical, irreversible y globalmente: ahora la tenemos y la estamos usando, probablemente para mal.
—¿Mal para el mundo?
—Mal para nosotros. La tierra no nos necesita: si desapareciéramos, el mundo iría recomponiendo sus equilibrios sin echarnos de menos. Nosotros, obviamente, sí necesitamos el mundo: es nuestra casa; pero estamos haciendo todo lo posible por volverla inhabitable.
—Exageras.
Don Juan ha permanecido callado todo este rato, aparentemente desentendido; en realidad, bien atento. Dice:
—No es malo exagerar los peligros si se incita con ello a evitarlos. Saben ustedes que no me gustan los predicadores de catástrofes, porque quienes predican catástrofes a menudo quieren vendernos alguna panacea que nos llevará al paraíso. Saben ustedes también que no hay panaceas ni paraísos. Ahora bien: sí hay males grandes o chicos, y cabe buscarles remedios, que, claro está, nunca serán definitivos.
—¿El clima es el peligro más grave? ¿No ha estado sometido a vaivenes desde siempre? ¿No ha habido glaciaciones y óptimos climáticos, por ejemplo?
—Sí. Pero los seres humanos poco podían hacer al respecto: aprovechar los tiempos de bonanza, y huir a sitios más hospitalarios cuando venían mal dadas. Nuestros antepasados, por su parte, han esquilmado y vuelto inhabitables ciertas zonas del mundo a los largo de la historia: una desgracia, pero siempre podían marcharse. Ahora peligra el mundo entero; o sea, peligra la humanidad. Y no hay más sitio adonde ir.
—Exagera usted también.
—Aposta.
—¿Qué cabe hacer?
—Lo que se pueda. Y los que entienden creen que se puede hacer bastante. Pero, por resumir, cabe abrazar el ecologismo no como religión, sino como mero egoísmo de especie, o sea, por interés.
—¿Queda tiempo?
—Según para qué. Para el mundo todo; para la especie también; para esta forma de civilización, menos.
—Es usted pesimista.
—Todo lo contrario; a la humanidad le pasa como a las tradiciones: cambia y sobrevive. Pero, eso sí, se puede sobrevivir mejor o peor…
La frase de don Juan  queda flotando sobre la tertulia ominosamente. Vuelvo a casa sin abrigo. Definitivamente, antes hacía más frío.


domingo, 14 de enero de 2018

La nieve, la vergüenza y la parábola del hijo pródigo

Antes nevaba de verdad. La nieve, presagiada por una luz más tenue, caía en copos mansos, apagaba los ruidos, suavizaba las formas de las cosas y abría un tiempo de calma, vaho tibio en las cuadras, lumbre crepitante y comidas arcaicas; la nieve era alegría de sentirse invulnerables en el útero dulce de la casa y compasión por los arrojados a la intemperie. Pasado el estupor de la nieve cayendo, la nieve era juguete que abrasaba las manos de frío y exaltaba pasiones dormidas desde la Prehistoria…
—Don Juan, repórtese, que de las cumbres líricas al pozo del ridículo hay un paso no largo —avisa el prudente—. Y tenga en cuenta que únicamente los viejos recordamos ya semejantes antiguallas. Ahora la nieve es un engorro o un bien que cae bajo la jurisdicción de los economistas: es decir, o cepo de automóviles y peatones, o cancha deportiva y embalse que guardará el agua hasta la primavera. Nada más.
—Algo más habrá, antiguo y misterioso, cuando un poeta dice que nieve es la palabra que salvaría él de las asechanzas de cuantos toman la lengua en vano.
—A los poetas no hay que hacerles caso. Baje usted a la AP-6: verá las tonterías que han hecho y dicho los que mandan.
Don Juan cambia de tercio: baja, en efecto, al suelo envilecido, pisoteado y sucio de la AP-6:
—Sobre todo Hernández y Fernández —ironiza—, o sea, el Director General de Tráfico y su jefe el Ministro del Interior, ineptos y soberbios. Pero no son la ineptitud ni la soberbia lo que más me llama la atención en su conducta: al fin y al cabo, ineptos somos todos si nos metemos en asuntos que rebasen nuestra siempre limitada capacidad; y la soberbia, aunque menos frecuente, tampoco está muy injustamente repartida.
—¿Qué otra cosa?
—La falta de vergüenza.
—¿Los insulta usted? ¿Los llama sinvergüenzas?
—Dios me libre. La vergüenza, además de ser una virtud moral que impide a los seres humanos cometer conscientemente actos que menoscaben su propia dignidad, es también un hecho fisiológico: el rubor y la turbación que nos asaltan cuando nos pillan en un renuncio, aunque el renuncio haya sido involuntario. Resulta obvio que el Director General de Tráfico se resbaló aparatosamente en la nevada de los Reyes; y es igual de evidente que no ha manifestado por ello azoramiento ninguno: le echa la culpa al empedrado. A esa falta de vergüenza puramente física me refería; de la otra no opino.
—Pues anda que Rato… —remacha el rojo copa en mano.
—Hombre, Rato dentro de poco irá a la cárcel; está derrotado y solo; no tiene nada que perder, ni siquiera la dignidad: podemos consentir que patalee.
—Si se arrepintiera, quizá lo perdonáramos: mire el hijo pródigo —interviene el católico.
—Tanta misericordia, de Dios; los seres humanos somos menos generosos.
—No hablo de la misericordia divina ni de la parábola del hijo pródigo que cuenta el evangelio de san Lucas: me quedo por aquí cerca —dice enigmático, y nos escruta travieso y feliz.
Le devolvemos miradas interrogantes.
—Entonces ¿de qué hablas?
Se regodea:
—¿No sabéis nada?
Hace una pausa interminable; rompe por fin:
—En Almagro parecen estar cuajando ciertas maniobras que alterarán el panorama político, ya veréis.
—¿Qué veremos? —acucia alguien.
—Veremos regresar al hijo pródigo, nostálgico de la casa familiar y sus comodidades; veremos al padre alegrarse de la vuelta, abrazarlo emocionado, vestirlo lujosamente; veremos celebrar un banquete; veremos al hijo pródigo colocado en el primer puesto de la lista, digo, de la mesa; veremos finalmente al padre exultar: Epulemur, quia hic filius meus mortus erat et revixit, perierat et inventus est! Habiendo pasado una temporada —hace una pausa, carraspea— en Madrid para ganar lustre.
Don Juan, que parece entender, pregunta:
—Los otros hermanos ¿no se enojarán? ¿No le reprocharán al padre la diferencia de trato? ¿No se negarán a participar en el banquete?
El católico se encoge de hombros:
—El padre se excusará displicente: Filii, vos semper mecum estis, et omnia mea vestra sunt.
Don Juan insiste:
—¿Tendrán premio igualmente los compañeros de parranda del hijo prodigo, los que junto a él devoraron cum meretricibus el caudal del padre?
El católico vuelve a encogerse de hombros:
—De esos el evangelio no dice nada.
El rojo, súbitamente iluminado, interviene:
—¿Y la vergüenza?
El católico no responde; don Juan tampoco; la tertulia concluye. ¿Se enteran ustedes? Yo —debo confesarlo— estoy en ayunas. Vuelvo a casa confuso y mohíno: los laberintos producen dolor de cabeza. Pero les prometo, amigos lectores, que, si averiguo de qué iba la conversación, se lo contaré.


domingo, 7 de enero de 2018

Carta a los Reyes

Como todos, el año empieza cuesta arriba. Y no es la cuesta que llamaban de enero, sino algo más antiguo, más difuso, más grave: la desazón, la pereza del comienzo, el peso anticipado de los días que están por venir.
—La cuesta de enero es un invento católico, el cansancio por lo que ha de llegar es pagano —sentencia el rojo paladeando un sorbo de coñá.
Lo miramos curiosos. Él, abducido por los vapores del Peinado, escurre el bulto:
—Que lo explique don Juan, que sabe más.
Don Juan recoge el guante con una sonrisa absolutoria:
—No anda equivocado el amigo. Los católicos creen firmemente que todo pecado exige su penitencia; o sea, tal vez toleren de mala gana el goce pecaminoso —goce pecaminoso es, en su mentalidad, un pleonasmo— del cuerpo, siempre que luego haya un sufrimiento igual o mayor que restaure —y recuerde— el orden natural de las cosas: que estamos aquí para penar. Cuando acabe la vida, habrá tiempo de ser felices viendo a Dios tal cual es.
—¡Tanto! La vida eterna —apostilla el rojo desde su nube de dicha inocente.
Ahora es general la sonrisa.
—Por eso —continúa don Juan—, los despilfarros, francachelas y excesos de estas tan entrañables fiestas han de purgarse con las estrecheces, privaciones y mezquindades de la cuesta de enero. Como España, casi noventa años después, va dejando de ser católica, cada vez se habla menos de la cuesta de enero. Pero la idea del padecimiento tras el goce persiste: miren la cosecha de gimnasios y dietas.
—Eso es por la salud: nada tiene que ver con la religión.
—El Cuerpo Saludable es el nuevo dios; el deporte, su religión; los gimnasios, sus templos… Y no exige menos credulidad, menos fervor ni menos sacrificios que los dioses de antes —insiste el rojo.
—Tú perseveras en el ateísmo.
—En todos los ateísmos, gracias a Dios: no iba a dejar de ser católico para meterme a deportista.
Alguien nos vuelve al redil:
—¿Y qué decíamos del paganismo?
—Lo decía el amigo: que el cansancio anticipado hunde sus raíces en él.
—¿Lleva razón?
El rojo mira para otro lado.
—Desde antiguo existe la convicción de que, si la naturaleza es cíclica, la vida y la historia humana también lo serán. Es decir, lo que ha pasado volverá a pasar, lo que hayamos de ver ya lo hemos visto: nihil novum sub sole. Lo primero —que la naturaleza obedece a ciclos— es cierto, al menos en estas latitudes y por lo que observa la experiencia; lo segundo no tanto, pero importa poco: casi todos hacemos como si lo fuera. De modo que el cansancio y la desazón de estos días son bien lógicos: ¡otra vez a empezar para volver al mismo sitio!
—Ojalá regresáramos al mismo sitio —musita el pesimista.
—¿Qué quieres decir?
—Que somos viejos: que nuestras rutinas pronto dejarán de serlo.
—Confiemos en que duren y no pensemos demasiado en el fin. Mientras llega, deseemos lo que cabe desear: no el paraíso, no una vida llena de experiencias emocionantes, no la solución definitiva de nuestros problemas reales… Algo más modesto y prudente: que permanezca lo bueno, que mengüe lo malo.
—¿Les ha pedido usted eso a los Reyes?
—A los Reyes les he pedido tiempo; ellos, crueles o sabios, me han traído un reloj. No es lo mismo, pero me conformo; los relojes son la representación perfecta de la existencia concebida como ciclo: redondos, imperturbables, ensimismados, monótonos, constantes, giran indefinidamente…
—Mientras tienen cuerda —reitera el pesimista.
—¿Para nosotros no les ha pedido nada?
—Tiempo también, y rutinario.
—¿Y para España?
—Este año se cumplirán cuarenta de la Constitución. Me da mucho miedo que repita lo que le ocurrió a la de 1876. Los españoles deberían —digo deberían porque nosotros ya estamos casi amortizados— plantearse razonablemente la convivencia futura, llegar a acuerdos sensatos sobre ella, y escribirlos en un papel que los comprometa por un tiempo prudente.
—¿Aprobar una nueva Constitución?
—Más bien reformar esta: dejar lo bueno y cambiar lo malo.
—¿Será posible?
—Creo que hay varios obstáculos considerables.
—Díganos.
—La ceguera del Partido Popular, bien representada en su jefe: viejo como nosotros, le debe importar el futuro menos que a nosotros; el asunto de Cataluña, formidable y envenenado; el cansancio o decepción de tantos españoles que se están quedando al margen; y la total ausencia de políticos con vocación de estadistas.
—Qué se le va a hacer —remata el pesimista.
—Disfrutar lo que se pueda: el hedonismo es una religión, una moral hecha a la medida de los seres humanos —dice el rojo mirando la copa vacía.