Antes nevaba de verdad. La nieve, presagiada por una luz más
tenue, caía en copos mansos, apagaba los ruidos, suavizaba las formas de las
cosas y abría un tiempo de calma, vaho tibio en las cuadras, lumbre crepitante
y comidas arcaicas; la nieve era alegría de sentirse invulnerables en el útero
dulce de la casa y compasión por los arrojados a la intemperie. Pasado el
estupor de la nieve cayendo, la nieve era juguete que abrasaba las manos de
frío y exaltaba pasiones dormidas desde la Prehistoria…
—Don Juan, repórtese, que de las cumbres líricas al pozo del
ridículo hay un paso no largo —avisa el prudente—. Y tenga en cuenta que
únicamente los viejos recordamos ya semejantes antiguallas. Ahora la nieve es un
engorro o un bien que cae bajo la jurisdicción de los economistas: es
decir, o cepo de automóviles y peatones, o cancha deportiva y embalse que
guardará el agua hasta la primavera. Nada más.
—Algo más habrá, antiguo y misterioso, cuando un poeta dice
que nieve es la palabra que salvaría él de las asechanzas de cuantos
toman la lengua en vano.
—A los poetas no hay que hacerles caso. Baje usted a la
AP-6: verá las tonterías que han hecho y dicho los que mandan.
Don Juan cambia de tercio: baja, en efecto, al suelo
envilecido, pisoteado y sucio de la AP-6:
—Sobre todo Hernández y Fernández —ironiza—, o sea, el
Director General de Tráfico y su jefe el Ministro del Interior, ineptos y
soberbios. Pero no son la ineptitud ni la soberbia lo que más me llama la
atención en su conducta: al fin y al cabo, ineptos somos todos si nos metemos
en asuntos que rebasen nuestra siempre limitada capacidad; y la soberbia,
aunque menos frecuente, tampoco está muy injustamente repartida.
—¿Qué otra cosa?
—La falta de vergüenza.
—¿Los insulta usted? ¿Los llama sinvergüenzas?
—Dios me libre. La vergüenza, además de ser una virtud moral
que impide a los seres humanos cometer conscientemente actos que menoscaben su
propia dignidad, es también un hecho fisiológico: el rubor y la turbación que
nos asaltan cuando nos pillan en un renuncio, aunque el renuncio haya sido
involuntario. Resulta obvio que el Director General de Tráfico se resbaló
aparatosamente en la nevada de los Reyes; y es igual de evidente que no ha
manifestado por ello azoramiento ninguno: le echa la culpa al empedrado. A esa
falta de vergüenza puramente física me refería; de la otra no opino.
—Pues anda que Rato… —remacha el rojo copa en mano.
—Hombre, Rato dentro de poco irá a la cárcel; está derrotado
y solo; no tiene nada que perder, ni siquiera la dignidad: podemos consentir que
patalee.
—Si se arrepintiera, quizá lo perdonáramos: mire el hijo
pródigo —interviene el católico.
—Tanta misericordia, de Dios; los seres humanos
somos menos generosos.
—No hablo de la misericordia divina ni de la parábola del
hijo pródigo que cuenta el evangelio de san Lucas: me quedo por aquí cerca —dice
enigmático, y nos escruta travieso y feliz.
Le devolvemos miradas interrogantes.
—Entonces ¿de qué hablas?
Se regodea:
—¿No sabéis nada?
Hace una pausa interminable; rompe por fin:
—En Almagro parecen estar cuajando ciertas maniobras que
alterarán el panorama político, ya veréis.
—¿Qué veremos? —acucia alguien.
—Veremos regresar al hijo pródigo, nostálgico de la casa
familiar y sus comodidades; veremos al padre alegrarse de la vuelta, abrazarlo
emocionado, vestirlo lujosamente; veremos celebrar un banquete; veremos al hijo
pródigo colocado en el primer puesto de la lista, digo, de la mesa; veremos finalmente
al padre exultar: Epulemur, quia hic filius meus mortus erat et revixit,
perierat et inventus est! Habiendo pasado una temporada —hace una pausa, carraspea— en Madrid para ganar lustre.
Don Juan, que parece entender, pregunta:
—Los otros hermanos ¿no se enojarán? ¿No le reprocharán al
padre la diferencia de trato? ¿No se negarán a participar en el banquete?
El católico se encoge de hombros:
—El padre se excusará displicente: Filii, vos semper mecum estis, et
omnia mea vestra sunt.
Don Juan insiste:
—¿Tendrán premio igualmente los compañeros de parranda del hijo prodigo, los que junto a él devoraron cum meretricibus el caudal del padre?
—¿Tendrán premio igualmente los compañeros de parranda del hijo prodigo, los que junto a él devoraron cum meretricibus el caudal del padre?
El católico vuelve a encogerse de hombros:
—De esos el evangelio no dice nada.
El rojo, súbitamente iluminado, interviene:
—¿Y la vergüenza?
El católico no responde; don Juan tampoco; la tertulia concluye. ¿Se enteran ustedes? Yo —debo confesarlo— estoy en ayunas. Vuelvo
a casa confuso y mohíno: los laberintos producen dolor de cabeza. Pero les
prometo, amigos lectores, que, si averiguo de qué iba la conversación, se lo contaré.
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