domingo, 14 de enero de 2018

La nieve, la vergüenza y la parábola del hijo pródigo

Antes nevaba de verdad. La nieve, presagiada por una luz más tenue, caía en copos mansos, apagaba los ruidos, suavizaba las formas de las cosas y abría un tiempo de calma, vaho tibio en las cuadras, lumbre crepitante y comidas arcaicas; la nieve era alegría de sentirse invulnerables en el útero dulce de la casa y compasión por los arrojados a la intemperie. Pasado el estupor de la nieve cayendo, la nieve era juguete que abrasaba las manos de frío y exaltaba pasiones dormidas desde la Prehistoria…
—Don Juan, repórtese, que de las cumbres líricas al pozo del ridículo hay un paso no largo —avisa el prudente—. Y tenga en cuenta que únicamente los viejos recordamos ya semejantes antiguallas. Ahora la nieve es un engorro o un bien que cae bajo la jurisdicción de los economistas: es decir, o cepo de automóviles y peatones, o cancha deportiva y embalse que guardará el agua hasta la primavera. Nada más.
—Algo más habrá, antiguo y misterioso, cuando un poeta dice que nieve es la palabra que salvaría él de las asechanzas de cuantos toman la lengua en vano.
—A los poetas no hay que hacerles caso. Baje usted a la AP-6: verá las tonterías que han hecho y dicho los que mandan.
Don Juan cambia de tercio: baja, en efecto, al suelo envilecido, pisoteado y sucio de la AP-6:
—Sobre todo Hernández y Fernández —ironiza—, o sea, el Director General de Tráfico y su jefe el Ministro del Interior, ineptos y soberbios. Pero no son la ineptitud ni la soberbia lo que más me llama la atención en su conducta: al fin y al cabo, ineptos somos todos si nos metemos en asuntos que rebasen nuestra siempre limitada capacidad; y la soberbia, aunque menos frecuente, tampoco está muy injustamente repartida.
—¿Qué otra cosa?
—La falta de vergüenza.
—¿Los insulta usted? ¿Los llama sinvergüenzas?
—Dios me libre. La vergüenza, además de ser una virtud moral que impide a los seres humanos cometer conscientemente actos que menoscaben su propia dignidad, es también un hecho fisiológico: el rubor y la turbación que nos asaltan cuando nos pillan en un renuncio, aunque el renuncio haya sido involuntario. Resulta obvio que el Director General de Tráfico se resbaló aparatosamente en la nevada de los Reyes; y es igual de evidente que no ha manifestado por ello azoramiento ninguno: le echa la culpa al empedrado. A esa falta de vergüenza puramente física me refería; de la otra no opino.
—Pues anda que Rato… —remacha el rojo copa en mano.
—Hombre, Rato dentro de poco irá a la cárcel; está derrotado y solo; no tiene nada que perder, ni siquiera la dignidad: podemos consentir que patalee.
—Si se arrepintiera, quizá lo perdonáramos: mire el hijo pródigo —interviene el católico.
—Tanta misericordia, de Dios; los seres humanos somos menos generosos.
—No hablo de la misericordia divina ni de la parábola del hijo pródigo que cuenta el evangelio de san Lucas: me quedo por aquí cerca —dice enigmático, y nos escruta travieso y feliz.
Le devolvemos miradas interrogantes.
—Entonces ¿de qué hablas?
Se regodea:
—¿No sabéis nada?
Hace una pausa interminable; rompe por fin:
—En Almagro parecen estar cuajando ciertas maniobras que alterarán el panorama político, ya veréis.
—¿Qué veremos? —acucia alguien.
—Veremos regresar al hijo pródigo, nostálgico de la casa familiar y sus comodidades; veremos al padre alegrarse de la vuelta, abrazarlo emocionado, vestirlo lujosamente; veremos celebrar un banquete; veremos al hijo pródigo colocado en el primer puesto de la lista, digo, de la mesa; veremos finalmente al padre exultar: Epulemur, quia hic filius meus mortus erat et revixit, perierat et inventus est! Habiendo pasado una temporada —hace una pausa, carraspea— en Madrid para ganar lustre.
Don Juan, que parece entender, pregunta:
—Los otros hermanos ¿no se enojarán? ¿No le reprocharán al padre la diferencia de trato? ¿No se negarán a participar en el banquete?
El católico se encoge de hombros:
—El padre se excusará displicente: Filii, vos semper mecum estis, et omnia mea vestra sunt.
Don Juan insiste:
—¿Tendrán premio igualmente los compañeros de parranda del hijo prodigo, los que junto a él devoraron cum meretricibus el caudal del padre?
El católico vuelve a encogerse de hombros:
—De esos el evangelio no dice nada.
El rojo, súbitamente iluminado, interviene:
—¿Y la vergüenza?
El católico no responde; don Juan tampoco; la tertulia concluye. ¿Se enteran ustedes? Yo —debo confesarlo— estoy en ayunas. Vuelvo a casa confuso y mohíno: los laberintos producen dolor de cabeza. Pero les prometo, amigos lectores, que, si averiguo de qué iba la conversación, se lo contaré.


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