Volvemos de la ermita de san Ildefonso. A don Juan le entusiasman
las fiestas que perduran siglos cohesionando un barrio o cualquier otra
comunidad humana bajo pretextos religiosos: siempre idénticas y siempre
diferentes, con flexibilidad y capacidad de adaptación, aunque inconscientes,
envidiables. La de san Ildefonso le gusta más aún por la ermita: maravilla de
la arquitectura popular —o sea, de pueblo pobre— almagreña. En la explanada hemos
tomado unos vinos y comido informalmente
con las migas y otras viandas que repartían diligentes y pródigos los miembros de
la hermandad. Mucha gente estaba en mangas de camisa, bebiendo, hablando,
moviéndose con la alegría de la primavera. Ahora, en la plaza, hace una tarde espléndida: dan ganas de
quedarse en la terraza del Marqués a tomar el café y las copas. No son pocos
quienes lo están haciendo, y se dejan acariciar por la tibieza del sol voluptuosamente.
Felices ellos. Nosotros somos viejos, sabemos que en un rato vendrá la
noche y refrescará: nos metemos adentro, nos acomodamos junto a la ventana,
miramos la alegría de la tarde con la distancia algo melancólica del forastero.
Nuestra patria ya es otra.
—El país de antes: antes hacía más frío, antes llovía más,
antes… antes… —dice el escéptico.
—Lo del frío es verdad. Hace unos días pudimos
leer que los últimos tres años han sido los más calurosos de la historia.
Alguien que, por deformación
profesional, tiene el prurito de la exactitud matiza:
—De la historia, no: desde que hay registros.
—¿No es lo mismo?
—No es lo mismo, claro. Llevamos registro de datos
meteorológicos recogidos de manera científica desde hace menos de siglo y
medio: desde antes de ayer, como quien dice, y no en todos los sitios de la
tierra. Lo que pasara en otros tiempos debemos deducirlo indirectamente.
—Ah.
—Quienes tenemos unos años recordamos la infancia y la
juventud como periodos más fríos y lluviosos que los actuales. Tales recuerdos
no siempre resisten el contraste con los datos objetivos, pero sí parece que el
tiempo actual es más cálido, más seco y más imprevisible.
—¿El cambio climático?
—El cambio climático es un hecho que pocos discuten a estas
alturas. Se discuten las causas: si son naturales o caen
dentro de la actividad humana.
—¿Qué opinas tú?
El interpelado vacila un tanto; rehúye la respuesta
contundente:
—Todo contará, aunque nunca ha habido tantos seres humanos
en el mundo, ni se han consumido tantos recursos, ni se ha influido tanto sobre
el medio como en nuestros días: es decir, nunca antes los seres humanos habían
tenido la posibilidad de cambiar el medio radical, irreversible y globalmente:
ahora la tenemos y la estamos usando, probablemente para mal.
—¿Mal para el mundo?
—Mal para nosotros. La tierra no nos necesita: si
desapareciéramos, el mundo iría recomponiendo sus equilibrios sin
echarnos de menos. Nosotros, obviamente, sí necesitamos el mundo: es nuestra
casa; pero estamos haciendo todo lo posible por volverla inhabitable.
—Exageras.
Don Juan ha permanecido callado todo este rato,
aparentemente desentendido; en realidad, bien atento. Dice:
—No es malo exagerar los peligros si se incita con ello a
evitarlos. Saben ustedes que no me gustan los predicadores de catástrofes,
porque quienes predican catástrofes a menudo quieren vendernos alguna panacea
que nos llevará al paraíso. Saben ustedes también que no hay panaceas ni
paraísos. Ahora bien: sí hay males grandes o chicos, y cabe buscarles remedios, que, claro está, nunca serán definitivos.
—¿El clima es el peligro más grave? ¿No ha estado sometido a vaivenes desde siempre? ¿No ha habido glaciaciones y óptimos climáticos, por ejemplo?
—Sí. Pero los seres humanos poco podían hacer al respecto:
aprovechar los tiempos de bonanza, y huir a sitios más hospitalarios cuando
venían mal dadas. Nuestros antepasados, por su parte, han esquilmado y vuelto
inhabitables ciertas zonas del mundo a los largo de la historia: una desgracia,
pero siempre podían marcharse. Ahora peligra el mundo entero; o sea, peligra la
humanidad. Y no hay más sitio adonde ir.
—Exagera usted también.
—Aposta.
—¿Qué cabe hacer?
—Lo que se pueda. Y los que entienden creen que se puede
hacer bastante. Pero, por resumir, cabe abrazar el ecologismo no como religión, sino como mero egoísmo de especie, o sea, por interés.
—¿Queda tiempo?
—Según para qué. Para el mundo todo; para la especie
también; para esta forma de civilización, menos.
—Es usted pesimista.
—Todo lo contrario; a la humanidad le pasa como a las
tradiciones: cambia y sobrevive. Pero, eso sí, se puede sobrevivir mejor o peor…
La frase de don Juan queda
flotando sobre la tertulia ominosamente. Vuelvo a casa sin abrigo. Definitivamente, antes hacía
más frío.
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