Como todos, el año empieza cuesta arriba. Y no es la cuesta
que llamaban de enero, sino algo más antiguo, más difuso, más grave: la
desazón, la pereza del comienzo, el peso anticipado de los días que están por
venir.
—La cuesta de enero es un invento católico, el cansancio por
lo que ha de llegar es pagano —sentencia el rojo paladeando un sorbo de coñá.
Lo miramos curiosos. Él, abducido por los vapores del
Peinado, escurre el bulto:
—Que lo explique don Juan, que sabe más.
Don Juan recoge el guante con una sonrisa absolutoria:
—No anda equivocado el amigo. Los católicos creen firmemente
que todo pecado exige su penitencia; o sea, tal vez toleren de mala gana el
goce pecaminoso —goce pecaminoso es,
en su mentalidad, un pleonasmo— del cuerpo, siempre que luego haya un
sufrimiento igual o mayor que restaure —y recuerde— el orden natural de las
cosas: que estamos aquí para penar. Cuando acabe la vida, habrá tiempo de ser felices viendo a Dios tal cual es.
—¡Tanto! La vida eterna —apostilla el rojo desde su nube de dicha inocente.
Ahora es general la sonrisa.
—Por eso —continúa don Juan—, los despilfarros, francachelas
y excesos de estas tan entrañables
fiestas han de purgarse con las estrecheces, privaciones y mezquindades de
la cuesta de enero. Como España, casi noventa años después, va dejando de ser
católica, cada vez se habla menos de la cuesta de enero. Pero la idea del
padecimiento tras el goce persiste: miren la cosecha de gimnasios y dietas.
—Eso es por la salud: nada tiene que ver con la religión.
—El Cuerpo Saludable
es el nuevo dios; el deporte, su religión; los gimnasios, sus templos… Y no exige
menos credulidad, menos fervor ni menos sacrificios que los dioses de antes —insiste el
rojo.
—Tú perseveras en el ateísmo.
—En todos los ateísmos, gracias a Dios: no iba a dejar de
ser católico para meterme a deportista.
Alguien nos vuelve al redil:
—¿Y qué decíamos del paganismo?
—Lo decía el amigo: que el cansancio anticipado hunde sus
raíces en él.
—¿Lleva razón?
El rojo mira para otro lado.
—Desde antiguo existe la convicción de que, si la naturaleza
es cíclica, la vida y la historia humana también lo serán. Es decir, lo que ha
pasado volverá a pasar, lo que hayamos de ver ya lo hemos visto: nihil novum sub sole. Lo primero —que la
naturaleza obedece a ciclos— es cierto, al menos en estas latitudes y por lo
que observa la experiencia; lo segundo no tanto, pero importa poco: casi todos
hacemos como si lo fuera. De modo que el cansancio y la desazón de estos días
son bien lógicos: ¡otra vez a empezar para volver al mismo sitio!
—Ojalá regresáramos al mismo sitio —musita el pesimista.
—¿Qué quieres decir?
—Que somos viejos: que nuestras rutinas pronto dejarán de
serlo.
—Confiemos en que duren y no pensemos demasiado en el fin. Mientras
llega, deseemos lo que cabe desear: no el paraíso, no una vida llena de experiencias emocionantes, no la
solución definitiva de nuestros problemas
reales… Algo más modesto y prudente: que permanezca lo bueno, que mengüe
lo malo.
—¿Les ha pedido usted eso a los Reyes?
—A los Reyes les he pedido tiempo; ellos, crueles o sabios,
me han traído un reloj. No es lo mismo, pero me conformo; los relojes son la representación
perfecta de la existencia concebida como ciclo: redondos, imperturbables,
ensimismados, monótonos, constantes, giran indefinidamente…
—Mientras tienen cuerda —reitera el pesimista.
—¿Para nosotros no les ha pedido nada?
—Tiempo también, y rutinario.
—¿Y para España?
—Este año se cumplirán cuarenta de la Constitución. Me da
mucho miedo que repita lo que le ocurrió a la de 1876. Los españoles
deberían —digo deberían porque
nosotros ya estamos casi amortizados— plantearse razonablemente la convivencia
futura, llegar a acuerdos sensatos sobre ella, y escribirlos en un papel que los comprometa por un tiempo prudente.
—¿Aprobar una nueva Constitución?
—Más bien reformar esta: dejar lo bueno y cambiar lo malo.
—¿Será posible?
—Creo que hay varios obstáculos considerables.
—Díganos.
—La ceguera del Partido Popular, bien representada en su
jefe: viejo como nosotros, le debe importar el futuro menos que a nosotros; el
asunto de Cataluña, formidable y envenenado; el cansancio o decepción de tantos
españoles que se están quedando al margen; y la total ausencia de políticos con
vocación de estadistas.
—Qué se le va a hacer —remata el pesimista.
—Disfrutar lo que se pueda: el hedonismo es una religión, una moral hecha a la medida de los seres humanos —dice el rojo mirando la copa vacía.
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