domingo, 31 de diciembre de 2017

Divagaciones calatravas y buenos deseos

Don Juan pasa la Nochevieja en Navaltizón con toda la familia, incluidas las novias —o como ahora se diga— de los nietos. Aunque los preparativos le dan quehacer, no le disgustan estas cosas y, a medida que ha ido envejeciendo, cada vez menos: la vejez enternece. Para ultimar algún detalle vino a ver a la hija el miércoles pasado y se quedó hasta el jueves. En la noche del miércoles lo acompañé al teatro, a una lectura dramatizada de La judía de Toledo. Me aburrí no poco: el horario infame, la duración kilométrica, los discursos prolijos… Salí a escape antes de que acabaran los generosísimos aplausos. Don Juan, en cambio, parecía en su salsa: se quedó al vino que dieron como estrambote.
Hoy hablo con él por teléfono:
—¿Qué celebraban, don Juan?
—Que, según dicen, hace ochocientos años que los calatravos se mudaron de Calatrava la Vieja a la Nueva.
—¿Tiene eso algo que ver con las aventuras extramatrimoniales de Alfonso VIII?
—Poco, creo yo. Como no sea que Alfonso VIII perdió Calatrava la Vieja tras el desastre de Alarcos y la recuperó cuando las Navas…
—¿La perdió por sus andanzas sexuales?
—Quién sabe: el Dios de la Edad Media era más duro que el de ahora. El caso es que los amores de Alfonso con la judía de Toledo han tenido consecuencias literarias muy notables. La que nos leyeron la otra noche tal vez no sea de las mejores.
—Pero estuvo usted bien atento…
—Me interesa El Taular. Para ser un grupo aficionado, tiene buen nivel. Me interesa también el Centro de Estudios Calatravos: conviene que haya alguna institución solvente dedicada a la investigación y la reflexión sobre la comarca; y sería estupendo que difundieran eficazmente lo investigado y reflexionado. No sé si hacen lo primero, pero lo segundo no lo hacen; es decir, apenas publican y la repercusión de sus actividades es mínima.
—Pues hay en él gente muy importante.
—Sin duda: empezando por la cabeza, Sánchez Meseguer, cuyo currículo es brillantísimo.
—Nos enteramos el martes de que en la intimidad le dicen Mese.
—Poco habríamos perdido de no saberlo. A los viejos estas familiaridades en actos que deberían ser formales y hasta solemnes nos desconciertan un tanto: tardamos en enterarnos de que Mariano es Rajoy o de que Pablo es Iglesias; y ya, si emplean los hipocorísticos, nos desorientan del todo.
—Lo harán aposta.
—Es posible, pero no lo creo. Lo hacen así porque no distinguen que hay situaciones y situaciones; quizá tampoco sepan que en cuanto la camaradería sobrepasa ciertos límites se torna chabacana; y, sobre todo, ignoran que el público no tiene por qué participar de sus efusiones: la formalidad y la buena educación no sobran nunca; el respeto tampoco.
—No se enfade usted, don Juan: esta guerra la tenemos perdida.
—Pudiera ser —dice melancólico.
Vuelve al camino del que nos ha sacado la digresión:
—Y me interesa, igualmente, la orden de Calatrava, más como mito fundacional que como realidad histórica.
—Explíquese.
—Dejando para otro día juicios de valor y demás cuestiones espinosas, concedo que acaso en los primeros tiempos los calatravos cumplieran eficazmente la misión de proteger a la cristiandad contra la morisma. En cuanto dejó de hacer falta se convirtieron en el prototipo de élite extractiva; es decir, emplearon todas sus energías en la explotación concienzuda de estas tierras y sus gentes, sin un átomo de misericordia.
—Así eran entonces las cosas.
—Eran así, en efecto. Pero ¿por qué quienes viven ahora en la comarca se sienten tan orgullosos de los que exprimieron ferozmente a sus antepasados? ¿Por qué la cruz de Calatrava —más garra ensangrentada que otra cosa— está en todas partes?
—Hombre, don Juan: la orden de Calatrava es un elemento muy principal de nuestra historia, nos hizo como somos.
—¿Igual que Hitler hizo a Primo Levi, por ejemplo?
—Exagera usted.
—Conviene que alguien exagere por el lado de la crítica para compensar un poco el platillo de la beatería laudatoria.
—¿Echa usted sobre sus hombros tan alta misión?
—Yo no estoy para misiones ni proselitismos: que cada uno piense, diga y haga lo que quiera. Pero, de vez en cuando, no viene mal abrir el armario de los mitos fundacionales y airearlos un poco.
Será verdad: habrá tiempo. Abrevio la conversación. Intercambiamos buenos deseos. Me pide que los extienda a ustedes, pacientes lectores. Obedezco: que el año venidero les sea propicio, que les devuelva con creces todo lo que nosotros les debemos y no sabemos cómo pagarles.

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