Los amigos de la tertulia somos gente como el resto. Abundamos en vicios —unos fruto de la edad, de la educación
y los prejuicios; otros de la naturaleza, que nos sacó imperfectos; ninguno de la voluntad de obrar mal—; no presumimos de ellos: si no atinamos a
corregirlos, al menos les ponemos sordina. Desde luego, sabiéndonos del mismo
barro que los otros, evitamos dar lecciones a nadie aunque metamos baza con
absoluta libertad en lo que se tercie…
—Habría que matizar —interrumpe don Juan.
—Matice, por favor.
—La edad por sí sola no cría vicios ni virtudes.
La educación —intencionada o por impregnación— sí puede dar lugar a tropiezos
y conductas más o menos sinuosas: hay que andarse con ojo.
—Eso quería decir, don Juan: que somos viejos, que tenemos
costumbres anticuadas y antojeras que nos impiden apreciar bien las novedades.
—Precisemos de nuevo: las costumbres son territorio privado; cada uno tiene las que le placen. Por ejemplo, esta es una tertulia de hombres
solos, bebedores y, supongo, de sexualidad más o menos convencional —signifique lo que signifique—: a nadie le importa. Pero defendemos la igualdad de mujeres
y hombres, no exhortamos al alcoholismo, y las preferencias sexuales del
prójimo nos traen sin cuidado.
—Claro, don Juan.
Él va embalado:
—Y en lo de opinar libremente… no estaría mal añadirle algo de conocimiento y una pizca de prudencia. O sea, tratemos de evitar las muchas tonterías y la excesiva difusión de las que digamos; ahora, el prójimo que suelte las que quiera y las difunda a los cuatro vientos: la libertad de
expresión es sagrada.
—Hombre… —duda alguien.
—Sabiendo, eso sí, que al que dice muchas tonterías lo
llaman tonto muy justamente.
Algún amigo no encuentra el hilo:
—¿De qué se habla hoy?
—De que la estupidez está bien repartida —se anticipa
don Juan—. Miren los comentarios de un ilustre científico sobre Miquel Iceta.
—Poco tienen que ver con nosotros.
—Quién sabe. El patriotismo es ponzoñoso.
El amigo sigue perdido, pero no dice nada; don Juan
continúa.
—Cuando digo patriotismo, perdonen el atrevimiento y entiendan cualquier tipo de
adhesión emotiva a un grupo. Con demasiada frecuencia los grupos se fundamentan en el
odio a lo ajeno tanto como en el amor a lo propio. De ahí las rivalidades y
conflictos; de ahí también la descalificación previa y absoluta del otro, lo
conozcamos o no: si no es de los nuestros, es pérfido y no son precisas más
averiguaciones.
—Pero un científico es una persona racional: no afirma las
cosas a humo de pajas, sino después de haberlas comprobado.
—Mientras actúa de científico, probablemente sí. En cuanto
sale del laboratorio, ya es un hombre común, con su carga de prejuicios a
cuestas: cultura no siempre es sinónimo de inteligencia ni de racionalidad,
menos todavía de rectitud moral. Cuando una lumbrera de la ciencia, del arte o
de la cultura cae enfermo de patriotismo se vuelve muy peligroso: las tonterías
o vilezas que haga o diga serán mucho más tontas y viles que las de otro
cualquiera.
—¿No es un freno la inteligencia, entonces?
—Solo si se combina con la ética. De lo contrario, hasta
podría ser un acicate. Miren este buen hombre: emplea oblicuamente la expresión
esfínters dil·latats, un sintagma culto, para acusar a Iceta de ciertas
prácticas sexuales que él considera perversas y que, por tanto, lo incapacitan
absolutamente. Ahora bien: ¿está completamente seguro de que la actividad
sexual de Iceta ocasiona la dilatación de esfínteres?, ¿lo ha comprobado él?, ¿cree
a estas alturas que solo hay un tipo de sexualidad ortodoxo y aceptable?, ¿qué
le da derecho a pensar que las actividades sexuales de alguien anulen las cualidades
o capacidades que pueda tener, sean estas para jugar al mus o para presidir la
Generalitat, y que lo conviertan automáticamente en impostor, ignorante, demagogo…?, ¿no se
da cuenta de que sus prejuicios son los mismos que los del Dios del Antiguo
Testamento —y sus secuaces hasta hoy—? A qué seguir: basta para darnos cuenta de lo
encenagada que anda la convivencia en algunos sitios.
—¿Tiene remedio?
—En la medida en que lo tienen las cosas que atañen a la condición humana. Los seres humanos somos animales, y no de los mejores. Lo
natural en los seres humanos es la lealtad irracional al grupo —rebaño, manada,
patria, fe, lo que sea— y el odio feroz a lo que no sea grupo. Contra esa
tendencia natural lleva siglos oponiéndose la civilización. La civilización es
un trabajo arduo y lento. Confiemos en que no sea un trabajo inútil.
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