Don Juan no había vuelto al Corral de Comedias desde el
verano, cuando estuvo en la representación —correctísima políticamente, quizá tramposa— de A secreto agravio,
secreta venganza, la función que ganó el Almagro Off. El viernes último, con
un hato de amigos pastoreados por una guía monótona y funcionarial, volvió como
turista: aunque se lo conoce bien, lo recorrió a conciencia, despacio, fijándose
en detalles y pequeños cambios que casi nadie nota. Dos le llamaron la atención,
ambos perfectamente prescindibles: la placa en memoria de Elena Damiana de
Juren, a quien le está dedicado uno de los innumerables tomos de las comedias
de Lope, y la prolija aclaración junto al poema de Manolita Espinosa del que hablamos hace unos meses. La placa es erudita y discreta, e incluso puede
excitar la curiosidad intelectual de algún visitante, pero don Juan piensa que está
traída por los pelos y que a este paso el Corral se va llenando de cachivaches
banales; en cuanto al escolio del
poema…
—¿Qué es un escolio? —pregunta alguien que no pertenece a la
cofradía de los cultos.
—Los escolios son observaciones o comentarios en forma de
nota que se añaden a un texto para explicar algo que precise explicación.
Antiguamente se ponían en los márgenes, y en los márgenes han puesto el de
Espinosa.
—¿En qué márgenes? ¿Qué han puesto? ¿Para qué?
Don Juan es paciente:
—Desde hace muchos años en el vestíbulo del Corral hay un
cuadro de marco funerario que, además de ciertos dibujos ingenuamente almagreñistas, copia el poema este de
Manolita Espinosa, caligrafiado con el tipo de letra emperifollada que estuvo de
moda hace un siglo. El tiempo ha desleído el texto, pero todavía se ve
perfectamente, al pie, el nombre de la
autora. De modo que nadie duda de que el poema es obra exclusiva del ingenio y
la inspiración de la poeta local por excelencia.
—El escolio ¿qué dice?
—Que el poema es de Manolita Espinosa,
que se ha traducido a diversas lenguas, que lo han leído y representado importantes personalidades, y —cabe deducir, porque la redacción es lóbrega— que está inscrito en el
Registro de la Propiedad Intelectual. Toda esa información, impresa en una de
las fuentes más cursis del Office, ocupa un folio, enmarcado también
funeralmente, que han colgado como hijuela junto al texto principal.
—¿Para qué?
—¡Si hicieran ustedes las tareas…! —se lamenta irónico don
Juan.
—¿Qué tareas, don Juan? Déjese de enigmas, por favor.
—¿No han borrado los versos de Espinosa que había en el
silo? ¿No les encargué que averiguaran la causa?
Por mi parte estaba convencido de que aquel fue un encargo
retórico que no nos obligaba a nada: lo había olvidado por completo; los
demás, igual.
—¿Qué relación hay? —la pregunta es casi una llamada de
auxilio.
—A estas alturas ignoramos todavía por qué borraron los
versos; pero ya tenemos una pista —don Juan se pone detectivesco.
—¿Cuál?
—El Registro de la Propiedad Intelectual. Si nos dicen que
el poema está protegido por un escudo tan poderoso será para ahuyentar a
quienes quieran echarle mano.
—¿Pretendió Antonio Laguna aprovecharse de la obra de
Espinosa? Eso es descabellado, don Juan. Laguna quiso hacer un homenaje a la
poeta: así lo dijo públicamente, y confesó que siente por ella profunda
admiración.
—Quién lo duda. Pero no puso el nombre de la autora. Y ya
saben cómo son de susceptibles los poetas. Quizá a alguien no le
gustara la falta.
—La omisión o falta que dice usted no pasaba de descuido fácilmente enmendable. ¿Qué necesidad había de quitar los versos ni de
advertir del registro?
—No lo sabemos. Tampoco creo que nadie nos vaya a facilitar
las pesquisas. Pero ahí están los hechos a la vista de todos. ¿No les
llaman a ustedes la atención?
—Están los hechos, pero establecer una relación entre ellos
es aventurado: ¿a qué poeta le incomoda la difusión de sus versos?
—La difusión, a ninguno; el control de la difusión a muchos.
Quizá en otros tiempos el máximo honor de los poetas fuera que sus versos
llegaran a ser tan populares que se convirtiesen en anónimos: Machado —don Manuel— dijo algo al respecto. En nuestros días, en cambio, el marchamo de la autoría
debe acompañar al poema necesariamente; de lo contrario, el poeta sufre
sarpullidos y escoceduras muy molestos y dolorosas.
Sé que don Juan carga la suerte aposta, y que se arriesga a
ser malinterpretado, pero no quiero pedirle precisiones: al alcance de cualquiera
está que, salvo algunos parapoetas, nadie se ha hecho rico escribiendo versos; ahora bien, que los autores quieran
ver reconocida la autoría no tiene nada de malo: es mera justicia.
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