A estas horas el Marqués está lleno; los clientes ríen,
brindan, hablan alto, se saludan o despiden con abrazos. Grises, morigerados,
viejos, somos la isla extravagante que salva la dignidad vespertina de
este humilde domingo de invierno: para los demás no es domingo, es Nochebuena, la
puerta grande de las Fiestas. Reclamos innumerables se disputan, como aves de
presa, la adhesión o el bolsillo de los pobres mortales. No es fácil escapar al
aturdimiento, a la embriaguez de dicha que se ofrece al alcance de la mano. No
será difícil despertar con resaca después de los Reyes.
—¿Y qué hacemos? —pregunta alguien con resignación.
—Huir —dice el escéptico.
—Disfrutar lo que podamos: no se pongan ustedes exquisitos
ni se suban al púlpito de quienes piensan
que saben, porque no beben el vino de las tabernas —corrige don Juan.
—¿Nosotros? —replica el escéptico.
—Nosotros también tenemos derecho a disfrutar de las fiestas
aunque seamos viejos y, dentro de un orden —valga el oxímoron—, incluso a
cometer excesos.
—Pero estas son fiestas religiosas —precisa, como siempre,
el católico.
—Son fiestas; el apellido que se les ponga carece de
importancia. En el mundo occidental han sido durante siglos fiestas religiosas. ¿Lo son todavía? Cabe dudarlo. En el resto de la tierra la tradición cristiana
ni siquiera existe, pero las fiestas —o sea, la Navidad— sí, cada vez más. ¿Tiene algo de malo? No lo creo.
—Es malo el imperialismo cultural de Occidente —se altera el
rojo.
—Ojalá todos los imperialismos fueran tan
recios como este —ironiza don Juan—. Hay actualmente un afán de pureza étnica,
cultural, religiosa, bastante ingenuo que incurre en excesos algo ridículos.
Sin irnos muy lejos: me cuentan que las familias de ciertos alumnos del colegio
Cervantes han pedido que no vayan sus hijos al belén. Tienen
todo el derecho del mundo y no seré yo quien se lo niegue, pero ¿no estarán
simplificando excesivamente las cosas, es decir, incurriendo en un fundamentalismo pedestre que en nada beneficia a la formación de los niños?
—¿Y si los padres son musulmanes u ortodoxos o ateos?
—Aunque lo sean. La cultura occidental incluye grandes dosis
de cristianismo, de judaísmo, de herencia grecolatina… Resulta imposible
entender a Garcilaso o a Góngora sin rudimentos de mitología clásica; no es
preciso ser cristiano para oír gozosamente la música de Bach, pero conviene
conocer qué es un Kyrie antes de
sumergirnos en la Misa en si menor,
por decir algo. ¿Se puede ir al Prado, al Louvre, a la Galleria degli Uffizi
ignorando por completo la iconografía cristiana? Quizá, pero no estorbaría.
Don Juan toma un sorbo de jerez. Prosigue:
—Conocen ustedes cuáles son mis creencias religiosas:
ninguna. Aun así considero imprescindibles y sumamente placenteros los productos culturales del cristianismo,
desde las sutilezas laberínticas de la cristología de los primeros concilios a
los villancicos populares, de las iglesias románicas a la música de Händel, del
Greco a Miguel de Molinos. Y eso nada tiene que ver con la fe.
—Hombre, al menos en su origen…
—Quizá en su origen, ya no necesariamente. Luego excluir a
los niños de todo ese formidable legado cultural me parece un insensatez y una
ligereza, cuando no un rasgo de fanatismo. Lo mismo opino de las fiestas: ¿a
quién ofenden los que en el bar se están achispando despreocupadamente? A nadie, felices ellos, salvo en lo de usar gorros de Papá Noel.
—La iglesia católica habla del sentido religioso de la fiesta.
—Que haga lo que quiera. La iglesia tiene un reducido número
de fieles —¿cuántos por mera tradición, cuántos por fe viva?— que acuden a los
cultos y tratan de ocupar simbólicamente los espacios públicos de maneras
diversas: que los pastoree como le plazca. ¿Aborrecen el jolgorio, las
comilonas, el despilfarro, los excesos? Ellos se lo pierden. El ciudadano
común, sensato y moderado, está tan lejos del catolicismo ferviente como del
ateísmo ferviente, y oye con la misma risueña indiferencia a los solemnes
predicadores de las religiones nuevas como a los de las religiones viejas:
todos refractarios al alborozo festivo, sosos de nacimiento.
Don Juan —la moderación misma— nos tiene acostumbrados a
exaltadas defensas de la juerga. A sus años, sabemos que lo hace más por
nostalgia y aversión a los moralistas que por la propia juerga, ya
casi inalcanzable.
Como partidario de la fiesta —de cualquier fiesta— y enemigo
declarado de quienes se oponga a ella —sean quienes sean—, nos despide con un
brindis, nos desea una feliz Navidad y me encarga que yo también se la desee a
todos ustedes, misericordiosos lectores.
Obedezco gustoso: pásenla bien.
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